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Por Santiago Ríos
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Pare, el Grau ja no es el Grau

    Han llegado unas fechas en las que parece sea necesario, desbordar pasiones y sentimientos a la búsqueda de felicidad artificial, producto de una rápida satisfacción de placeres, generalmente de la gula. La verdad es que a nadie nos amarga un dulce, como también es llegado el momento, en el que a los que vamos devorando años, con sumo apetito y placer, de recordar lo que quedó atrás y que ha pasado a formar parte de nuestro personal patrimonio humano.

    Es un cúmulo de sensaciones, vivencias y situaciones pasadas, envueltas en unos espacios y compartidas entre unas personas que vitalmente ya nunca más se volverán a poder repetir.

    No se por qué, todas las Navidades me vienen a la memoria mi veraniega infancia y adolescencia en el Grau. Los aromas del amanecer, esperando la venida de las barcas del trasmallo. Los palos enjabonados que facilitaban la subida sobre la grava, a la “Julieta”, “Lucina” o a la “Huracán”, en total cinco, aunque alguna vez fueron siete, empujadas por bronceados marineros, bajo la atenta mirada de sus enlutadas mujeres.

    Recuerdo el día que enterraron al anciano señor Andréu, gran marinero y mejor persona, a la que todos los niños adorábamos con admiración y respeto. Fue un día oscuro de verano, con lluvia y mar de fondo. Una triste y lenta comitiva, salió de su vieja casa almacén, enfilando la palmera. El silencio era solemne, incluso los más pequeños dejamos de jugar y los mayores abandonaron sus tareas cotidianas, para acompañarle en su último viaje. Posterior similitud con la canción del primer EP de J.M. Serrat, “La mort de l’avi”, como si se hubiera inspirado en nuestro querido Andréu.

    A los pescadores se les notaba disfrutar con su trabajo, a veces roto por la masiva llegada de delfines que mordiendo los peces atrapados, hacían trizas sus redes de trasmallo. Todo un espectáculo verlos saltar desde la orilla, además por el gentío que congregaba, todos en fila encima del muret que separaba la antigua carretera y la playa de canto rodado. ¿Cuantas cicatrices habrá en nuestras piernas, brazos y cabezas, producto de los saltos fallidos, para salvar los huecos que quedaban vacíos de hormigón?. Disgustos para las madres y muestras de orgullo para nosotros en su momento.

    Les peixcateres vendían el pescado por el vecindario, a pié o con la bicicleta, en cuyo portamaletas habilitado con una caja de madera chorreante, se exponía la mercancía. Delantal de anchos bolsillos donde guardar el dinero y una romana llena de escamas, acompañada de artesanas y mugrientas pesas de hierro, para mesurar lo pedido. Luego marchaban al pueblo, para seguir con sus ventas, hasta vaciar completamente la caja.

    Cuando era la época de la pesca del atún o de la musola, esperábamos la llegada de Miguel Ochando Gurrea con sus capturas que nos parecían descomunales. Los montones de cabassets, hechos con juncos que cogían en el río Mijares, las Salinas o frente al chalet de Lugo y puestos a secar junto a las barcas, eran desembarcados con su contenido de hilo marrón mojado. Eran las “líneas” de fluixa que se habían utilizado para la lucha y captura, cuerpo a cuerpo, con el marrajo. La fuerza del animal, venía medida por el número de cabassets que habían quedado vacíos.

    Eran los gavinots quienes arremolinados, sin parar de gritar, marcaban la llegada de les tonyines. Rápidamente, izada la vela latina y ayudados por cuatro pesados remos, comenzaba la acompasada travesía hasta la meta. A su llegada, se procedía al bromeig, con trozos de caballa y sardina, hasta que el atún decidía a su antojo, comer de la que ocultaba el grueso anzuelo de acero. No siempre la jornada era favorable, pero las menos de las veces. En una ocasión regresaron con un pez zorro de más de 200 kilos que generó la consiguiente expectación entre el vecindario.

