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Por Vicent Albaro
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Tierra en los ojos

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    Tierra en los ojos- (foto 1)

    Hacía tiempo que no visitaba el camposanto, vamos, el cementerio. Desde el achuchón que sufrí y que por poco no lo cuento, las visitas a este entorno de paz absoluta y sosiego eterno, se han prolongado quizás en demasía. Y sin saber por qué,  el cuerpo no me pedía acudir a este lugar, al que sé seguro y como todos, voy a terminar el día menos pensado. Pero un extraño viento me llevó de nuevo allí, y pude ver rostros, muchos rostros que ya no hallo por las calles ni plazas, ni por los caminos rurales ni bancales. Y son cada vez más, ratificando el sufrido adagio aquel que reza: ”Cuanto más mayor creces, más amigos en los cipreses”. Mucha gente conocida con su historia a cuestas, y si lo analizas un mínimo, cada cual con sus penas que son más que alegrías y que revierten en el manido tópico, de que la vida es transitar por un valle de lágrimas.

    Hoy ya no se estila nada de esto, porque todo está más controlado y nos sentimos muy seguros y confortables con el nivel de vida alcanzado, por lo general más cómodo, que hace disfrutar de la vida hasta bien entrada la tercera edad. Adelantos en medicina y asistencia social, han prolongado la vida de nuestros mayores, siempre que hayan logrado sortear un mal accidente o una penosa enfermedad. Así que mudarse al otro barrio es cuestión de tiempo, nunca mejor dicho, y de soportar los avatares que el “Valle Lacrymarum” te tiene preparados. Porque esto de juerga no tiene nada, aunque nos lo parezca y queramos que todo sea una fiesta inacabable, que no lo es. Andamos disimulando los pesares para aparentar demasiadas veces, lo que no se puede, tras los reveses existenciales. El que esté libre de cualquier tribulación, que levante la mano.

    A lo que voy, que es el título de tierra en los ojos, referente a las penurias de  cultivar la tierra y que parafraseo al filósofo, un tanto mangantusillo, que refería a que la tierra de labor, la que te quepa en los ojos, o sea ninguna. Y esa ha sido la máxima imperante en nuestro entorno desde hace décadas y que aún persiste, dado el escaso rendimiento que procura. Por esta causa no hay interés ni afición a los labrantíos, ni de secano ni de regadío. Pues sus hacedores reposan en la fosa, y los descendientes aplican a rajatabla el titular de mi artículo. Cada nicho de algunos labradores jubilados, no alberga solo sus restos mortales sino también las azadas, la legona, el serrucho, el rastrillo, el motocultor, la sulfatadora, las podaderas, etc. O sea todo el material propicio para mantener los bancales limpios y los árboles pletóricos en su función vegetativa.

    Uno que aún los ha conocido en su medio de laboreo, no puede por más que quiera, recordarlos al pasar por ese lugar concreto. Su rostro, sus ademanes, su voz, sus andares, su mote –en los pueblos todos tenemos un mote, y el que no, no es nadie-incluso alguna célebre anécdota vital. Pero sobre todo, el primor de su obra en aquella tierra esponjosa donde crecían los jaramagos, o de los árboles limpios y lustrosos que daban el  fruto en plena otoñada. Todo se ha mudado al nicho con el responso del finado. Porque a tenor del lamentable estado de su obra, tras la partida, se ha muerto él y todo lo que le rodeaba por estos rincones serranos. Hasta por las huertas, ubérrimas por el regadío en su verdor, campean los yermos del abandono más pinturero.

    Así que al salir del recinto funerario, asumes con cierto amargor que cada finado labrador, es con claridad meridiana, un hachazo al medio ambiente, en forma de muerte asistida a sus árboles, que aguantarán en su enclave lo que tarden las sequías en convertirlos en leña seca y podrida. Las solsidas derribarán bancales, incluso las intocables fitas.  Porque lo más seguro es que no tendrá relevo, en su quijotada de arañarse las manos quitando chupones, o llagas de la azada, ni siquiera arrancar la moto azada que será vendida en el mercado de segunda mano. ¡Alguno habrá, pero qué poquitos¡ Ni como hoby. Porque a las claras, nuestro paisaje se muere con los viejos que se van.

    Ya hace tiempo que algunos amigos me comentan la brusquedad de los cambios que nos sobrevuelan, ya no solo nos acechan, que va, nos atacan y devoran. Y que no se puede ir contra corriente. Por mi solar pasan más paseantes que paisanos. Les doy la razón como no puede ser de otra manera. Pero a veces, resistir a los envites de la locura y la banalidad también es una cuestión de gestos. De dignidad. De aplomo y certeza de hacer lo justo y necesario en su momento. Pues hablar del medioambiente de boquilla es muy fácil, gratuito… menos los que viven de ello con descaro. Es más difícil y duro seguir la estela de los nichos, la tierra en los ojos, cuidar esos árboles de los que todos hablan pero nadie cuida. Más bien se abandonan a su suerte.

    Ya sé que este tema es muy socorrido en mis escritos, pero me persigue hasta en el camposanto viejo, donde también se pierden los árboles por el cemento y la vejez. Y es que salvo los pinos que los hay a miles, antes no había ni uno, el resto se va mudando al camposanto siguiendo la estela de sus cuidadores, tan anónimos como olvidados en su foto de lápidas de mármol.  Que siga la fiesta si el coronavirus no lo impide.

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