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Por Ángel Padilla
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Por qué una nube no puede llevar pantalones (aunque lo haya dicho Mayakovski)

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    Por qué una nube no puede llevar pantalones (aunque lo haya dicho Mayakovski)- (foto 1)

    Me dispongo, en este artículo, a demostrar empíricamente que lo que afirma Mayakovski en su poema "La nube en pantalones", esto es, que una nube puede calzarse pantalones, es incierto. Un completo disparate. No porque yo crea que las nubes no tengan derecho a lucir pantalones (con la llegada del jeans -que cambió el mundo más que The Beatles-, nuestras vidas fueron mejores, y hoy existen tantos tipos de pantalones, y tan bonitos y cómodos, que reconozco sería un disparate, incluso una crueldad, negarle la posibilidad a las nubes de lucir bonitas, no es el caso. Para mí, que las nubes se vistan o pongan como quieran. Lo que me parece no posible es la necesidad que tendría una nube de ponerse unos pantalones, quizá sí un top, un sujetador o una camisita más tapadita. No estoy de broma, aviso, esto es serio como el viaje a la Luna del hombre (porque fueron hombres los que subieron).

    Usaré el método empírico, única fórmula científica capaz de llegar a toda verdad y de desarticular sin capacidad de reposición cualquier mentira.

    Quien dude de mis capacidades se equivoca de base al interpretar mi audaz intento: aquí no obran mis capacidades, en el análisis de la veracidad de lo formulado por el poeta ruso en uno de sus más sonados poemas lo que se usa, repito, es la ciencia. La alta ciencia, la irrefutable ciencia

    Comienzo.

    ¿Cómo -se preguntará mi lector o lectora- va a enfundarse unos pantalones una nube?

    En fin, yo creo que eso es posible. Aquí, todo tiene piernas, y todo tiene cara, y diría que casi todo tiene manitas o algo parecido o que hace las veces de ello. Yo he visto caras en las manchas del suelo de la ducha, y he visto piernas entre las hierbas y matojos. Una vez le di la vuelta a la casa familiar que tenemos en el campo y yo no me esperaba ver a mi tío Antonio en la parte de atrás, y menos haciendo lo que hacía, si esa casa está equipada para todos esos asuntos.

    Sin embargo, el hecho de poseer manos no te permite llevar guantes, véase el caso del pulpo marino.

    Para llevar a cabo mi experimento, de la forma más seria posible, me armé del valor necesario y acometí la empresa más harto difícil y farragosa que existe en la red de internet ahora mismo: un crowdfundig. ¡Ajá! Estaba convencido de que, para tan importante suceso, mucha gente donaría lo que poseyese, por poco que fuera, sobrante, claro (tampoco la humanidad son las monjas clarisas). No pedía a nadie que se quitase el pan de la boca. Pero sí que, si se podía comer pan con aceite no se hiciera con más cosas, en unos días. Así este hecho comunitario y que en poco tiempo despertó el interés de muchos -claro, es de relevancia extraordinaria- se concretaría en su finalización lo más pronto posible, la comprobación de que hablé. (Siento que me extiendo mucho en la exposición, si es así pido disculpas, pero estoy muy tenso y quiero dar a conocer al mundo la conclusión del caso lo más rápido posible, en forma imperiosa.)

    Las donaciones del crowdfounding, empero, no llegaban lo suficientemente rápido. Tal fue mi decepción que caí a la semana y media en una dura depresión, densa como el fondo de esta tierra tan golpeada como mi tío Enrique, que vivió las dos guerras mundiales, sobreviviendo hasta los 102 años y, con todo y con eso, murió, el pobre, de caída de ascensor. Entonces un buen amigo mío que sabía de estas cosas, vino a verme a mi morada, y tal fue la impresión que impactó su alma al ver mi decrépito estado que afirmó: "¡dame dos días, buscaré los hombres adecuados y vuelvo!". Lloré como un niño, lo afirmo. Miraba por la ventana casi sin comer, sólo bebiendo agua, viendo pasar las horas, esperando al bienamado amigo. ¿Qué me tendría, para mi ilusión científica?

