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Per Vicent Albaro
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Hogueras en la noche de San Antonio

    Por la festividad de San Antonio Abad, -patrón de los animales-  es costumbre antigua encender  hogueras al anochecer de la víspera del día del  Santo, como lo es  también la bendición de los animales. En ese frío dieciséis de enero de mil novecientos diecinueve, nuestro hombre acaba de sembrar los ajos al bancal de la huerta, los ha abonado con las cenizas acumuladas del hogar desde hace días, con la mirada fija en la luna vieja que le apremia a comenzar en breve la poda de las viñas. Llegará al hogar a lomos de su mulo royo hacia el mediodía y por la tarde hará descanso obligado, porque debe preparase para la fiesta que cada año, desde que el tiempo es tiempo, concentra todas las caballerías de la villa en torno a la iglesia para recibir la bendición del párroco.

    Así que tras una frugal comida de caliente y unas rebanadas de pan lamiendo el plato, él y su esposa rebuscan en unos viejos arcones de madera, unas aparejadas de vistosos colores para engalanar al animal que acudirá presto con su dueño a la cita vespertina. Durante toda la jornada y anteriores, grupos de chiquillos y vecinos han ido acumulando leña y enseres desechables para formar una gran pira que ocupa el centro de la plaza. Es un día muy importante porque todos los labradores del pueblo, esperan acudir a festejar al Santo que protegerá a su bien más preciado, el animal que procura comida y bienestar a los hogares: Caballos, mulos y asnos, caballerías mayores y menores como se las enumera en las estadísticas oficiales.  

    La mujer de la casa junto con familiares, han elaborado distintos dulces caseros que regarán con unos sorbos de mistela, obsequiando a los amigos que se concentren junto a la hoguera. Un sutil aroma de anís recorre la estancia de rústica mampostería, encalada hasta el techo. Varias gavillas de romero y tomillo se agolpan junto a la puerta, se lanzarán al fuego para perfumar amablemente el aire, cuando pase la procesión del Santo Abad. A media tarde el cumulo de combustible de la hoguera está en su cénit, va logrando una altura considerable casi, casi, a la altura de las tejas de las casas. En muchos hogares de la villa, se están sucediendo los mismos rituales que vamos desgranando. La abuela está preparando unas linternas de aceite, otras con velas de cera para encender durante el paso de San Antonio. Las instalarán en los herrajes de la pared de la casa, conformando un pequeño retablo con su estampa, donde se rezarán jaculatorias y Avemarías para espantar los demonios.

    Va anocheciendo y por las calles casi oscuras, donde apenas ilumina un farolillo en la esquina, van sucediéndose trotes de caballerías con sus cascos herrados, limpias e impolutas, enjaezadas con las mejores aparejadas que vestirán jamás. Los jinetes se van agolpando a medida que se acercan a la plaza de la iglesia, van de negro con sombreros y negras capas. La luz crepuscular se pierde por los aleros de los tejados, igual que las densas humaredas de las chimeneas que calientan los hogares en esta noche ya de invierno. Más de trescientas caballerías mayores y menores se agolpan en la plaza, estables o  en trotes más o menos briosos. Se escuchan campaniles, esquilas, cascabeles y gritos de comando de los jinetes, todos juntos en una ruidosa algarabía.

    En un momento aparecen los clavarios de la fiesta por las cuesta de la plaza nueva, son tres jinetes que portan el estandarte de San Antonio en rigurosa procesión y medido ritual. El resto de hombres concentrados les abren pasillo, apartándose a un lado mientras suena un volteo de campanas que enerva a alguna caballería joven y neófita. El trajín de cascos y cascabeles, se mezcla con los gritos desacompasados de los jinetes que apenas caben en este recinto. A la hora establecida se abre el portón de la iglesia, acto seguido aparece el señor cura con los monaguillos y la cruz procesional, el agua bendita con el hisopo y el breviario en la mano. Con una solemnidad aparente, el cura comienza a elevar cánticos en latín que ensalzan las virtudes del santo de la Tebaida. Sigue con varias moniciones pidiendo por la salud de personas, animales y campos. Pero pone especial énfasis en esas caballerías que están ante él, soporte vital de las familias, principal motor de la economía de la villa y demás pedanías colindantes. Cuando acaba su sermón, se hace un tenso silencio, y se prepara para la bendición. En ese preciso instante, todos los congregados encienden gruesas y toscas hachas, la oscuridad de la noche se amortigua con una ligera penumbra de los ciriales ardientes.

