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Por José Vilaseca
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De machirulos heretopatriarcales y feminazis opresoras

    Pueden creerlo, tan pronto he redactado el título del artículo de hoy, ha saltado el corrector de idioma. Dice que no entiende lo que significa “machirulo” ni “heteropatriarcal” ni “feminazi”. Yo tampoco, “oigausté”, pero son términos modernos y, de vez en cuando, me apetece ser más “snob“ que nadie y copio como simple reivindicación.

    Tiempos extraños los que nos ha tocado vivir. De unos años a esta parte, no solo el más tonto (o tonta) hace relojes, sino que cualquier miembro (o miembra) de organización reputada (o reputado), nos dice cómo tenemos que escribir, cómo tenemos que pensar o qué hábitos debemos cambiar.

    Nací en esa época en la que, de vez en cuando, algún guarrete con gabardina se acercaba al parque infantil donde jugabas y, abriéndose la misma, te enseñaba un pene bastante fláccido, blancuzco y risible. Tu madre, o tu abuela, le reprendía airadamente, se llamaba al señor guardia y todo el mundo quedaba conforme en que aquel tipo era un pervertido, un exhibicionista, un viejo verde.

    Como la vida cambia sin que te des cuenta, resulta que en lugar de ancianos babosos mostrando la colita ahora tenemos muchachuelas jacarandosas y habitualmente borrachas hasta las trancas que, aprovechando que es (por ejemplo), San Isidro, enseñan sus ubres entre un montón de machos alfa tan borrachos como ellas, o más. Pero no lo hacen por perversión y exhibicionismo, sino por una respetable reivindicación de género (o génera), que supongo que es lo que pasa cuando vas mamado de garrafón: Te da por acordarte de que eres mujer y que tienes tetas y, como el padre que enseña orgulloso las fotos de sus hijos, a ti te apetece airear tus lolas. Y que a nadie se le ocurra mirarlas, gritarte “tía buena” o, Dios no lo quiera, alargar la mano, porque eso no es soez ni provocativo, dónde vamos a parar.

    A partir de ahí, ha surgido todo un movimiento (natural y espontáneo al máximo, supongo), donde seres de género, sexo y condición presuntamente femenina, aparecen con carteles exigiendo cosas. Algunas de ellas, respetables. Muchas de ellas, absurdas. Y algunas, decididamente criminales. Personalmente, fotografiarse con un cartelón que reza “si me miras, te mato” es una amenaza lo suficientemente seria como para dejarlo pasar. Pero, como quiso decir torpemente Arias – Cañete, algunos argumentos dirigidos hacia determinadas mujeres acaban considerándose acto de guerra.

    Esto no es una cuestión de superioridad intelectual, ni de opresión histórica: La única diferencia entre un varón acusado de homosexual en muchos países integristas y un varón acusado de maltratar a su pareja en España, es que, supuestamente, España no es un país integrista y tiene una Constitución que reza en su artículo 10ª que “todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda existir ninguna discriminación”. El problema es que sí existe discriminación, tan triste y evidente que nos coloca a la misma altura que esos califatos donde alguien puede ser ajusticiado por amar a alguien de su mismo sexo.

    No me pregunten por qué, nuestra sociedad ha pasado de arrinconar a la mujer a ver en el hombre el enemigo irreconciliable y al que se debe perseguir. Y ya saben lo que pasa con los extremos. Hace muchos años, la actriz y director Ana Mariscal sufrió las iras de la censura, debiendo cortar un primer plano de su rostro por que tenía un “no se qué” en la mirada. Seguramente, ese “no se qué” sólo se encontraba en la cabeza del censor.

    Hoy en día, muchas mujeres también quieran usar las castrantes tijeras para censurar nuestra mirada de machos malvados y opresores. Quizá solo sentimos curiosidad ante el vestido que llevan, su corte de pelo, o porque no nos apetece mirar a la farola o al semáforo. Quizá tengamos que dedicarnos a mirar solo a las farolas y los semáforos a partir de ahora (hasta que estas y estos, hartas y hartos, nos demanden por acoso). O quizá el “no se qué” lo tengan algunas (sólo algunas) miembras de la especie tradicionalmente calificada como femenina bien dentro de sus cerebros (o cerebras).

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