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Por Vicent Albaro
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Olivares ecológicos para zorzales invisibles

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    Olivares ecológicos para zorzales invisibles- (foto 1)
    Olivares ecológicos para zorzales invisibles- (foto 2)

    A uno lo parieron hace ya muchos años entre gente sencilla, trabajadora de sol a sol o a turnos intempestivos en las fabriquitas de azulejos. Eran años difíciles y con más precariedades que lujos. Las distracciones también eran pocas aunque sabían divertirse de lo lindo con cualquier cosa. Y si algo sobraba en esos tiempos era ilusión e imaginación. La jornada laboral en la fábrica era de lunes a sábado a mediodía, menos los turnos. En el campo ya es sabido que no hay horarios, sino una guardia permanente de tareas duras y a merced de los elementos. De las muchas distracciones generalizadas, una de ellas era la caza. La caza a todo. Con escopeta, con liga, con red, etc. En todas sus modalidades y variantes. Si hablas con los más viejos te dirán que en aquellos años, un hombre podía ir a su finca de la Simona y por el trayecto tirotear dos o tres perdices para la cena.

    Pero eso eran otros tiempos porque ocurría, que la agricultura estaba en todo su apogeo con las fincas labradas y trabajadas. Los barrancos cantarines. Las fuentes limpias y cristalinas. Siembras por doquier, huertas, frutales, viñas, olivos y todo lleno de las denominadas malas hierbas que no son otra cosa que botánica natural, verduras de ensalada silvestres y alimento para toda una pléyade de aves, grandes y chicas,  que tienen las gramíneas como base de su dieta alimenticia. El pueblo era un núcleo urbano compacto, rodeado de corralizas y descubiertos, con un sinfín de huertos con plantaciones hortofrutícolas, sus acequias de regadío, tandas de riego y otros menesteres que el mundo rural aplica con rigurosas y metódicas leyes seculares, escritas o no, pero que todos cumplían a rajatabla bajo una máxima respetuosa que hoy se ha perdido en la conciencia urbanita: “Una finca agrícola, ya sea de secano o de regadío, es una propiedad inviolable igual que la casa donde uno habita, porque es su prolongación y de ella saca el sustento de la familia”. Así que con las cosas de comer no se juega, y por lo tanto existía una guardería propia para estos menesteres, que custodiaba todo ese patrimonio rural bajo el mandato de la extinta Hermandad de Labradores y Ganaderos. Y como todo el mundo era benefactor de este pequeño universo, el respeto era la norma reinante por lo general.

    Los años fueron pasando y el pueblo dio un salto mayestático de agrícola a industrial, modificándolo todo. Cambió su fisonomía urbana, creció sobre el tapiz huertano tanto en viviendas como en industria y acabó engullendo por completo el viejo modo de vida de sus antepasados. La modernidad lo trastocó todo hasta el punto de que no hay prácticamente ninguna similitud con la vida de hace cincuenta años. Si duro fue el cambio físico del entorno, más duro ha sido el cambio de mentalidad de los lugareños que no se reconocen en nada a sus abuelos.

    Retomando el asunto de la caza menor que era la distracción de entonces, la cosa ha ido de mal en peor. Ya no hay piezas que echar al morral, o muy pocas. Podría pensarse que los cazadores las esquilman, y quizás tengan alguna razón quienes así opinen, aunque solo en parte. La causa principal es  la pérdida de hábitats para estas especies cinegéticas que necesitan laboreos y siembras como en aquellos años. Ya no los hay, se murieron los viejos y sus descendientes han optado por otras actividades lúdicas, abandonando las heredades familiares. El monte es hoy una selva impenetrable donde reinan la coscoja y el pinar anárquico. Y en este entorno solo medran las piaras de jabalís que han aumentado alarmantemente, amén de otros herbívoros como los corzos o la cabra montesa, terror y pavor de los pocos agricultores que resisten en sus islas labradas entre el yermo general, y donde ponen el foco alimentario estos nuevos inquilinos de nuestros montes que lo arrasan todo.

