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Valencià
Por J. P. Enrique
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Un año después

    Quienes con más entusiasmo diezmaron la sanidad pública fueron los más exigentes en pedir que el Estado resolviera los problemas.

    Socios europeos como Polonia, Bulgaria, Chequia y Rumania bloquearon durante días camiones con material sanitario que era vital para salvar vidas en España e Italia. También Holanda, Austria, Finlandia y Alemania demostraron, una vez más, la insolidaridad  de Europa.

    En su juego cainita a Casado se le he escuchó decir que “ellos sí habían sabido gestionar otras catástrofes”: ¿El Prestige? ¿El metro de Valencia? ¿El Ave de Galicia? ¿El Yak 42?

    Tras los primeros días  en los que, para animar a la población, se decía que teníamos la mejor sanidad del mundo,  se  instó a todos a permanecer en sus casas para tratar de evitar un colapso de los hospitales.

    La gente empezó a asustarse y fue a las tiendas para llenar sus despensas y se encontró con que los productos  necesarios  como el alcohol, la harina, el papel higiénico o las mascarillas no existían. Algunos productos empezaron a racionarse.

    El millonario Amancio Ortega hacía gestos de generosidad para ganarse el afecto de muchos. Ganar imagen también ha sido el objetivo de la papelera local Kartogroup que en lugar de centrarse en fabricar millones de mascarillas se limitó a hacer un gesto entregando 3.500 a la Residencia de Ancianos.

    Siguieron aumentándose las medidas cada vez más restrictivas: se  cerraron las fronteras  y la industria quedó totalmente paralizada. Las tiendas de alimentación fueron cerrando hasta convertir la compra de alimentos en una dificultad cada vez mayor.

    El gran problema estaba en los hospitales recortados en la crisis del 2008 en los que faltaban camas, aparatos para la respiración asistida, médicos y enfermeras. Las medidas tomadas para incorporar a 50.000 sanitarios entre médicos jubilados, extranjeros y estudiantes  fueron insuficientes.

    Mientras tanto, socios europeos como Polonia, Bulgaria, Rep. Checa y Rumania se dedicaron a bloquear en sus fronteras durante días camiones con material sanitario que precisaban con urgencia Italia y España. Fue el primer paso para contribuir al resquebrajamiento de Europa. Poco después, Alemania y Holanda  liderarían la insolidaridad  con los países más endeudados del sur de Europa.

    A los primeros quince días encerrados en casa le siguieron otros quince y otros quince más.

    Los partidos de la oposición se dedicaron a criticar la inacción inicial y las medidas tardías de aislamiento y reprocharon la manifestación feminista  del 8-M (a la que, por cierto, acudieron todos excepto uno que convocó  actos multitudinarios de su partido). Y en el momento más grave de la crisis el jefe de la oposición hizo tres propuestas: 1) Poner las banderas a media asta 2) Hacer funerales de Estado y 3) Levantar monumentos en memoria de los que murieron. Como no añadió frases como “Yo me tomo las copas que quiero” (Aznar) o el “¡Viva el vino!” de Rajoy, se cree que el  estado etílico de Pablo Casado estaba dentro de unos límites aceptables. En su juego cainita, a Casado se le escuchó decir que “ellos sí habían sabido gestionar otras catástrofes”: ¿El Prestige? ¿El metro de Valencia? ¿El Ave de Galicia? ¿El Yak 42?

    Nadie quería recordar que la crisis del 2008 obligó a miles de sanitarias a emigrar a Inglaterra y Alemania.

    Torra y Díaz Ayuso, como no podía ser de otra forma, aprovecharon la crisis para desafinar una vez más. Ella dispuso poner las banderas a media asta olvidando decir que se debían dibujar unas tijeras sobre ellas.

    Y, en medio de todo, los mayores confinados en residencias morían por decenas.