    Mientras tanto, cuando no estaba en la ventana, realizaba mal definidos bocetos de nubes con pantalones puestos (a ninguna le quedaban bien). "¿Es esto una broma? ¡Mayakovski está loco!", me decía. Y gritaba que iba a hacer historia.

    Fue en la tarde del día postrero cuando mi amigo llegó corriendo, desde la calle que de mi casa y las adyacentes baja como hasta el infierno (por allá todo son barrios tan malos y apretados de crimen e indecencia que hasta rojos se ven). Subió y subió con los suyos con saquitos en las manos.

    No le hizo falta tocar a mi puerta, la tenía yo abierta de par en par. Entró casi sin voz, y sus secuaces (tenían barriguitas más que notables, no se cuidaban, el comer lo es todo). Y lanzaron los sacos, donde sonaban monedas, al suelo de mi comedor. Yo estaba calentando té. Dijeron que no podían quedarse. "¿Qué...?", sólo me dio tiempo a decir. Y ya estaban bajando la calle que parece, por su pendiente más pronunciada que he visto -brillada de naranja y rojo por la luz de la tarde cayente-, bajar directa al caldero más grande del infierno. Abrí los tres sacos y estaban llenos de billetes y monedas, calculé con rapidez que era lo suficiente, y aún más, para sufragar el experimento.

    Pronto -creo que la cosa sólo llevó un día-, me encontraba en la plataforma con jaula en derredor de la grúa que con su pala altísima me elevaba a los cielos. Conseguir los pantalones, del tamaño adecuado, no fue tarea fácil. La mayor parte de los sastres se negaron a participar en los trabajos para este punto del experimento. Sólo una gran fábrica, cuya existencia desconocía y que estaba situada muy por debajo de un parking enorme que había a unos doscientos metros al oeste de mi morada, de corte y confección que hacinaba trabajadoras en cantidad de al menos doscientas cada día, me dio luz verde, aceptó mi dinero -di más de lo estipulado, por si acaso- y no sé cómo, en un lugar tan reducido, me tejieron entre tantas y tantas manos los pantalones. Eran unos tejanos americanos, de un azul claro. Su tamaño era descomunal, me causó miedo ver la prenda cuando en filas de hombres y mujeres sacaron los pantalones sujetándolos sobre sus cabezas, de la fábrica. Tan grande era el pantalón que juré, y muchos viejos y niños que miraban ese trasiego en la tarde que caía, me dieron la razón, que el pantalón debía medir de alto -puesto en forma de pie- lo que una finca de cinco pisos, ¡cada camal era ancho y largo como el río Obi!

    Había en total tres grúas, todas contratadas y financiadas con el poco dinero de los animosos pero pocos sponsors del crowdfundig, pero sobre todo con el dinero caído del cielo traído a las prisas por mi bienamado amigo. En una grúa, como ya he dicho, ascendía yo, con un gran cuaderno y mis dibujos y mediciones listas, una gorra con visera llevaba bien apretada en la cabeza, para el sol y acaso los rigores de las alturas. Pero también para que en esa inmensidad del cielo los demás me percibiesen como el director de escena. En las restantes (dos) grúas, cuyas columnas subían a parecido ritmo a la mía, rumbo a una enorme nube que flotaba sobre el bajo cielo, y que parecía que ni pintada para el experimento, iban en sendos cajones los demás trabajadores. Es importante que describa la situación de las dos grúas en las que no ascendía yo: estaban justo detrás de la que me elevaba, y muy juntas; sus dos plataformas estaban llenas de operarios, serios y atentos a la maniobra, y de plataforma a plataforma hierros y manos sujetaban el pantalón, que ascendiendo con las perneras colgando de aquella forma hacía elevar un barullo y un clamor de los cientos de personas que habían convergido en el descampado escogido, y que reían y vitoreaban, no miento si digo que entorpeciendo mucho la marcha del experimento. Yo buscaba la verdad, también hacer historia, como he dicho, pero no circo.

