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Per Vicent Albaro
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Los peregrinos de Useras

    ¿Qué escribir a estas alturas sobre el rito ancestral, que no se haya escrito ya ? Expertos versados en antropología, costumbrismo, medievalistas, historia y patrimonio, liturgia, etnografía, etc. han contado con pelos y señales, todo lo referente a esta peregrinación medieval, que cada año, y cada último viernes de abril de cada año, retoma las empinadas crestas de los montes del Alcalatén, para visitar el ermitorio de San Juan de Peñagolosa. Una sucesión de valles y colinas, en doloroso camino penitencial y suplicantes letanías al Altísimo, bajo la formula evangélica del Dios trino y uno.

    Recuerdo hace muchos años en la presentación de mi primer libro de poemas, Miquel Soler, actual concejal de ermitas del ayuntamiento de Castellón, me confió su remordimiento al leer aquel libro, que veneraba al agua como el supremo don de nuestra tierra. Además concluyó su presentación, en que jamás malgastaría la abundante agua de la Plana, después de conocer el aprecio de nuestras gentes a tan vital y escaso elemento. El agua en nuestra comarca del Alcalatén es de extrema necesidad para la vida de sus habitantes. El cuidado que agricultores, masoveros, pastores y cazadores han dispensado a fuentes, manantiales, aljibes y balsas, solo es comprensible por el profundo conocimiento de su vida cotidiana. Mucho antes de que esta etapa de modernidad y necia enajenación lo arrasara todo, el ser humano de las tierras del interior castellonense, vivía en una armonía perfecta con su entorno. Era una vida dura y austera, casi monacal. Una vida de trabajos y privaciones como lo son, las relativas a la agricultura de secano, y que están a merced de los elementos naturales no siempre benefactores. Y el agua es y ha sido, su principal elemento, y ésta, su sempiterna jaculatoria: “Aygua i salut, Sinyó”

    La peregrinación del pueblo de Useras es un vivo retrato de esta sociedad, que ha sobrevivido al tiempo, en su terco empeño de rehacer el camino andado por los antepasados, a la búsqueda del remedio a sus calamidades. Danos, salud, paz y lluvia del cielo, van cantando por los abruptos peñascales montanos. Líbranos de la enfermedad, de la guerra y del hambre dicho de otra forma, para mitigar las plagas cíclicas de la vida del hombre. El rezo continuo y sostenido de los cantores en salmodias gregorianas populares, es la agónica llamada de un pueblo que sufre. La embajada de los padres de familia que dejan sus hogares confortables, vestidos con hábito de peregrino, para adentrarse en la sierra fragosa y helada, exponiéndose en sobremanera a la privación y al peligro, dan a entender dos cosas. O la gran fe del pueblo que los envía, o la extrema necesidad de buscar remedios con urgencia, o ambas a la vez. El mérito de este bravo pueblo del Alcalatén histórico, es el haber mantenido casi incólume, este complejísimo y ritualizado acto. Su impoluto espíritu indómito. El no haber sucumbido al tiempo y las modas, a los aires nuevos y a ideas estrafalarias, que de todo ha habido en la viña de Useras.

    Más allá de la foto para el recuerdo, de la postura más o menos piadosa del peregrino. Más allá del encanto visual, de la gran riqueza cromática de esta vieja procesión. Más allá de la moda televisada de hoy, su gran proyección costumbrista y popularidad mediática extramuros. Del seguimiento masivo por coleccionistas de hitos y ritos, catadores de experiencias sensibles y religiosas muy someras, del esfuerzo de caminar por sendas de herradura en una hibridación snob, entre hobby y deporte. Más allá de lograr robar una foto imposible que entronque con el misterio y leyenda de los peregrinos. Mucho más allá de todo eso, está el corazón de un pueblo. Useras o Les Useres, es un bello pueblo del interior, recoleto, altivo y solitario. Ayer frontera feudal de los Urrea con el maestrazgo de Templarios, Hospitalarios y Montesianos. Hoy en tierra de nadie. La modernidad de los años del desarrollismo lo dejó solitario, sus moradores buscaron otra forma de vida en Castellón, Alcora o la misma Cataluña, y lo abandonaron, como tantos y tantos pueblos de España.

    Todo hubiera sucumbido si en el fondo de su alma, el userano no llevara grabado a fuego en su inconsciente colectivo, el viejo ritual del consueta de sus ancestros. Eran peregrinos por la vida donde quiera que fueren, y peregrinos también, al menos en pensamiento, cada último viernes de abril de cada año. Cuando en la oscura madrugada las golondrinas, cantan junto al balcón con los faroles aún encendidos, y los ruiseñores trinan por las huertas que riega la fuente; mientras unas sombras en fila de uno, escalan las calles del pueblo hacia lo más alto, donde se halla la iglesia de la Transfiguración del Salvador. Van a iniciar la gran ceremonia del peregrino, prepararse para dejar el calor del hogar y la comodidad; para salir al mundo, a lo desconocido. Eso sí, bajo el amparo de San Juan Bautista y del Dios Trino y uno. Bajo el manto protector de la tradición de sus padres y abuelos, que hicieron el mismo camino en otros tiempos, con distintos avatares pero con idénticos peligros.

    Poco o nada ha cambiado de la vida de los hombres, nacer para vivir y morir. Los peregrinos nacen, van a San Juan de Peñagolosa y también mueren, pero su espíritu se una a quienes cada año remontan valles y collados, por destartaladas sendas de herradura. Cuando caminan lo hacen bajo el peso de la responsabilidad del diputado. De quien va a solicitar merced y favor del cielo, en delegación del resto de la comunidad que le espera ansiosa. En cada gesto se repite la historia de siglos. En cada estación y canto, se juntan las voces de muchos en súplica lastimera. En cada postración de humildad ante el Dios de Jesucristo, hay un beso a la tierra que le vio nacer y que le manda de emisario, de protector, de hombre santo. Pues bajo cada hábito azulado no hay un menganito o fulanito, existe un voto imperecedero y casto, filial y sincero con el pueblo. Cada rosario de cuentas, engarzado al cuello como galeote en promesa de fidelidad. Cada rosario rezado entre el suelo pedregoso, y el sudor salobre azuzando el cuerpo, mortifica el alma y desata el consuelo de saberse útil y provechoso, dúctil a la mano de Dios, acariciado por la ternura del pueblo convertida en hiedra bajo los pies desnudos. Muchas cosas se han escrito sobre los Peregrinos de Useras, todas hermosas, detallistas, concretas, que ilustran y enervan los espíritus sensibles y buenos.

    Cuando esta crónica salga al aire, habrán comenzado el triduo. Las barbas poblarán sus rostros y el pueblo anda en preparativos para el largo camino. Un año más, que no es nada en la vieja historia de los Peregrinos. Yo iré a verlos, puede que camine un tanto alejado con ellos. Veré el pueblo fronterizo y anclado, impertérrito en ese adusto montículo. Cuando mire a un peregrino con su hábito azulado, y el rostro oculto por luengas barbas y sombrero alicaído, no dejaré de ver el tozudo empecinamiento de un pueblo. Llamado a resistir los envites del tiempo, empujando a sus mejores hombres a una prueba suprema de esfuerzo físico, estampa y recoveco de ternura de una época y de un tiempo. Cuando la fe en Dios, era un fin supremo. Cuando pedir la salud, la paz y la lluvia del cielo, era un acto de humildad y de saberse frágil, prescindible y caduco. Bendito tiempo.

     

     

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