    Segunda parte (con dosis de distopia)

    Cuando alguien del gobierno llamó al millonario Amancio Ortega y este aceptó poner toda su potente infraestructura industrial a fabricar trajes y mascarillas, el enorme daño ya se había producido. Kartogroup, fabricante de papel, dedicado durante la crisis a llenar su cuenta de resultados con el papel higiénico que suministraba en cuentagotas para que siguiera la psicosis de desabastecimiento y la gente hiciera absurdas compras, paró finalmente su producción por orden del gobierno y se dispuso a fabricar mascarillas. Ya era tarde. El daño era irreparable.

    Ante la incapacidad de que se resolviera el problema, cundió la  desesperación. El parón económico y cierre de  fronteras no daban los resultados esperados.  Los científicos no encontraban una solución.

    El caos  llevó a que se produjeran asaltos a  comercios de alimentación y la delincuencia se instaló en las calles. Era muy difícil conseguir comida. Era imposible  llenar los depósitos de gasolina. No  había combustible. El racionamiento cada vez más estricto que el gobierno había decretado para los productos básicos tampoco dio resultados.

    La afluencia de infectados llenó los hospitales y los médicos, como sucede en las guerras y en las grandes catástrofes, se vieron obligados a elegir a quienes debían intentar salvar y a quienes dejar morir. Ante la imposibilidad de atender otras dolencias se incrementaron las muertes por enfermedades  como infartos, derrames, piedras en el riñón, cánceres, etc. Muchas personas han quedado inválidas para simple por roturas de cadera y con brazos deformados por lesiones que no pudieron operarse o enyesarse.

    Desde muchas casas y en la calle, algunos incitaban a pedir perdón a Dios Todopoderoso  mirando arrodillados al cielo infinito. Para ellos el fin del mundo había llegado y era el momento de arrepentirse de los pecados cometidos. Predicadores, guiados por su fe gritaban a los transeúntes para que se confesaran y pidieran perdón por los pecados, sin reflexionar con la razón por qué la divinidad castigaba a todos por igual sin distinguir entre religiones verdaderas y falsas, ni entre creyentes y ateos.

    Con el tejido productivo roto, sin trabajo ni posibilidad de conseguir dinero, gentes de toda Europa empezaron a moverse en busca de encontrar un lugar en donde vivir. Ese lugar no era otro que el continente africano, el único espacio en donde había  países, como Botsuana, que por las  razones que fueren  el virus no afectaba allí a las personas.

    Multitudes con los zapatos rotos y en grupos de cien, doscientos o hasta quinientos caminaron durante días y noches hacía Gibraltar, con sus escasas pertenencias y algunos con sus hijos en brazos, con la esperanza de cruzar el estrecho y llegar al continente africano.

    En las caravanas humanas iban suecos, alemanes, franceses, suizos,...

    En el camino sufrieron, muchos de ellos, violaciones y pandillas de delincuentes con las que se cruzaron  les robaron sus pertenencias.

    Todos tenían miedo. Todos estaban agotados. Sabían que allí podrían encontrarse con focos de dengue, malaria o Ébola, también con cruentas  guerras,… pero quedarse en Europa era mucho peor.

    Circulaban rumores que hablaban de la tradicional hospitalidad de los árabes y eso les daba esperanzas. Otros rumores, en sentido contrario hablaban de que gobiernos de algunos países  habían dado enormes sumas de dinero para que Marruecos contuviera la avalancha para así evitar que el virus  acabara expandiéndose por el continente. También se hablaba de que los africanos temían la llegada de mano de obra barata dispuesta a trabajar solo por llevarse algo de comida a la boca. Todo eran rumores pero las masa no podían detenerse. Huían de un enemigo invisible y necesitan algún lugar en donde vivir.

    Nada se sabe, a la hora de finalizar esta crónica cuál ha sido la reacción de los africanos ante la llegada  de los primeros  grupos ni como actuarán ante los millones de personas que, desde toda Europa, se dirigen hacia allí. Algunos testigos dicen  que les han recibido con hospitalidad. Otros, en cambio, apuntan que se están levantando muros y que la policía antidisturbios les impide la entrada con gases lacrimógenos y porras.

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