    Al poco ya estaba todo listo, según mis indicaciones puntuales y a gritos apasionados (el corazón me salía del pecho, virgen santa) para culminar el experimento, la comprobación de si el verso de Mayakovski podía tener veracidad o no, muchas manos desde lo alto de los espigados palos de las grúas sostenían la cintura del pantalón, tan cerca de la nube que era cierto, parecía, claramente, que íbamos a lograr ponérselos, los pantalones, a la nube.

    -¡Un poco a la derecha! ¡Así! ¡Bien! ¡No! ¡Parad!... ¡Un empuje a la izquierda! ¡Hombres santos! ¿Qué madre os parió? -bramaba yo fuera de mí-, ¡ingenieros de verdad sois vosotros, y lo demás no vale nada!

    Yo indicaba como un perfecto capitán de barco. Digo barco porque el cielo azul nos saludaba tan cerca como el mar a los marineros, allá arriba tan alto mis trabajadores y yo, sobre los cajones de los brazos alzados en vertical completo de las grúas. Sólo esa nube. Una nube puntual, gruesa y enorme. Más allá, a unos tantos kilómetros, había otras nubes, pero ya ceca de las montañas. Esta nube solitaria y amistosa parecía caída del cielo para mi experimento, qué tonto, yo que siempre he sido ateo y en ese momento pensé "esto ha sido cosa de dios". Pero no se tenga en cuenta esta digresión, pues el inconsciente es grande y de él emergen las más variadas cosas en situaciones complejas. Como esta que vivíamos, la de intentar ponerle pantalones a una nube. ¡Nada menos!

    He de hacer un parón aquí de la narración de hechos de mi importante y relevante experimento para exponer -acabo de pensarlo- ante quien no conozca tal poema de Mayakovski en que el poeta habla de una nube con pantalones (el poema "La nube en pantalones"), que sepa al menos del párrafo donde esta imagen aparece. Es este:

    Si lo desean

    comeré carne hasta ponerme rabioso

    -y, como el cielo, mudaré de tonos-; si lo desean

    seré impecablemente tierno.

    No un hombre,

    ¡sino una nube en pantalones!

    Entonces -sigo- era el momento y punto exacto en el que comprobar si era sí o si era no, lo que el poeta ruso visionó en su lírica. A la de tres, lancé un grito con megáfono para que todos los operarios y los conductores de las grúas -que se sabían mis instrucciones previas al dedillo- ejecutasen todos a uno la prueba.

    -¡Ahora! -grité. Mi grito se expandió por todo el cielo, y como con ecos.

    Ellos gritaron también, perfectamente a una, y elevaron los pantalones en la forma y hasta el punto en que la nube pudiera ir entrando dentro de ellos, las grúas ascendían lentamente a sus hombres en los altos y peligrosos habitáculos, ellos levantaban las decenas de brazos, y con ello el pantalón, en una operación muy bien coordinada, yo calculé subir unos 30 cm por minuto. El tiempo pareció haberse detenido. Desde mi posición no podía ver mucho. Estábamos literalmente dentro de la nube, todos. Pero sentía que, quizá, y por la normalidad con que transcurría algo tan curioso e inusitado como lo que estábamos haciendo, había ganado Mayakovski y la nube nuestra pronto tendría pantalones.

    ¿Fue así?

    Eso es algo que todavía se debate entre quienes asistieron al experimento y en las redes. De inmediato digo para que no se me olvide: que no intenten buscar en las redes algún vídeo de mi experimento, no existe. El FBI prohibió desde el instante en que se comprobó que, con lo ocurrido inmediatamente después de lo narrado, el número de muertos fue tan alto y la investigación del caso se les derivó a ellos, yo el máximo inculpado como ideario y jefe de operaciones.

