El gallo de Navidad
A muchos les entristece la Navidad, pues les recuerda la feliz inocencia de la infancia. La pérdida de aquella ensoñación almibarada: vacaciones de la escuela, belenes, árbol con estrella y espumillón, villancicos, turrón, dulces, lotería…y que concluía con el ansia de los regalos de Reyes, en esa mágica fabulación donde todos somos cómplices en mayor o menor grado. A cierta edad la melancolía es mayor, cuando las ausencias de las personas que quisimos, se hace patente de forma atronadora. Al final nada concuerda, ni la felicidad pregonada con clarines de consumismo, ni perfumadas colonias exhibidas por cuerpos imposibles. Y llegas a la conclusión de que todo es mentira, al menos lo que te quieren vender de forma tan superficial y artificiosa.
La Navidad conmemora en la cultura cristiana, la venida al mundo de Cristo Jesús. Es una venida de salvación espiritual, una renovación de lo nuevo por todo lo viejo que nos tiene decepcionados, desengañados, resabiados. Es como un lavatorio para dejarte nuevo y curarte las heridas del alma. Solo que para admitir esto, es necesario reconocer que el hombre tiene una dimensión espiritual en su naturaleza, y eso es otro cantar. Buscar la felicidad del anuncio es un absoluto fracaso, propio de inmaduros o de muertos vivientes. Los brillos de las luces navideñas y la presión mediática, enajenan y entristecen a quien lleva la tristeza pegada en la joroba y aún no se había dado cuenta.
El mismo niño Jesús, vendrá al mundo pobre, entre pajas y olor a estiércol de animales, en una destartalada cueva. Pues le niegan posada y techo a sus padres, padecerá destierro y persecución nada más nacer. ¿Tiene todo esto significado con el despilfarro y el consumismo de estas celebraciones?. ¿Con los que nada tendrán?. Parece obvio que no demasiado. Pero lo cierto es, que en la mentalidad de muchos de nosotros, subyace ese plan egoísta de que todo tiene que salir perfecto. Y si no, no es navidad.
Recuerdo de niño, cuando en casa de los abuelos se mataba el gallo por Navidad. Guardo una cicatriz en mi rostro, de uno de esos iridiscentes emplumados señoritos de corral, al que le haría alguna diablura de chiquillo, y un día se vengó con un picotazo aéreo. Era todo un ritual sacrificar el gallo por esas fechas, como imagino que cualquier otro animal doméstico, y poner al servicio de la gastronomía familiar. Recuerdo la espesa sangre fluir al cuenco para hacer después, las pelotas del arroz. Y trocear las tajadas, una a una, y dejarlas en el lebrillo, con las patas, la cresta y las barbas como el mejor manjar. Y lo mismo con el conejo, solo que a éste no lo desplumaban, sino que le quitaban el abrigo de piel, para intercambiar luego al pellero por unas cajas de fósforos. A mi con este espectáculo de autoconsumo, se me quitaba la magia de los armoniosos villancicos del colegio la Salle, en franco contraste, cuando mis viejos daban matarile en el corral. Solo recuperaba la magia el día de la gran comilona familiar.
Aquello era una lección práctica de vida, y más lo era que los Reyes venían pobres como ratas, pues no les gustaban las algarrobas, y sí el aguardiente, y de eso no les habíamos puesto la noche anterior. Así que apechugar con lo habido y aún gracias, que en tal otro sitio, habían pasado de largo o repetían el regalo del año anterior. Los dulces hechos al horno comunal por abuelas y madres se componían de: contadas magdalenas, justos los almendrados, y algunos rollitos de anís, cuatro higos albardados y vas que te chutas. Así que en aquella Navidad, no había motivo para estar triste porque todo eran extraordinarios, y las ausencias familiares se reconfortaban con una plegaria cassolana. Eso sí, a las once y media el tío Nelet de Marco, que tocaba el bombardino en la banda de música; en Nochebuena lo cambiaba por la bandurria, y desafiando el frío se encaminaba por las oscuras callejuelas, a tocar l’Albá a la plaza de la Iglesia. Bien abrigado con las panas de rigor, sombrero de fieltro negro y la bufanda de lana alrededor del cuello.
Recuerdo un año, que a mi tío Nelet, el músico, se le escapó el Gallo de Navidad de entre las manos, descabezado corría y corría sin parar por la estancia, poniéndolo todo hecho un asco, hasta que logró cazarlo. Me pregunto si muchas veces, nosotros no somos como ese gallo de la infancia, que corremos descabezados víctimas de la desazón, mientras nos desangramos. Y con ese estúpido empecinamiento, somos unos muertos vivientes que caminamos a ciegas, después de extraviar la fuente de la sabiduría de la que manan la sencillez y la felicidad.
Se están perdiendo lamentablemente de nuestro vocabulario coloquial, acepciones clásicas que casi son irrecuperables. Ai Gallo, Ai parit, Ai salao, Galut, Galapo, Mantussano, Milotxa, Melindrosa, Samugá, Llemuja, etc...muchas de estas palabras son localismos, otras componen un rico patrimonio que por desuso de la lengua, o por homologación genérica del valenciano, es imposible escucharlas. Algunos eruditos y los más viejos el luhar, podrían confeccionar un jugoso diccionario.