    Como si se tratara de un huerto de cultivo, cada trozo de mar era como una parcela productiva, con sus especies claramente diferenciadas. La más grande era el Tiñoso, donde se calaban 7 piezas de largo (cada pieza tenía 14 brazas), aproximadamente situada delante, entre el Hotel Aloha y el chalet de Matilde Reig. Un fondo de roca y algas, hoy inexistente, anegado por la arena, era como la despensa natural de apreciadas especies. La dorada, el pagre, el mero, el sargo, la vidriada y el entonces apreciado esparralló, junto a serranos, doncellas, vacas serranas, verderoles, bogas, jureles y en verano los aspets.

    El mestre Juan Cerezo, en uno de sus poemas relata: “Val més ser cap de sardina que cúa d’esparralló”. Era su versión burrianera valenciana, del “vale más ser cabeza de ratón que cola de león”.

    La barreta, también conocido por el mur de Granell, en Santa Bárbara, donde se pescaban escorpas y salmonetes. La força del Grau, abundante en pulpo y en toda la costa, durante los meses de marzo a mayo, se pescaba el langostino, en el gall en terra que marcaba el principio de la xarxa.

    Una noche a las 2 de la madrugada, se desató un fuerte temporal. Els colls de mar, les tiraban las redes a las rompientes. Desde el puerto hasta el río Mijares y por el otro lado hasta Moncofar, la tarde anterior se habían esparcido todas las artes, confiados en una abundante cosecha. Después de subir las barcas lo más cerca a la carretera, fumando, junto a la farola, se concienciaron que era imposible salir para recoger sus pertenencias, tanto desde la playa como del puerto, con la barca de arrastre de algún amigo. Cuando terminó la tempestad, todas las redes habían sufrido importantes desperfectos.

    Era entonces cuando las mujeres se disponían a reparar los destrozos, sentadas en las tradicionales cadires de bova que habían sufrido pequeñas amputaciones en sus patas, a fin de acortar la altura del asiento, para situarse más cómodamente, acompañadas por viejos aparatos de radio que no paraban de programar discos dedicados, iban remendando uno a uno todos los desgarros.

    También se utilizaba un arte, por ellos conocido como Palangre d’enemic, en el que en cada pieza iban aferits hasta 160 anzuelos en pel de cuc. Como cebo se utilizaba gamba dolça que se extraía de los sequiols de la marjal. Era el principio de los hilos de nylon y el nombre venía dado por su total mimetismo, por ello era utilizado para la pesca de la mabra, pajel, esparralló y de los peces que nadaban alrededor de los roquedales, sobre las praderas de alga poseidonea y pequeños arenales que según la creencia popular, no se dejaban engañar tan fácilmente.

    Pero el Grau, era algo más. Las fiestas de verano, con los carros alineados sirviendo de barrera, para que el ganado vacuno no escapara, aunque siempre lo hacía e iba a parar al corral junto al Marjalet, el que junto a la puerta tenía una palmera. Pero la más famosa era la de la casa que hacía esquina, tantas veces pintada y fotografiada, con la carretera hacia Burriana y la llamada plaza del Grau. Seguramente cuando James A. Michener desembarcó en la playa, ya existiría.

    Las verbenas al lado del cuartel de la Guardia Civil, con las orquestas de Nebot y los Waije y el Conjunto Aloha, cuyo cantante de nombre artístico Billy Brasley, se ganaba la vida yendo con su bicicleta cargada hasta los topes, ejerciendo de pintor de brocha gorda. También con la Orquesta Branchadell en la que a veces cantaba Salvador Soriano, Salvaoret y tocaba el contrabajo Pepe l’angüenter, mancebo de la farmacia de Moros, la de la calle San Vicente. Algunos de sus componentes, habían formado parte de la ya desmembrada orquesta Los Ases.

    En uno de los almacenes de Pedro Monsonís, cerca de la Farola, con un proyector de películas de 16 mm, se convertía por unos días en el cine de todos. Allí vi por primera vez tres grandes películas, Julio César de Joseph Mankiewicz , Viva Zapata de Elia Kazan, ambas interpretadas por Marlon Brando y Un americano en París de Vincente Minnelli, con el magistral Gene Kelly y la deslumbrante Leslie Caron. Posteriormente las sesiones de cine de verano, pasaron al conocido tinglado de Calaix.