    No hay mucho que decir sobre lo que pasó, en mitad del subirle los pantalones a la nube una grúa falló, no sé bien qué pasó, el operario realizó alguna maniobra negligente o su aparato hizo un falso por estropearse en ese momento, de un movimiento brusco la columna de una de las grúas se inclinó, como un brazo que golpea y asestó un golpe a las demás grúas, yo casi caí, pero muchos otros operarios cayeron, literalmente, desde esa altura.

    Preventivamente me mantienen en este lugar donde con quienes aquí residen no tengo nada que ver. Hay un loco que a cada familiar que viene a visitar a los residentes, les pregunta si tienen paella, otro no para de pedir cigarrillos, desde que se levanta hasta que se duerme, es extenuante. Hubo un tiempo en que yo fumaba, no lo dejé por salud; es que al final el tabaco, como muchas otras cosas, se ha puesto carísimo.

    Yo, después de dos meses de estar aquí, medicado en contra de mi voluntad, he conseguido se me permita tener una libreta y útiles de escritura. Le he pedido a mi hermano que mantenga este escrito para presentarlo en el juicio que se avecina dentro de pocas semanas, donde se piden muchos años de cárcel para mí, para el dueño de la empresa de grúas y para no sé cuántas personas más, porque se ve que -además y por añadidura a todo- el operativo para atenuar los males de la catástrofe -ambulancias, bomberos, etc.- no fue suficientemente diligente. Etc. En su momento tuve en mis manos los autos de la demanda penal, pero ahora ya no recuerdo casi nada. El cautiverio es el peor invento del ser humano. Yo aquí no hago nada. Mi hermano lucha fuera de estas paredes azules para conseguir que me saquen de este psiquiátrico, puesto que -este texto, su orden estructural, mi forma normal de narrar las vivencias- es prueba de que rijo. Mas mi abogado cree que me beneficia mi situación, y quedar como loco. Aquí no llega prensa. Y por supuesto la policía secreta ha sumido el hecho en el más absoluto misterio y oscuridad.

    Lo que me atormenta, y quizá más que otra cosa, más que mi futuro, de una forma u otra luctuoso, es saber, en definitiva, si la nube pudo tener pantalones. Nosotros no teníamos perspectiva. La gente de abajo, sí. Y se grabó. Por mucha gente.

    Muchos dicen que cubrimos a la mitad la nube, que entró por el agujero de la cintura del pantalón; otros afirman que nada de la nube quedó a la luz y sólo se veía el pantalón, con lo que se podría afirmar, si esa versión fuera cierta, que "la nube en pantalones" puede ser una expresión veraz, comprobable, ontológica.

    ¿Quedaré sin saber, hasta mis restos, el éxito o fracaso de mi experimento? Por desgracia, al autor de la aseveración que quise comprobar con la ciencia, nada le podemos preguntar, pues se suicidó el 14 de abril de 1930, de un disparo en el corazón.

    No quería introducir en esta carta que en la tarde entrego a mi hermano otro asunto que me ronda, y preocupa. Cada vez más. Pero lo dejaré anotado y, quizá, luego lo arranque de la base de la hoja. Desde unos días -tengo memorizados muchos poemas, y de autores universales- le doy vueltas al poema "Doña Pitu Piturra", de Gloria Fuertes: "Doña Pito Piturra/ tiene toquillas,/ Doña Pitu Piturra/ con tres polillas". ¡¡Y creo que la autora nos tomó el pelo!! Pero no tengo forma de comprobarlo. Ojalá alguien con la obstinación suficiente pudiera comprobar la arriesgada afirmación de la Fuertes en su poema. Es decir, ¿tres polillas en una toquilla? O quizá: ¿tres polillas repartidas entre varias toquillas? ¡Eso es absurdo!

    Es delirante y completamente falso, porque las polillas ponen entre 30 y 200 huevos. Anidan en el interior de los muebles, cajones de mesitas, armarios... Los huevos depositados en las prendas se alimentan de la queratina de la ropa (normalmente sucia). Y ¿Doña Pita Piturra tuvo, SÓLO, exactamente tres, tres polillas, contadas con exactitud? ¿Sólo tres polillas en todas sus toquillas?

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