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Campanadas a muerto

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    Campanadas a muerto- (foto 1)

    Hace mucho tiempo que los toques a muerto del campanario no sonaban tan frecuentes. Tres toques finales, hombre. Dos toques, mujer. Cada invierno es una muralla invisible a escalar para los más viejos, y para los que sufren enfermedades graves. Es como una lucha enconada por alcanzar la primavera, el camino al resurgir de la luz, donde todo se sucede más plácido y amable. Temperaturas agradables, luminosidad celeste, verdor en la arboleda y por encima de todo, el color exuberante de múltiples flores. La llegada de la primavera, repara espíritus  rotos y aleja el temible presagio de la cita invernal con la muerte.

    Llevamos un año aciago con vientos enloquecidos, y temporales que lamen con saña nuestra piel de toro. Llevamos demasiado tiempo con déficit de alegría. Bien sea por la epidemia que nos corroe, bien sea por sus consecuencias que no dejan a nadie indemne ni indiferente a sus dramas de variado calibre. También por la inacción o incompetencia de nuestros dirigentes políticos, más preocupados de sus poltronas y prebendas, que del sentir del ciudadano a quien deberían servir. Sí, deberían. Hay demasiadas campanadas a muerto. A la muerte física, y a la muerte del espíritu e ilusión ante una inanición general, provocada por el estado de sitio al que nos han condenado. Es como si estuviéramos reviviendo las siete plagas de Egipto, anonadados, desnortados e indefensos.

    Muy duro es no poder despedir a un familiar íntimo, ni a un amigo. Ni siquiera acudir a su sepelio, a ese funeral cristiano que nos reconforta en el consuelo y devuelve la esperanza en una resurrección, prometida por quien entregó la vida para el rescate de muchos. “Yo soy, la resurrección y la vida. El que cree en mi aunque muera, vivirá”. (Juan 11: 17-27) Y es que nos quieren robar hasta la fe de nuestros padres y abuelos. El perdón de Cristo. “Liberame Domine de morte aeterna”. Parece ser que para el hombre moderno, es imposible creer en Cristo y en cualquier hipótesis sobre el mundo sobrenatural. Así que bajo estas premisas, la estancia terrena se convierte en una vida inútil en el mundo y en el universo, vaciados de todo significado.

    Decía Víctor Hugo, que: “Para divisar a Dios, el ojo necesita a menudo la lente de las lágrimas”. En esta soledad que nos toca vivir a todos, hay que saber escuchar a Dios. Porque Él habla en el silencio. Por eso, los hombres santos siempre han buscado el desierto, porque allí en ese lugar abrupto y solitario, se escucha mejor su Voz. Siempre nos quejamos de que Dios calla en situaciones adversas, pero quizás seamos nosotros quienes no sabemos escuchar, inmersos en la algarada y el ruido. Estamos viviendo una situación única para abrazar o reverdecer la fe. Sin fe no somos nada. La fe es como las luciérnagas, necesita de la oscuridad para hacerse ver. Y en esta situación oscura es bueno saber, que existe una Luz capaz de dar consuelo y sanar almas.

    Existen muchos testimonios de dramas acaecidos en las camas de hospital. Y si tuviéramos esa Fe viva en el Cristo Vivo, y no solo en el de madera del calvario, -que también- lo veríamos al lado, en el lecho agonizante de una habitación de hospital. En la celda de una prisión, en los horrores de la guerra, en la miseria, en la vejez, la soledad, la traición, el abandono, la desilusión, el fracaso, la decadencia, la humillación, en todo padecimiento físico, psíquico y moral. Bien nuestro, o de familiares y amigos. De los compañeros en la vida, en situaciones límite, a las que no estamos acostumbrados, porque ya se han preocupado de ocultar “el Valle de Lágrimas” que en realidad es el vivir, para vendernos que todo es color de rosa y las desgracias les pasan siempre a los demás. Y no es nada de eso.

    Nuestra realidad es muy dura, aunque pretendan edulcorarla por manidos intereses. Pero incluso antes de esta pandemia, solo había que hablar con cualquier capellán de hospital o de cárceles, de un psiquiátrico, con los misioneros en el tercer mundo, que todos ellos se dan de bruces contra las murallas del dolor, la pena y la desgracia. En todas estas situaciones extremas, el ser creyente te hace fuerte, tranquilo y sereno. Aunque tengas que soportar chanzas y burlas de los que están contra la Religión, porque ellos la odian y a veces sin saberlo, son prisioneros de sus propias redes ideológicas, convertidas en su ferviente e irrefutable religión. 

    Para ser cristiano solo falta creer en un milagro: el de la resurrección de Jesús, base y fundamento de toda la fe. Solo la luz de la Pascua te da la clave de la verdad, la resurrección del Crucificado que sale victorioso del sepulcro al tercer día, vivo y glorioso por siempre. Y ese es el mensaje que nos transmite a nosotros en las horas de tribulación que estamos viviendo. Cada toque de muertos, para Cristo es una loa a la vida eterna. Una entrada al más allá, alejado de la tristeza y dolor que nos produce la pérdida de un ser querido.

    Jesucristo se dirige a cada uno de nosotros de forma individual, su mensaje es primero íntimo y después colectivo. No por casualidad la confesión es individual. Y el juicio final será para cada hombre con su nombre y apellidos, con su propia historia personal puesta en la balanza. Por eso es tiempo de conversión en esta situación crítica y ya cercana la Cuaresma, donde la Iglesia convoca a los fieles, y por boca de los sacerdotes (alguno incluso indigno y reprobable, pero su labor es la de ser instrumento) proclama la Buena Nueva y el arrepentimiento, cualquier que sean las culpas, serán borradas por el perdón de Cristo.

    Un joven ateo convertido, dijo en cierta ocasión: “El otro mundo será una gran sorpresa para los intelectuales descreídos, para aciertos sabihondos presuntuosos, para los dandis “librepensadores”, etc. será una sorpresa porque no solo descubrirán con enorme estupor que el Más Allá existe realmente, sino también porque serán objeto de la espléndida ironía divina…y lo mejor es que les encantará. Porque Dios les habrá devuelto aquella infancia, aquellos días luminosos que siempre añoraron…”

    No temamos a los toques de muertos, nuestros familiares y amigos están en la paz de Cristo, a su lado. Queda siempre el dolor de la despedida, pero también la esperanza de tornar algún día a su reencuentro. Esa es nuestra fe. Que ni es de izquierdas ni de derechas, es de otra dimensión. Yo estuve enfermo muy grave, pasé muchos días en el umbral de la muerte. Me dio la extremaunción un sacerdote católico, concretamente mosén Pepe Navarro, en aquella oscura habitación de una UCI, después de rezar “Bendita sea tu pureza” a la santísima Virgen. De ello hace ocho años, dos meses y catorce días. Podéis creerme. Sé lo que escribo. 

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