La locura de mis mariposas XVI
— ¿Estás seguro?-- insistió la mujer, presa de un atrevimiento insultante.
A estas alturas del conflicto, los allí presentes, sin prisa pero sin pausa, comenzaron a dispersarse, unos en dirección al instante del pan, otros se escudaron en buscar productos olvidados de última hora y se quitaron de en medio, las madres tomaron de la mano a sus criaturas y se alejaron prudencialmente. Aunque no tanto como para que la distancia les privará de la diversión. Por otro lado, las clientas más mayores pululaban activas, como abejas alrededor de una colmena, mientras repetían para ellas mismas en voz alta, con la equívoca idea de que nadie las escuchaba:
– Qué poca vergüenza, pobre chica. Claro, como el gobierno no manda está gentuza a su país, pasan estas calamidades.
Extrañamente aquel grupo de personas reunido alrededor de las cajas fue mermando, de tal manera, que tan solo quedamos en escena tres protagonistas; la mujer robada, el extranjero señalado de hurto y yo, que para mí mala suerte no podía, en modo alguno y no por falta de ganas, moverme de allí.
– Estoy segura de que has sido tú – Insistió con terquedad la batalladora mujer–. ¿Ha sido él, verdad, Mari?-- preguntó a voz en grito mientras me miraba buscando mi apoyo.
Supongo que tardé más de lo deseado en reaccionar, me encontraba aturullada, aturdida, sorprendida, despistada, asustada y todas las palabras acabadas en «ada» que me vinieran a la mente.
– En primer lugar, no me llamo Mari, me llamo Elvira. Lo pone claramente en la chapita identificativa que nos obligan a llevar en el uniforme, aunque por algún motivo aquella señora decidió ignorar aquel pequeño detalle.
A estas alturas del embrollo, mi corazón ya palpitaba a tal ritmo que estaba segura de que acabaría estallando en mil pedazos, por verme involucrada, sin comerlo ni beberlo en tamaño problema. Era perfectamente consciente de tener tan abiertos los ojos, que un grado más de tensión en el ambiente y mis globitos oculares podrían salir disparados de sus cuencas como pelotitas de ping pong sin rumbo. Tenía extraviada la mente en un torbellino de pensamientos sin saber en qué lado posicionarme, ni qué puñetas decir, puesto que concentrada cómo estaba minutos antes en el desarrollo de mi trabajo, no había visto ningún comportamiento extraño. Por tanto, la petición insistente y machacona de la clienta, en busca de una afirmación que reforzase su teoría, me estaba resultando agobiante. ¿Y sí le habían robado la cartera antes de acceder al establecimiento? ¿Cómo resolvíamos entonces el aprieto? ¿Qué se le decía a un acusado injustamente? ¿ En qué lugar estaría yo si le daba la razón a la parte equivocada?.
Finalmente el hombre decidió hablar y lo hizo con voz ronca y extrañamente controlada, pese a que la agitación era más que evidente por la tensión de su cuerpo.
— Puedes registrarme si quieres – las palabras sonaron a provocación — Vamos allí y me registras — dijo mientras señalaba la puerta del baño, que se encontraba a escasos pasos de donde estábamos los tres en ese momento.
Ante la negativa de la mujer qué presa de un monumental cabreo, se negó a seguir sus indicaciones y acompañarlo hasta el baño, ocurrió lo que ninguno de los presentes en el local hubiera esperado ni en sus más locos sueños: el acusado de tan reprochable acto, ofendido, se arrancó la ropa de trabajo en apenas dos movimientos, para gozo de algunas mujeres y falsa ofensa de mojigatas, quedándose expuesto a la vista de todos semi desnudo.
Se hizo tal silencio que incluso el hilo musical enmudeció. Allí, en medio de la sala, como si fuera la cosa más natural del mundo, se podía contemplar a un Adonis de carne y hueso en estado puro. Metro ochenta y cinco tal vez, centímetro más, centímetro menos, vientre plano, piel bronceada, brazos musculosos….. En fin, por la gloria de mi madre, el equivalente a un dios de la guerra de los países nórdicos que podía, sin esfuerzo acelerar la libido de todas las mujeres entre dieciséis y noventa y nueve años, siempre y cuando no se le prestara excesiva atención a unos slips que algún día fueron de color blanco y al desagradable roto en la costura trasera a las a la altura del esfínter.
Si se pasaba por alto el descosido, y el punto justo en que se hacía visible un hilo que colgaba descaradamente entre las dos piernas, un tanto separadas, aquellas carnes prietas, cubiertas por una capa fina de vello, no perdía un ápice de su atractivo salvaje. Definitivamente aquello era más de lo que yo podía soportar en un solo día.
Apareció una pareja de la guardia civil que alguien avisó de manera anónima. Me atrevería a asegurar sin temor a equivocarme, que si los agentes se hubieran descolgado desde un helicóptero, la sorpresa no hubiera superado la escena anterior. Como fuera, lograron reconducir con éxito la situación y pusieron con prontitud freno a aquel desvarío.
Pero si de algo me quedé convencida, es que aunque lógica, natural y razonable, la actuación de la guardia civil contrario a buena parte de las clientas allí reunidas. Se adivinó por el lenguaje no verbal, se vio a las claras molestó muchísimo qué invitaran a cubrirse al hermosísimo exhibicionista, y que contra todo pronóstico, el obedeciera con tanta facilidad.
