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Por Santiago Ríos
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Septip el egiptólogo

    En un país remoto, de un continente posiblemente ya desaparecido, moraba una pequeña comunidad de gentes, donde las envidias y disputas eran frecuentes. Los habitantes estaban más preocupados en indagar las desgracias ajenas que en cultivar sus propios espíritus, por recuperar los valores ancestrales perdidos.

    Las bellas artes, por su eliminación en la educación de los más jóvenes, habían dejado de existir. La música y la pintura, eran producto de las tecnologías que avanzaban comercialmente a ritmo vertiginoso. La arquitectura daba paso a oscuros procesos especulativos, donde lo necesario era llegar primero, sin importar los cadáveres abandonados durante el camino, en una lucha sin cuartel, cuando los vencedores amparados por los poderes fácticos, ejercían de despiadados y crueles justicieros. La escultura, lejos de tópicos clasicismos, permanecía a disposición de los ídolos de barro, o como devolución remunerada a cambio de los antiguos favores prestados.

    Todo presagiaba un pronto y deseado Apocalipsis, abocado a frenar el huracán de trasiegos y corruptelas socio-político-financieras que anegaban todos los estamentos institucionales.

    Apartado, a escasos kilómetros al oeste, donde el sol del atardecer destellaba reflejos arco iris en sus techos de pizarra, una pequeña aldea agrupaba a los ciudadanos que se resistían a perder los valores adquiridos durante sus dilatadas vidas de aprendizaje. El antiguo y  laureado doctor en medicina, cuidaba ahora de las aves de corral. El respetable juez, era el encargado de la productiva huerta y del control biológico de plagas. Un afamado arquitecto, mantenía impoluta la ordenada biblioteca, donde se guardaban importantes obras, manuscritos incunables y una selecta colección de poemas de la antigüedad. Unos y otros desempeñaban los quehaceres con sumo esmero, sin esperar recibir nada a cambio, tan solo la satisfacción del deber cumplido. Todo era respeto y atención al prójimo.

    Vivía también en su pequeña casa, solo, un humilde y anciano campesino, altamente respetado en el lugar, por sus conocimientos y sabios consejos. Su vida había pasado abasteciéndose de lo que cosechaba y de las aves que criaba en su ínfimo corral, sin envidiar ni importarle lo que estaba más allá de su limitado entorno. Este año el cielo había sido generoso con sus campos y sus despensas rebosaban provisiones. El tiempo que les quedaba libre lo empleaban en leer y estudiar las más variopintas materias.

    Nuestro anciano, a través de los años, llegó a ser un experto sobre otras culturas, en especial las antiguas y preferentemente el mundo de los egipcios que admiraba por su colosalismo, su desarrollo social e intelectual y por el intenso culto a los antepasados.

    De tanto en tanto, de modo furtivo y silencioso, se le acercaban vecinos de la gran ciudad, intelectuales venidos a menos por falta de vocaciones y trabajo docente, a consultarle opinión ante el cataclismo inminente que ellos le auguraban. Paciente y educado, les dejaba relatar detalladamente sus pesares sin atisbar ningún rayo de claridad.

    -Debemos aferrarnos a la esperanza, les decía insistentemente.
    -Ya no encontramos en quien confiar. Se ha perdido en nuestras vidas, el sentido de la realidad.

    Recordaba la lectura que le había acompañado la noche anterior. En una de las muchas tumbas menores que existen en el Valle de los Reyes, construida sobre el año 2.000 a.C., se encontraban unas pinturas al fresco con escenas de la vida cotidiana: Agricultores en tareas de sembrado, recolección y elaboración de una bebida primitiva semejante a la cerveza, ganaderos acompañando a sus rebaños de bueyes y una serie de inscripciones jeroglíficas que estaban en proceso de estudio e interpretación completa, por expertos del museo de El Cairo. Podían adelantar los eruditos que se trataba de un descubrimiento sin precedentes. Formulas ancestrales hasta ahora desconocidas, para solucionar  los problemas de la humanidad. Parecía ser, se trataba de la auténtica panacea. Algo de tal magnitud e importancia, como podía haber sido en la Edad Media el hallazgo de la piedra filosofal.