    Con la edad ya he moderado mis afanes cinegéticos, casi diría, se me han esfumado por completo a base de desengaños, frustraciones, traiciones, incomprensiones y el desencanto de ver como el universo que conociste en otros tiempos, ya no existe, como no existen aquellas personas que formaban parte de ese paisaje montaraz y evocador. Reivindicar el sustrato cultural persiste a pesar de todo, pues su sapiencia empírica es un crimen que desaparezca, pues son muchos conocimientos no escritos, (patrimonio inmaterial se llama ahora) y transmitidos de padres a hijos desde siglos. Dicho esto, pongamos que mi situación en el mundo de la caza ahora,  es estar pero no estar. Una extraña circunstancia que me aleja poco a poco de la primera línea, pero que ello no es óbice para alternar con los espartanos de Leónidas que aún resisten las Termópilas, hasta que el ejército de un neo Jerjes I y sus ecologistas, les aplasten con sus máquinas de adoctrinar y las multimillonarias subvenciones de los gobiernos de turno.  

    Y voy a los olivares, porque los zorzaleros andan tristes y abatidos. Tras la migración no se queda en el coto ni un zorzal.  Recuerdo las palabras de Salvador Bartoll, otrora presidente de la sociedad local: “Este término es un paraíso para los tordos”. Y tenía razón, como lo eran Traiguera, Rosell, Canet, etc. aunque a menor escala; pero montes, barrancos, baldíos, olivares y labrantíos, procuraban un magnífico bienestar a esta ave migratoria. En estos últimos años los zorzales son, vistos y no vistos. Los viejos “paranys” fulminados por la administración, ya no los reclaman y no los paran. Pasan de largo. Esa es una certeza incontestable, pero hay otra digna de mencionar. Los olivares montaraces ya no existen. Esos olivares rústicos que se arrapaban por las laderas de los montes, en bella imagen del laboreo antiguo del arado por tracción animal. Allí no suben los tractores, las fincas se yerman y el fuego las aniquila. Es en esos olivares donde el zorzal campeaba a su gusto, monte cerrado y olivar, todo perfecto.

    En el llano hay demasiado ruido y trajín de todo tipo,  recolectores, casas de campo y actividades variadas que le hacen la vida imposible al escurridizo pájaro, que hoy busca lugares recónditos para bichear.  Y en nuestro término esos lugares están perdidos porque el olivar en esas zonas abruptas ha desaparecido o en está en vías de hacerlo. Sería hora que estos lugares fueran recuperados por las propias asociaciones de cazadores, pues son los únicos que cuidan la fauna con bebederos, comederos y múltiples siembras. No estaría de más que se concienciaran de una vez por todas que hoy en día, y visto lo visto, para ser zorzalero primero hay que ser olivarero. Lo mismo que para la perdiz cazar, primero habrás de sembrar. Esto ya no es una ilusión visionaria, esto es una realidad palpable de hace lustros. Este tema ya lo toqué en otro artículo hace años bajo el título de: “Cazador y además, agricultor”. No queda otra, señores, eso o plegar como dicen los catalanes.

    En nuestro término hay numerosos rincones donde puede aplicarse este experimento de los olivares ecológicos y naturales. Olivares abandonados hace años que con esfuerzo y voluntad, podrían recuperarse mínimamente para alimentar a la fauna salvaje. Porque no solo el zorzal picotea la aceituna, sino un montón de seres vivos como el lirón careto, y toda clase de insectívoros protegidos. El racó de la Sabata, la mina de Cabres, el racó del Corb, Aixart, Barrancons, aledaños del barranco de la Grillera, etc. hay tanto yermo, que acongoja pasar lista. Pero es lo que hay, no se trata de tener las fincas pulidas, sino de hacerlas visibles entre la maleza, el olivo con unos mínimos fructifica, de hecho los acebuches (ullastres) para nosotros son salvajes. No creo que ningún propietario se opusiera a revivir sus árboles abandonados.

    Esto quizás sea una idea peregrina sin mayor recorrido. Pero lo que si tiene certeza es que no hay zorzales ni otros animales porque no tienen hábitat propicio para invernar y sobrevivir. Eso los plaguicidas y una excesiva presión, que ha demostrado cambiar sus hábitos de antaño. Ya no vuelan, se esconden en los barrancos y corretean las umbrías. Se han vuelto sedentarios de día y móviles de noche. ¡Como tontos!

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