Supuse que todas, incluso yo, esperamos un punto de rebeldía. Todas sentimos un deseo vehemente de seguir disfrutando la visión de aquella maravilla, aunque implicara tamaña insensatez.
De nuevo en casa me metí en la ducha y pareció que el agua arrastraba parte del cansancio acumulado, no sé por qué motivo me incliné para observar con detenimiento mis pies. Curiosamente cada uno de ellos llevaba la carga genética de uno de mis progenitores. El derecho, con el tiempo, desarrolló unos dedos encogidos, de forma raras y difíciles de describir. Junto al dedo gordo y en la parte izquierda del mismo, un robusto hueso comúnmente común conocido como juanete, se levantaba en todo su esplendor ufano y arrogante, presumiendo su enemistad, con algún que otro par de zapatos.
Aquel pie era herencia indiscutible de mi madre, que a falta de millones me dejó como recuerdo una estructura ósea calamitosa en aquella parte de mi físico. En contrapartida el pie izquierdo, aún siendo parte de la misma persona que la anterior, presumía de unos deditos rectos y ninguna anomalía, idénticos a los que lució siempre mi padre. Inmediatamente después, un par de piernecitas finas, como patitas de gorrión, servían de base a una antipática barriga de piel tirante, sin estrías de momento. Una vez más, me arrepentí de haber abandonado las clases de zumba tiempo atrás. Cierto es que eran entretenidas, que conocí gente estupenda, que la profesora derrochó paciencia conmigo…, ¡pero me daba tanta rabia no seguir los pasos!. Y es que cuando las alumnas, siguiendo la coreografía, avanzaban en una dirección, yo obstinada en mirar los pies de las demás, perdía el hilo y se me iba el santo al cielo. Ni que decir tiene, que el resultado solía ser nefasto. Cuando el grupo de alumnas, al ritmo de la música, llevaban recorrido la mitad del salón donde recibíamos la clase, yo, sonriente y feliz como una gacela, andaba a mi aire, como Dios me dio a entender dando tumbos sin ton ni son. Cuando las chicas daban un giro a la derecha, perfectamente sincronizadas, yo, sí sin saber cómo, me limitaba a dar vueltas sobre mí misma como una peonza y acababa mirando en la dirección que nadie esperaba.
En aquel tiempo me reí mucho, muchísimo, pero un día, tal vez por estar depresiva o quizá por sentido común, me empeciné en creer que las demás, posiblemente, me consideraban una vieja torpe y ridícula aunque no me lo dijeran. Entonces un sentimiento de vergüenza insoportable se apoderó de mí y fui incapaz de regresar a aquel lugar.
Fue una situación rara, porque tengo mucho sentido del humor, muchísimo. Acostumbro a utilizarlo como escudo, me río de mí misma, me río de mi sombra, me río para esconder el miedo que me acompaña, me río para que nadie sospeche que soy débil, que nadie adivine que me siento sola. Me río para darle en el hocico a quien quiere verme hundida, para que no puedan adivinar que me han ganado.
Olvidando el tema del baile, barajé otra opción con la que perder algún kilo. Con decisión y energía acabe mi aseo, y me lancé la calle con el firme propósito de inscribirme en las actividades de la piscina municipal.« Esto lo soluciono yo rápido, con buena dosis de ejercicio físico, faltaría más» pensé, muy segura de mí misma. Una vez matriculada en la actividad que considere más amena y conveniente ya no había escapatoria, así pues, me dediqué a comprar el equipo, un gorro de baño, bolso de aseo, chanclas y bañador…
Con tiempo, paciencia, y una interesante inversión monetaria, al fin conseguí lo que quería, articule un conjunto bonito con una gama cromática de lo más atrayente.
Estaba pletórica, animada y convencida de mi decisión.
Todos y cada uno de mis conocidos afirmaba que nadar era una de las actividades mejores que se podía realizar, qué retrasa el envejecimiento– este punto ya resultaba interesante por sí solo–, además de mejorar la memoria y combatir los dolores musculares. Bien sabía Dios que algún que otro dolor de esos se me estaba echando encima con los años, así que como nueva obligación, uno de los lugares más frecuentados por mí – a falta de algo mejor que hacer–, iba a ser la piscina.
«Tal vez con el tiempo me animase incluso a subir a la parte de arriba de las instalaciones, donde se le hallaba ubicado el gimnasio, pero de momento no era cuestión de querer abarcarlo todo a la vez», razone. De momento con abordar una sola actividad era más que suficiente.
El gimnasio era un espacio amplio repleto de aparatos y máquinas, siendo que mi intención era hacer del deporte y de la alimentación sana mi nueva rutina, en algún momento debería visitarlo, pero todavía no.
Al comienzo de la semana siguiente, me acerqué al edificio municipal, que estaba dividido en dos plantas. En la de abajo, a pie de calle, se encontraba la recepción, una sauna pequeña – pero conveniente para el número de usuarios – con unos bancos de madera clara y lo vestuarios – allí había unas duchas en mi opinión demasiado estrechas, hechas de este modo, sin duda, para aprovechar el espacio, pero que en cambio contaba con gran cantidad de taquillas, pequeños rectángulos cerrados con puertas de hierro gris numeradas, a pesar de que muchos de aquellos números habían sido arrancados, supuestamente por algún gamberrete de poca monta. El lugar también contaba con un jacuzzi a todas horas ocupado. Era irrelevante la hora la que quisieras meterte dentro, siempre coincidía tanta gente en aquel círculo de agua burbujeante, que parecían sardinas en escabeche.