    Comentando la noticia con los ilustres visitantes, llegaron al convencimiento de que debían ir al museo para hablar con los sabios intérpretes. El viaje era excesivamente caro para sus apuradas economías, por lo que decidieron aplazar el mismo hasta encontrar el modo de sufragarlo.

    -Hablaremos con algún promotor inmobiliario.- Interrumpió uno de ellos que era conocedor del mundo financiero. -Son tiempos de vacas gordas y con el señuelo de rápidos e importantes beneficios, no tardará en acompañarnos y costear nuestro viaje.
    -Nosotros somos seis y con él siete. Un número que nos traerá la suerte y la felicidad.

    Septip que así se llamaba el anciano y dos de los intelectuales, pusieron rumbo a la ciudad para entrevistarse con el benefactor. Inmediatamente convencieron al acaudalado empresario que no dudó un instante en acompañarles y así, de primera mano, cerrar tan halagüeña operación.

    A la mañana siguiente partieron hacia Egipto, en vuelo sin escalas, a fin de no perder ni un segundo del preciado tiempo. Septip que mantenía una cierta amistad, desde su época universitaria en París, con el que hoy era maestro de traductores, comunicó telefónicamente su inminente llegada al museo, lo que motivó su presencia en el aeropuerto para recibir a tan ilustres huéspedes.

    Tras los perceptivos saludos y presentaciones, se dirigieron al taller de investigación, informándoles que hacía escasos momentos habían conseguido descifrar todos los jeroglíficos sin excepción. Los viajeros quedaron gratamente sorprendidos al contemplar tanta belleza reunida. Pero, el motivo del viaje era bien distinto. Deseaban conocer la solución a todos sus males, lo que aparecía en los muros del enterramiento.

    Asural, el maestro, entregó un pequeño sobre lacrado a su colega Septip, dándole un sabio consejo: Mi estimado amigo. Pongo en tus manos una copia de nuestro tesoro más preciado. Cuídala y difunde su mensaje entre tus semejantes. No debes leer su contenido hasta llegar a tu ciudad, de lo contrario la tinta con la que está escrito pasaría al estado gaseoso, haciendo imposible su lectura.

    Ni siquiera pernoctaron en El Cairo y en el primer vuelo disponible regresaron a su ciudad. La impaciencia martilleaba en sus mentes y el viaje de regreso fue mudo, silencioso, a excepción del empresario inmobiliario que no paraba de frotarse las manos y sonreír entre dientes, pensando en las colosales promociones que le esperaban.

    Por lo avanzado de la noche, Septip citó a todos ellos en su hogar, a las 8 en punto de la mañana, para proceder a la apertura del sobre con el tesoro. Se despidieron cautamente, prometiéndose ser puntuales a tan importante cita.

    El empresario fue el primero en llegar, faltaban 5 minutos, mientras los intelectuales iban llegando distanciadamente, alegando excusas varias a sus inexplicables tardanzas. Al fin, cerca de las 11 horas, ya con todos reunidos, procedió el anciano a romper el lacre y extraer su contenido.

    Un pedazo de papel vegetal, prensado, con briznas de paja de arroz, se encontraba graficado y coloreado con escritura jeroglífica. Adosado al mismo, una octavilla de bloc cuadriculado, con la traducción literal: “No mires tanto el huerto de tu vecino y cultiva mejor el tuyo.”

    Un profundo silencio, como el que precede a los grandes cataclismos de la naturaleza, se apoderó de la estancia. Sin mirarse siquiera, uno a uno, pausadamente fueron abandonando la casa, con la frente perdida y el pensamiento atormentado.


    N.B. El cuento es pura ficción, aunque podría no haberlo sido, pero no son fantasía la existencia de la tumba, los frescos y la inscripción que ambas cosas, sí son reales.

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    comentarios 2 comentarios
    Santiago Rios
    Santiago Rios
    05/11/2008 08:11
    Para Miguel Bataller

    Enhorabuena mi querido Miguel. Has dado en el centro de la diana. Se agradece tu comentario.

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