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Per Enrique Benavent Vidal, arzobispo de Valencia.
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La sagrada familia

    En el ambiente propio de las fiestas de la Navidad, la Iglesia nos invita este domingo a contemplar la Sagrada Familia de Nazaret, en la que el Señor nació y creció. Esa familia es el signo de que Él se hizo realmente hombre y es también el modelo de toda familia cristiana.

    La palabra de Dios que la liturgia nos ofrece este año nos presenta dos familias: una del Antiguo Testamento, formada por Abraham y Sara; y la otra del Nuevo Testamento, formada por María, Jose y el mismo Jesús. Si nos fijamos, veremos que el elemento más fuerte de unión entre los miembros de esas familias es la fe. Tanto Abraham y Sara como María y José son creyentes abiertos a Dios, y así lo viven en sus proyectos de vida familiar. Abraham cree en la promesa de Dios y esa fe fue fuente de fecundidad, hizo posible que tuviera el hijo que tanto deseaba y que aseguraba su descendencia. También la vida que comparten María y José se fundamenta en un acto de fe: María creyó la palabra del ángel que le anunciaba que sería la madre de Mesías. José creyó al ángel que le anunció que el hijo que llevaba María era obra del Espíritu Santo, y prestó la obediencia de la fe. La fe fue fuente de fecundidad para ellos y posibilitó que se cumplieron las promesas de Dios, que son siempre promesas de salvación.

    Esto nos lleva a una primera reflexión. Hoy vemos muchas familias que no viven esa apertura de la fe y están cerradas a Dios. Pero ¿esas familias que viven así son por eso más alegres? ¿se vive más en ellas la verdadera felicidad? ¿hay más amor entre sus miembros? ¿se sienten contentos de su vocación y del amor de unos por los otros? ¿están más unidos? La fe no quita nada, sino que da los bienes de la gracia de Dios. Una familia que vive abierta a Dios no es menos feliz que la que vive cerrada en ella misma. Al contrario, la fe fortalece todo aquello que es auténticamente humano y, por eso, es fuente de gozo y de alegría, porque cuando se vive en la apertura a Dios se va descubriendo que sus promesas, que son siempre de gracia, van cumpliéndose a lo largo del tiempo.

    Estas dos familias son también modelo para las familias cristianas porque acogen el hijo como don de Dios. Abraham lo deseaba y, cuando Dios se lo da, sabe que no le pertenece como si fuera una propiedad exclusivamente suya. También María y José saben que Jesús es un regalo que Dios los ha hecho a ellos, pero no para ellos, sino para toda la humanidad. Y por eso, van al templo para presentarlo a Dios. Al hacerlo, están ofreciéndolo al Padre. Los hijos son un regalo de Dios, no un obstáculo que impide a los padres realizar sus objetivos o proyectos. Son el camino para la vivencia plena de la vocación matrimonial. Pero, al ser un regalo de Dios, no pertenecen a los padres de una manera absoluta: son también propiedad de Dios. La misión de los padres consiste en ayudarlos a descubrir la voluntad de Dios en su vida. Ese es el camino para que ellos sean felices: ayudarlos y animarlos a que conozcan qué es lo que Dios quiere para ellos. ¿Qué es lo que quieren unos padres para sus hijos? ¡Que sean felices! Y ¿cuál es el camino para que sean felices? Ayudarlos a descubrir su vocación en la perspectiva de la fe y animarlos a hacerla vida. Esto lo que María y José hicieron con Jesús y el que nos enseñan a nosotros.

     

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