    En las calurosas noches, era costumbre sacar sillas y mesas a la acera, formándose suculentas tertulias que muchas veces terminaban con la salida del sol. Allí, a parte de querer solucionar todos los problemas municipales, se consumían todo tipo de viandas y bebidas que unos y otros traían de su cosecha o de algún viaje que acababa de realizar. Espárragos de Navarra, embutidos de Requena, pan de Cabanes, latas de atún Albo, coents de la carnicería de la Camete, de la calle Santa Bárbara, cacahuetes de Almácera y un montón de cosas más, a cuál más exótica. Una mezcla de sandia y cava, me tuvo el estómago revuelto durante unos cuantos días.

    Centenares de anécdotas, con varios protagonistas. Las historias fantásticas de Don Carlos González, con suelta incluida de ratones para susto de unas y risotadas de otros. El burro de Don Félix Escudero que era burra y nos paseaba por riguroso turno, solo a los niños del Grao. La escalera de tisora que abierta tras el rompeolas, servía de improvisado trampolín. Había otras escaleras, pero la nuestra era la mejor. La cabaña de cañas y paja que con tanto esmero edificamos el día anterior, se convirtió en mullida paridera para una gata que nos dejó tres preciosos gatitos y miles de pulgas. Nunca la pudimos ocupar y al abandonarla los felinos “ocupas”, tuvimos que prenderle fuego.

    Causaba profundo respeto, la patrulla de la Guardia Civil, con sus capotes largos, sus botas ruidosas pisando la grava y las escopetas al hombro, pasaban todas las noches hasta sus puestos de vigilancia. Junto a las compuertas de l’ull de la vila, construyeron una cabaña para resguardarse de la humedad y frío nocturnos. El lugar donde se hizo, era terreno perteneciente a la pandilla “enemiga” de la Malvarrosa (aunque luego íbamos juntos a todas partes). Por un malentendido, creyendo que era cosa nuestra la invasión de su espacio, le prendieron fuego. A punto estuvo de provocar un grave altercado, a no ser por la intervención de algunos padres de ambas pandillas.

    Ya un poco más “mayores”, cuando se deshacían las tertulias, pasábamos las horas junto al pick-up, escuchando a The Beatles, Françoise Hardy, Sylvie Vartan, Paul Anka, Ray Charles, Pepino di Capri y Rita Pavone, entre otros muchos más, hasta que marchábamos a la punta del faro de levante, para ver la salida del sol. A las 12 de la mañana ya estábamos otra vez en la playa.

    Y así, todos los días, hasta que llegaba el mes de septiembre con sus fiestas y sus exámenes obligatorios, para poder pasar al curso siguiente. Aprobar las asignaturas que habían quedado pendientes durante el curso, era todo un reto para los estudiantes del bachillerato de la época. Les puedo asegurar y los que me conocen lo pueden certificar, yo era un auténtico “crack” en aprobar en septiembre. Menos la Química de 5º, no se me resistió ninguna asignatura y eso que fueron muchas y diversas.


    No es solo que fueran otros tiempos, era otra forma de saborear la vida, de relacionarse con las gentes, de disfrutar cada instante que pasaba sin hacer daño a los demás. No rompíamos intencionadamente el mobiliario urbano para divertirnos, ni íbamos con clavos rayando los automóviles, ni rompiendo retrovisores. Nuestros padres y abuelos, eran seres queridos y respetados por todos los amigos y creo sinceramente que de puertas para adentro, se vivía mucho mejor.

    Se me habrán quedado muchas cosas en el tintero (como decíamos antes, hoy deberíamos decir, en el ordenador) y algunas apreciaciones puede que no sean minuciosamente exactas. Pido sinceras disculpas por mis errores de memoria y ruego vuestros sabios y acertados comentarios al respecto.

    Que todas nuestras Navidades sean muy felices.

     

     

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    comentarios 3 comentarios
    JP
    JP
    21/12/2009 07:12
    Sin

    Eran otros tiempos, eran tiempos sin colesterol.

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