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Per Vicent Albaro
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Ser de pueblo, pueblo

    Cuando regreso de algún viaje hastiado de kilómetros, ojeroso y mal dormido, rota la dieta habitual por otra improvisada y no siempre adecuada; ansioso de estar con la familia y añorando un buen descanso, casi al final del trayecto aparece ante los ojos el farallón de casalicios de mi pueblo. Una de las cosas buenas de la nueva carretera a San Juan de Moro, que dicho sea de paso le costó la alcaldía a Javier Tomás, (entre otras cuestiones) y que ha sido uno de los mejores alcaldes de mi pueblo pese a quien pese, pues como decía, una de esas cosas buenas ha sido, que muchos han descubierto que en mi pueblo no solo hay fábricas, sino que también hay campo, montañas y un río.

    Decía el poeta aquello de: “Me gusta encerrarme en el pueblo. Es un pueblo claro y luminoso de levante. No quiero hablar con nadie ni ver a nadie. Tengo una casa en los linderos de la ciudad. Tiene un jardín delante y huertos detrás. Las habitaciones son espaciosas y ventiladas. Entra el sol a raudales en invierno. En verano corro las persianas o las cortinas para que reine en la estancia una grata penumbra. En la primavera observo cómo la luz va cambiando; las cosas parecen sufrir un profundo cambio al pasar del invierno al verano. Yo paseo temprano por las huertas y el jardín. Los gorriones de los árboles me despiertan con sus gritos nerviosos. Los conozco a todos. Oigo las campanas lejanas tocar a las primeras misas. Hay en esta hora matinal una viveza y una transparencia que no hay en las demás horas del día. El aire parece de cristal; las montañas remotas parecen de porcelana”.

    Podría acuñar este relato del maestro Azorín, perfectamente a la zona de mi casa, pero a muy pocas zonas más de mi pueblo. Quizá por esa añoranza del paisaje bucólico que narra el escritor alicantino, muchos se han ido a vivir a la urbanización o a la casita de campo más o menos pomposa. Otros se marchan a su pueblo. Sí, sí, al pueblo que les vio nacer a ellos o sus padres. Alcora es población adoptiva, pueblo de aluvión, y casi todos tienen su pueblo, menos los nativos que andamos buscando un rincón, donde injertar el retrato nostálgico del poeta con las ansias del espíritu, cosa nada fácil. Porque las bondades descritas de ese hogar apacible son escasas, la acuciante necesidad de viviendas para cubrir los puestos de trabajo de las azulejeras, trajo construcción a mansalva y poco respetuosa con el entorno. Así que para gozar de la serenidad espiritual referida, hay que emigrar a otro pueblo, o conformarse con el nicho y devorar paisaje rural para reconfortarse, a base de caminatas, o ruta BTT que está hoy tan en boga.

    Roto el glorioso progreso por esta crisis existencial, convertida en una cenicienta sin príncipe, Alcora suspira por lo que pudo haber sido y no fue, busca reinventarse en un espejo roto por la especulación y el mal gusto. Los domingos por la tarde las calles están desiertas, con ambiente a despoblado fantasma y una sintonía agónica de mortecina soledad. Suena una música de escapada desertora a la búsqueda de lo que no existe y que tal vez nunca ya volverá. Los intentos por humanizar esos entornos aún atractivos, como bajo la villa, paseo de la pista jardín y fuente nueva son loables. Y la pregunta para cualquier alma sensible siempre es la misma: ¿Será esto posible? ¿Podrá recuperarse ese paisaje reparador de almas agostadas por la frustrante depresión? ¿No es el paisaje que nos rodea, obra de la mano humana? Subsiste la angustia similar que agobia a las grandes ciudades, donde sus ciudadanos huyen a la desesperada, como acongojados consumidores de un verde irreal y fantástico que retorne las quimeras perdidas. La terrible diferencia entre esta villa y la gran ciudad, radica en que los servicios de una pequeña población, no llegan a ser los de una populosa urbe. Una cruel y lacerante disparidad.

    Los que tienen su otro pueblo logran el pequeño milagro de mimetizarse. De sintonizar un sacro entorno evocador y exclusivo. Siempre con fecha de caducidad para volver al pueblo que no lo es y que busca afanosamente reinventarse. Andan nuestros mandamases buscando paliativos, nuevas fórmulas adaptables lo que no deja de ser un loable empeño con dudosos resultados. Durante demasiado tiempo nuestros vecinos, han buscado imitar la fórmula arcana alcoreña de la que se vociferaba con presuntuosa vanidad. Algunos lo han conseguido con nota, y además han sabido resguardar la bucólica estampa ajardinada de la que estamos tan necesitados. Aquí ya es demasiado tarde. Somos especialistas en descomponer y malos en recomponer desaguisados, porque no solo es querer, sino que hay que poder. Y eso es harina de otro costal.

    Pueblos y más pueblos de aquí y de allá, andan buscando la fórmula para sobrevivir. Ferias, mercados, mercadillos, muestras, simposios, conmemoraciones pseudo históricas, festejos varios, etc. todo con tal de atraer al personal y que se deje en plaza, los euros que su maltrecha economía les deje. Algunos lo consiguen, la mayoría no. Y ahí está la diferencia. Convertir nuestros pueblos en un parque temático, implica algo mucho más severo y riguroso que ambientar la población, ofrecer gastronomía y vestirse de época, para atraer al exigente turista saturado de ofertas domingueras. Lo malo de esto es, que la autenticidad que se busca ya no existe, murió hace décadas con nuestros abuelos sin una mala lágrima de congoja y reconocimiento. Hemos llegado tarde, mal que nos pese. Toca hacer arqueología, que siempre será una cruel caricatura de lo que fue realidad. Y lo más doloroso es que lo tuvimos ahí, delante de nuestras propias narices, y entonces no le hicimos ni puñetero caso. Y es que hasta los pueblos-pueblos, donde hacen sus escapadas los pudientes, no son ni sombra de lo que un día fueron.

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