    Entonces pueden verse con reflejos de claridad, los tonos bermejos y amoratados de las caballerías. Con esas filigranas de las cabezadas, de espejuelos, penachos, borlas y flecos. Mandiles, petrales, mantas, albardas y monturas, tonos encendidos en contraste con las capas negras y pardas de los arrieros, que ejercen de telones que se diría que abren y cierran conforme las caballerías se mueven a los lados, adelante o atrás. Todos se descubren sus sombreros y boinas en señal de respeto, cuando el sacerdote pronuncia la bendición. Todos agachan la cabeza cuando el agua salpica sus enjutos rostros quemados por el sol. Concluida la bendición, el clavario mayor eleva el guión del Santo Abad al cielo, pronunciando un sonoro y majestuoso: ¡Vitol a San Antoni!  Hasta tres veces repite el ceremonial, lo pasa a sus dos compañeros que repiten la rogativa, devolviendo el estandarte al clavario mayor, quien antes de cubrirse la cabeza con el sombrero –operación que realizarán todos los congregados- reza en voz alta un Pater Noster que es respondido por la concurrencia, y repitiendo otro sonoro Vítol, espolea la caballería iniciando así la cabalgata por toda la población.

    El sacerdote y su comitiva esperan con la luz de Cristo encendida en la puerta de la iglesia mayor, a que el último jinete se pierda por el callejón de la calle de los moros. Vuelven a sonar las campanas en volteo general. Todos los jinetes van en riguroso orden portando un hacha encendida, el ruido de cascos sobre el empedrado es ensordecedor, y sobresale la voz de los clavarios ensalzando al santo y respondiendo la concurrencia en un caótico alboroto. En las casas se suceden los ciriales y farolillos en las fachadas. Las mujeres de riguroso negro y pañuelos en la cabeza, rezan el rosario mientras las caballerías y sus jinetes pasan frente a sus hogares. Gritos, trotes, campanillas, cascabeles, esquilas y rezos se suceden en desacompasadas secuencias en esta primera vuelta, que concluirá en la plaza donde partieron. 

    Al llegar a las hogueras, algunos vecinos les obsequian con absentas y licores, algún trozo de pan y embutidos. Al calor del fuego se reúnen los vecinos para observar la comitiva, mientras ese fuego es ahora el señor de la noche iluminando edificios y gentes, forjando sombras fantasmales, aportando un calor infernal al entorno propio de demonios y seres del Averno, que tentaron a San Antonio en el desierto. Los niños miran atónitos el cuadro con rubor y temor, los mayores atentos a lo que acontece ante sus ojos, no saben que presencian lo más parecido a un auto sacramental de la edad media, con quema de herejes incluida, pero adecuada a tiempos modernos. Todo transcurre con esa cadencia lenta pero precisa y sistemática, del andar del cuadrúpedo doméstico. En un punto determinado, donde los clavarios han establecido la sede de la fiesta, se reparte por orden riguroso una pieza de pan dulce en forma de “Farinosa” a cada participante que guardarán como un tesoro. Y en llegar al lugar de partida, donde se bendijeron las caballerías y ahora en la más absoluta soledad, comenzarán una cabalgada anárquica por toda la población, discurriendo en tropel desordenado al final de la noche, ya cada cual a su hogar de origen.

    Tiempo más tarde en su hoguera vecinal y después de dejar a su acémila en la cuadra, bien cuidada y el pesebre lleno, cenarán en familia y junto a amigos hasta bien entrada la velada, si la escarcha nocturna no lo impide. Mañana 17 de enero, festividad de San Antonio Abad, será otro día y otra historia.

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    comentari 1 comentari
    Vicent Bosch i Paús
    Vicent Bosch i Paús
    22/01/2019 07:01
    A finals dels cinquanta i principis dels seixanta...

    A finals dels cinquanta i principis dels seixanta... els que érem xiquets en aquella època anàvem a tallar esbarzers i fer preses amb ells i amb una corda els portàvem al seu lloc on és quedàvem fins al dia de la "Matxà"; encara que a vegades es furtava o cremava el que s'havia guardat. La llenya era cosa dels majors.

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