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Per J. P. Enrique
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Un cuento de un rey

    Había una vez un rey que gobernaba en un lugar llamado Arabia Saudí. Un país de Oriente rodeado de monarquías, en donde no se respetaban los derechos humanos y en donde el rey, que gobernaba con enormes poderes se enteraba de todo menos de lo que no quería enterarse como el caso de un súbdito al que unos agentes secreto  suyos asesinaron, descuartizaron e hicieron desaparecer los restos en un plan que incluía disfrazar a uno de ellos con las ropas del asesinado para aparentar que había salido vivo de la embajada.

    Pese a sus atrocidades era un monarca que estaba tranquilo sabiendo que nunca correría la suerte de otros dictadores,  mucho menos crueles, que  gobernaron Libia o Irán. El rey vivía feliz porque facilitaba negocios a empresas llegadas de un país en donde se instaló una estatua llamada Libertad como escudo para hablar de derechos humanos y no respetarlos  en Abu Ghraib, en Afganistán, en…

    Un día, el rey de nuestra historia se levantó generoso y se dijo: “Hoy voy a hacer un donativo a alguien”. Y, tal como lo pensó lo hizo y  ese mismo día decidió entregar una importante suma, así sin más, a un conocido suyo llamado Juan Carlos I, algo que todo el mundo podrá apreciar que es muy normal y que sucede todos los días. También es muy normal que el donante no hiciera público el regalo para no presumir (ya se sabe: lo que haga tu mano derecha -la buena- que no se entere la izquierda -la mala-) y que se le acusara de ser generoso, dio órdenes para que la transferencia se hiciera a través de sociedades opacas situadas en paraísos fiscales.

    El receptor de los 65.000.000 de euros también quiso ser discreto y calló sobre el abultado regalo ocultándolo, mientras se dijo a sí mismo: Si otro ha sido generoso conmigo yo también voy a serlo, y de repente le vino a la cabeza el nombre de una mujer pobre y desamparada a la que le vendría muy bien tener una vivienda en París y unos ahorrillos para poder seguir comiendo. Corina se llamaba esa mujer. Y dicho y hecho Juan Carlos  cogió el regalo y le dijo a esa mujer “Toma esto me lo acaban de regalar y te lo regalo de corazón”.

    Leyes vigentes en el reino (seguramente mal hechas) hablaban de fraude a Hacienda, de blanqueo de capitales. De detectar esos fraudes se encargaban los bancos, pero el banco encargado de hacer las transferencias millonarias se dijo ¡hombre! un dinero que proviene de Arabia ¿cómo va a ser un dinero ilegal? Otra cosa es  que viniera de Cuba, de Irán o de Venezuela. Esos sí que son orígenes peligrosos. Y los bancos suizos no indagaron.

    Cuando algunos antimonárquicos (no puede ser cosa quienes rechazan  las comisiones y el dinero no declarado)) denunciaron las sumas regaladas al rey Juan Carlos  (Un monarca situado por encima de las leyes, como dictan las normas medievales),  y los jueces se pusieron investigar y descubrieron que recibir cuantiosas sumas era algo normal. El rey un tanto molesto miró hacia atrás y sus ratos libres pensó “¿Por qué me levantaría de la cama por la noche en Botsuana? ¿Cómo pude tropezar y romperme la cadera lejos de mí querida España? ¡Menuda torpeza! Ese día se fue al traste una imagen que mis asesores  tan bien habían trabajado durante décadas. Con lo bien que cayó una frase dicha en mi último mensaje. “Sufro mucho con tanto desempleo juvenil” y lo dije con voz de rey sin reírme a carcajadas.”

    Tras aquel accidente sus asesores le  aconsejaron que saliera en TV diciendo “Pido perdón. No volverá a suceder”. Y los monárquicos más fanáticos  le aplaudieron con entusiasmo, pero la realidad se fue imponiendo y finalmente tuvo que dimitir dejando el puesto de trabajo a su hijo, ya que, casualmente, es quien más méritos tenía. El hijo tomó el poder, y con los escándalo golpeándole en su puerta y tas conocerse una cuenta de la Fundación Lucum en la que figuraba como  primer beneficiario, tomó la decisión de dejar a su padre sin sueldo sin pensar  cómo iba a vivir el pobre hombre, solo y con la subvención de desempleo.

    Los monárquicos pensaron que si el cenagal había llegado tan   lejos la solución podría venir por aislar al padre de su hijo Felipe, ¡ése sí  era grande entre los grandes! y tan intachable como lo fue su padre antes de romperse la cadera en la cacería de elefantes. ¡Viva el Rey! El tiempo dirá si tras la legión de nefastos borbones  llega uno que no lo es. El tiempo dirá si el nuevo monarca tiene amigos  más presentables que Manuel Prado y Colón de Carvajal, que Javier de la Rosa, que los hermanos Cortina, que Mario Conde, que el traficante de armas Khashoggi, todos ellos sentados en el banquillo por corrupción. El tiempo dirá si tras la huida de su padre, el nuevo monarca es capaz de renunciar a su derecho a la inmunidad y se atreve a distanciarse del franquismo.

    El cuento sigue cuando el rey, de incognito, y el Gobierno y los servicios secretos no se enteran y se monta una galimatías entre si debe ser el Rey quien diga dónde está,  si debe ser la Casa Real  o el alguacil de algún pueblo castellano. Un cuento que termina pagando los ciudadanos de a pié impuestos y viendo como quien  más debería dar ejemplo de honestidad es un gran defraudador de Hacienda. ¿Presuntamente? Sí,  pero muy presuntamente. Y lo digo con toda la libertad de expresión que aún dispongo sin ser antimonárquico.

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