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Por Vicent Albaro
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Vuelve la Navidad

    El ciclo del año es inapelable pues como decía el clásico, los idus y las calendas, corren que se las pelan. Y hemos pasado del caluroso verano a un otoño ventoso de aire de poniente que lo ha recalentado todo, sin una mísera gota de lluvia que mitigara la brutal sequía que envuelve nuestros campos serranos. Del “veroño” nos hemos dado de bruces con las fiestas de Navidad, tiempo de retrospección e intimismo, tiempo también de consumo desaforado cuyos reclamos se extienden por doquier en forma de anuncios, musiquitas, luces de colores y eslóganes que reiteran una y otra vez, que todos hemos de ser la mar de felices comprando esto o aquello, y atipándose de buenas viandas y mejores licores.

    En realidad en la cultura cristiana, heredera de la greco latina, de los saturnales clásicos, festejamos el nacimiento de un Niño-Dios, acontecido según las escrituras en un pobre establo a las afueras de Belén, y entre las pajas de un pesebre. Un nacimiento humilde que en nada se asemeja al boato y derroche que desparraman estas fiestas. Y no es de ahora, el consumismo tiene la estela larga desde que la sociedad dejó la alpargata y calzó charoles y zapatillas de marca.

    Cada uno lo llevará según le permita su economía, aunque los ágapes serán sin duda, generosos hasta la saciedad. De lo que nuestra sociedad no se ha curado aún, es del machacón lema, del general deseo de Felicidad que todo el mundo prodiga aún sin conocerse de nada. ¿Hipocresía pensará alguno? No, costumbre arraigada que se repite como ritual, sin mayor sentido ni trascendencia, el queda bien de las sociedades superficiales e insulsas sin mayor pretensión. Que al postre deriva en ansiedad y depresión, si alguien no consigue ese estado idílico de felicidad completa –casi nadie lo consigue- pero cae en una frustración cíclica, y que por estas fechas alcanza cotas altísimas.

    La Navidad nos recuerda la infancia, la feliz infancia de sueños, de regalos, de imaginativas historias que el acervo popular nos inyectó en vena. De sentirnos protegidos por el halo paterno, los abuelos, los amigos sin egoístas pretensiones, los villancicos del colegio, las cabalgatas, los belenes y tantos actos melificados, que el despertar de la vida nos arrancó de un zarpazo. Y tras esos años felices y añorados, conocimos dolores, frustraciones, fracasos, obituarios de seres queridos, traiciones y todo un sinfín de varapalos que la vida nos tenía preparados para dejarnos muy clarito, que la niñez y su dulce ensoñación, se había acabado.

    Por eso en esta navidad de cartón piedra, volver la vista atrás supone revivir añoranzas que perdimos y jamás volverán. Y eso duele. Pero realmente la Navidad auténtica es una festividad humilde y sencilla, la de un niño que nace para salvar al mundo y no parará de sufrir, que será perseguido, humillado, odiado, traicionado, herido y condenado a muerte en una cruz. ¿Eso suena más a la vida ordinaria, verdad? Más que ese edulcorante comercial y todas las lucecitas y tonaditas que incitan al consumo y a ser felices, lo quieras o no, puedas o no.

    Mi ciudad es como todas las demás, escaparates decorados, luces de led por las calles, árbol de Navidad, papanoeles, festivales, actos lúdicos y culturales, cenas de empresas aunque las empresas estén desapareciendo, cohetes, conciertos, cabalgatas y champán con doce uvas. Todo lo clásico de estas fechas que invita al jolgorio y a la buena mesa. Pero de entre todos los actos existentes, hay uno que cada año pierde fuelle de asistencia, que no de interpretación: L’Albá a la Virgen María. Tiene lugar al finalizar la Misa del Gallo el día de Nochebuena. Seguramente la gente que no va a misa no lo sabe, pero después de un fallecimiento por virtud inapelable de la edad, ese lugar del quinto banco a la derecha de la parroquia de la Asunción, no se reemplaza y queda vacío. Ese hueco y otros muchos más, a derecha e izquierda de la bancada.

    Los que hemos conocido la iglesia abarrotada esa noche, y público esperando en la plaza para escuchar el sonar de este precioso canto, notamos la enorme diferencia y al mismo tiempo, la triste realidad. Poco público, para degustar en vivo una de las muestras folclóricas más genuinas y peculiares, ya no solo de Alcora, sino de mucho más lejos. Un símbolo identidario, cuyas notas te injertan con el ADN de tus antepasados y sus más vivos anhelos. Pero no hay que extrañarse, lo genuino y auténtico no vende, hoy la sensibilidad parece haber desaparecido, o sepultada por la sensiblería, el alboroto, los excesos y el griterío sin más sentido que el derroche del disfrute máximo a toda velocidad, como si no hubiera un mañana.

    Que sepamos vivir la Navidad real, la que nos hace más humanos y solidarios con nuestros semejantes, sin excesos ni frivolidades, vamos, como Dios manda. Feliz Navidad amigos.

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