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¿Operación bikini? ¿Eso se come?

    Hacía calor porque era verano y yo me comía en el comedor de mi casa un helado (almendrado), cuando en un anuncio de la televisión salió una niña publicitando unos zapatos -los afamados Lelli Kelly- que tenían mucha decoración de purpurina y mariposas. Y, por si fuera poco, te regalaban una paleta de coloretes y brillo de labios con la compra porque, claro ¿cómo íbamos a ir por ahí sin nada de maquillaje con siete años? Obviamente yo lo necesité. Hasta ese anuncio no me planteé siquiera qué era un colorete y si a mí me hacía falta.

    También me acuerdo de otro de una madre y una hija que se ponían cremas antiojeras… Recuerdo que me fui a la habitación de mis padres para mirarme al espejo y preguntarme por qué tenía esas marcas moradas tan feas en mis ojos. Llegó a tal punto mi inseguridad con las ojeras que les decía a mis amigas que era una anomalía genética de mi bisabuela (me lo aprendí porque lo escuché en un episodio de CSI).

    De adolescente quería ser como todos mis ídolos del momento: mayores, guapos y delgados. No existía, ni existe, otro canon. Odiaba mis piernas y mis brazos porque no eran como los de ellos. La entrenadora de gimnasia rítmica me llegó a decir que ya eran muy gordos para seguir compitiendo.

    Además, por aquella época, llegó a mí un concepto que todavía me aterra porque socialmente sigue teniendo mucho, demasiado, poder: la “operación bikini”. Que no “operación bañador”, que podría valer para ambos sexos…. No, “operación bikini”. Porque se enfoca a nosotras y a la necesidad de parecer y aparentar perfectas. Y ellos a muscularse, porque mucho cuidado si no eres de esos chicos con x físico.

    Ahora casi, casi acepto mi cuerpo como es, aunque me gustaría cambiarlo en muchas cosas. No dejo de pensar, por ejemplo, en cuando me tengo que vestir para ir trabajar porque me pueden criticar. Y ya sabéis lo malos que pueden llegar a ser los comentarios: “mira, qué brazos”, “fíjate qué cadera más ancha”, “ha engordado”, etc.

    Como si los alumnos o mis compañeros no tuvieran nada mejor que hacer que estar pendientes de eso.

    Otro ejemplo es si salgo a comer o cenar con mi pareja, amigos o familia; seré preciosa a sus ojos, e incluso me permito sentirme así por un momento, pero los míos están comparándose todo el rato en el fondo. Y eso pesa, acaba pesando mucho. Porque entonces me acuerdo de esos anuncios de pequeña, del colorete y del antiojeras.

    Soy adulta y consciente, le pongo remedio a lo que sé que debo cambiar. Pero si se trata de niños y niñas, adolescentes, no saben que están creciendo sobre patrones, influencers, que no responden a su propia realidad. Que usan esas codiciosas redes sociales para perpetuar modelos de conducta social, y prototipos físicos irreales y poco éticos. No comprenden que durante la infancia y la adolescencia el cuerpo y la mente crecen y cambian muy rápido. No pueden forzar algo que ha de llegar por naturaleza y no porque lo dicte una canción o lo diga un vídeo.

    Se me cae el alma al suelo cada vez que escucho a adolescentes de doce años decir que no llegan a la “operación bikini” o que están deseando ir al gimnasio para “definir” o “sacar músculo”. No sé qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer si con esas edades solo piensan en esos temas y no en ser mejores versiones de sí mismos, conocerse e ir afianzando valores y límites. El culto al físico y a la imagen no deben ir acompañados de una degradación moral, pero eso es lo que se está viendo.

    La única operación que debería importar es la de mantener su etapa vital como toca y donde toca en el tiempo libre y en la escuela. Y lo único a definir, antes que los músculos, tendría que ser su propio criterio personal. Pero para eso habría que escuchar a los adultos que están en casa y a los que se ponen delante de una pizarra; aunque no bailen y hagan los trends de moda, nos hablan desde una experiencia y con una férrea voluntad, en su mayoría, de no dejar que seamos fotocopias para seguir siendo nosotros mismos.

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