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De aquellas fiestas lejanas

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    De aquellas fiestas lejanas- (foto 1)
    De aquellas fiestas lejanas- (foto 2)

    En estos días ha visto la luz el libro de fiestas del Cristo de mi pueblo.  El año pasado por razones obvias no hubo ni libro, ni fiestas. En esta ocasión se han animado a hacer un pequeño programa de actos muy reducido, y a tenor de las circunstancias serán unas mini fiestas. Me niego en redondo a catalogarlas con el estúpido slogan de “no fiestas”, jaleado por tirios y troyanos. Si hay actos festivos, aunque sean pocos no puede ser no fiesta, pues la hay y por lo tanto es un sí fiestas aunque reducido a la mínima expresión.

    Las fiestas de Alcora aparecen en el calendario agrícola después de la siega del cereal, y antes de la vendimia y recogida de la algarroba, concretamente a finales de agosto y primeros de septiembre. Las fiestas han sido siempre tiempo de romper la monotonía existencial, motivo de jolgorio, de convivencia vecinal, de amistad, de roce, de gozar de actos especiales por unos días, y que ya no volverán hasta doce meses después. Tiempo de reencuentros, de abrazos y besos, de reunión ante una buena mesa y sobre todo, y por encima de todo, de cumplir con la tradición de los antepasados, en este caso se trata de acompañar la imagen de un Cristo crucificado desde la iglesia al Calvario, cirio en mano, con devoción, respeto y silencio.

    Hubo unas fiestas a mediados de los años sesenta y setenta del pasado siglo, en que la reina y damas de fiestas decían en radio y prensa, que los actos más importantes para ellas eran la proclamación y la procesión. Esto cambió muchos años después con algo de culpa por mi parte, pero nos vamos a centrar en esa década en que mi pueblo ya era industrial azulejero, exportador a muchos países y se las prometía muy feliz con su incipiente industria cerámica.

    En esas fiestas el elemento central, todavía eran los actos religiosos por un lado y por el otro las verbenas y los toros. El día de difuntos, la misa mayor cantada y la procesión eran seguidas por muchos paisanos, que rememoraban la tradición del recuerdo y respeto a sus mayores, con la gratitud o petición de gracia a un Cristo milagroso, que se abre en brazos abiertos a todo el pueblo desde el camarín de su ermitorio, en la colina del calvario.

    El elemento taurino era esencial. Cuando el corro se instalaba a la vera de la plaza de España, cada día se acercaba una multitud de toda edad, para ver el aspecto de las vacas y toros que se exhibirían en la prueba por la tarde. Cuando la lidia y sin los masivos carafales de ahora, tener un balcón era un privilegio al alcance de pocos, la mayoría encaramados en las barreras de cuerda de esparto en trenilla, en la escalera con cuerda atada a una reja; o en las puertas donde se ataba un cabirón en el centro, como protector del escondrijo. Algunos carros aislados hacían las funciones de carafal, y varios maderos a modo de parrilla, protegían a los bares y al trajín de sus parroquianos.

    Pero donde la mitología tomaba cuerpo, era en el toro real. En  su prueba vespertina y la embolada nocturna. Ni que decir tiene que cada pueblo tenía su fama.  Decir el bou de Onda, o el de tal o cual sitio, imprimía una categoría especial y atraía a una multitud ingente de aficionados que colapsaban el pueblo.  Porque en aquellos años del final del franquismo, en muchas ciudades de la Plana no había toros. Incluso un gobernador se empeñó en prohibirlos en los pueblos, se hacían vacas emboladas con bolas de goma, y no pudo con ello. De las broncas de mi niñez, recuerdo una sonora de toda la juventud a grito pelado, frente a la casa del alcalde Francisco Grangel, que más que pedir toro parecía el motín de Esquilache.   

    El toro era y aún lo sigue siendo, un elemento casi único y central en el programa festivo. Desde la recepción del animal encajonado, y arrastrado con una larga cordada por la chiquillería hasta su corro. Pasar por la casa de la vieja Vila, donde descansaba el animal hasta su lidia del sábado, era un ejercicio de valentía para los chiquillos que aceleraba los corazones, saber que el mítico toro estaba allí, a la espera del mítico ritual del fuego. Hasta que llegaba el día, en que se consumaba la lidia por callejones oscuros y estrechos, al son del fuego y cascabeles. Es imposible al oler el humo de esa brea quemada, no retrotraerte en el tiempo. Y tras la lucha y el sacrificio, todo acababa en una buena mesa con esa carne roja y fibrosa, que en un buen plato de tombet, ponía fin al rito.

    La cordá a mediados de los setenta era una batalla campal a base de cohetes borrachos, o carretillas. Plaza España y adyacentes constituía el punto neurálgico de madrugada, de aquellos locos que se gastaban una fortuna tirándose cohetes, unos contra otros. Veo rostros perdidos ya, y actos de valentía de los inmóviles, mientras una tormenta de chispas y explosiones lo rodeaba todo. Monos de trabajo, pañuelo al cuello, pantalón dentro de botas militares, cascos de moto, toda protección era poca y no cabía ningún recoveco donde el fugaz cohete pudiera penetrar. Valientes con quemaduras superficiales y heridos, y todo el pavimento con marcas grises de pólvora eran el resultado de la estruendosa batalla.

    Y las vaquillas, con la algarabía de los cañizos, rodadores de época, la merienda donde se disfrutaba de buenos ágapes, y de una gozosa amistad hoy perdida. Tras la merienda aumentaba el contingente de rodadores, y los sustos se radiaban en los gritos desde balcones, miradores y ventanas. Y en la prueba del mediodía, con una Entrá épica, donde corrían los jóvenes mientras los viejos azuzaban sus gayatos a la vera de la acera. Sin excesiva protección, y solo a veces, la manada se revolvía y tornaba al río a pastar junqueras y gramíneas, con el susto consecuente.

    Mención aparte reseñar el partido de futbol del C.D. Alcora en los Viñals contra equipos de solera, o la carrera ciclista por la población seguida por numeroso público. Con las verbenas se abría la veda para la juventud, una juventud inquieta y vigilada por el gran hermano de aquel tiempo, las vecinas a la fresca que controlaban todo a su paso. Aún con la Pista Jardín construida, pasar del cuartel de los civiles para abajo, era un reto que pocos asumían. Por ello las orquestas daban pábulo a toda la libertad posible en aquellos días ya lejanos, era como el día de la Dobla pero con más oportunidades de ligar, de acercarse a las chicas sin temor al cliché, ni a los dimes y diretes de turno.

    Leeré con gusto el libro de estas próximas fiestas, tan minúsculas como quizás, necesarias. Aunque solo sea para evitar que la rutina impuesta y la situación de enclaustramiento que nos corroe, no acabe con lo bueno que la vida nos ha dado. Las fiestas en definitiva, son una explosión de alegría colectiva que nos hace mucha falta. Convivir con respeto y alegría sincera será una asignatura que tocará volver a aprobar. Porque no estamos saliendo mejores. Ni de lejos, tan lejos como los rostros que se me han aparecido al escribir estas letras. Algunos no volverán. Otros, pudiendo quizás no quieran volver. Hemos cambiado y aún no nos hemos percibido del abismo que se ha abierto en nuestras vidas. Quizás tender puentes sea de lo más sensato que depare el futuro. Y ese futuro se repara, también, con el recuerdo de los que ya no están, pero siguen viviendo en nosotros.

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