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Por José Luis Ramos
Recuerdos - RSS

El paladar se educa

    Creo que todas las personas conocemos casos de personas ricas que pueden ir a comer al restaurante que quieran, y comer lo que quieran, pero cuando se les pregunta cuál es su comida preferida, acaban nombrando alguna comida sencilla que le hacen en su familia. En mi opinión, eso ocurre porque el paladar, como tantas cosas, tiene un proceso de aprendizaje, por el que se educa. En ese proceso de educación, que se produce durante la infancia y la adolescencia, se van reconociendo y asimilando sabores. El grado de satisfacción, o insatisfacción que nos produce lo que comemos, durante la infancia, queda en nuestra memoria, de manera que, en el futuro, cuando de mayores nos sirvan para comer productos que ya comimos de pequeños, al verlos nos despertarán o nos quitarán las ganas de comer, según la experiencia que tengamos de ellos. Dicho de otro modo, las primeras comidas que nos saciaron, con sabores que nos gustaron, se quedan en nuestra memoria, como las comidas preferidas de nuestro paladar.

    El ejemplo que el paladar rechaza los sabores fuertes desconocidos, y que necesita un proceso de adaptación a los sabores nuevos, si son fuertes, lo tenemos en la primera vez que bebemos cerveza. Recordar lo desagradable que nos resulta. Luego una vez el paladar se familiariza con ese sabor, resulta agradable. Podríamos citar muchos ejemplos de productos, que la primera vez que lo consumimos, no nos gustaron, y tras repetir el consumo acaban siendo agradables para nuestro paladar. Otro ejemplo son productos que otras culturas consumen como productos exquisitos, y cuando te los ofrecen, no puedes con ellos. A mí me pasó con la col fermentada que tanto aprecian los alemanes. De joven decía que me gustaba todo. Presumía que me comía todo lo que comían otras personas. Estuve unos meses en África, comiendo lo que comen los nativos y confieso que había cosas que no me las pude tragar. Desde entonces digo: “yo me como todo lo que se comen, las personas de mi cultura”.

    Como tantas personas, comidas que mi paladar recuerda como las mejores, son comidas de mi adolescencia con mi familia, aunque no, en casa de mis padres. Fueron en la alquería de mi abuelo materno, Ramón de Gruga, situada al Marge, al término de Borriana. Ahora es de mi primo hermano Ramón Segarra. En los 60, esa alquería era lugar de encuentro de los que íbamos a trabajar en los campos cercanos. Un nogal, cubierto por una gran parra y una higuera ofrecían una buena sombra, y un pozo, agua fresca. Dos ingredientes imprescindibles para el descanso del labrador. De vez en cuando alguno de los habituales decía: “yo tengo un conejo para matar”. Otro decía yo tengo judías y tomates para el sofrito, otro añadía, yo traeré cebollas, pepinos y tomates para la ensalada. Otro, se ofrecía para aportar fruta. Así hasta completar una lista de productos para hacer un buen arroz de la huerta y fruta de temporada. Tengo que decir, que el conejo, en la mayoría de veces era un “Uito”. Es el conocido como conejo de indias, muy apreciado por los labradores de la posguerra, cuyo sabor está más cerca de la carne de cerdo que de conejo. Puedo afirmar que es más sabroso que el conejo.

    Los sabores de aquellos arroces, siguen presentes en la memoria de mí paladar. Desde mitad de los 60 que deje de trabajar al campo con mi padre, (Pepe Reguro) no he probado arroces como aquellos. Ello es así, porque se hacían con carne de animales alimentados, sin pienso, con hierba que no recibía pesticidas, y con verduras sin abonos ni pesticidas. Además, se hacía con leña que no era vieja, por lo que mantenía el olor a la corteza del naranjero que impregnaba el arroz a sabor de leña de naranjo, al arder. Toda leña, cuando se seca, excesivamente, pierde su sabor natural, por lo que no puede trasmitir al arroz su olor natural. Cuando la leña está pasada de seca solo trasmite el olor a humo y el sabor de serrín seco.

    También, las paellas que recuerdo con mejores sabores, son las que comí en la alquería de mi abuelo.  Eran paellas en días de fiesta con toda la familia. A mi entender, cuatro razones explican que esas paellas fueron únicas para mi paladar. Primera, eran paellas con verduras alimentas con estiércol de animal, y conejo, pollo, pato u oca, alimentados con productos naturales. Por lo que la carne en la paella soltaba grasa, y no agua, como sueltan ahora. Segundo, era verano y a los jóvenes nos llevaban a tomar el baño, a la playa al final del camí del Marge, hasta que el arroz estuviera hecho. Tercero, en aquellos tiempos no había aperitivo antes de comer el arroz, así que con el hambre que traíamos de nadar toda la mañana, cualquier arroz parecía una delicia. Cuarto, la leña no estaba demasiado seca, porque al haber vida en la alquería no sobraba de un año para otro.

     Hace pocos años, un conocido empresario mío me contó, que unos franceses clientes suyos, cuando le visitaban en su negocio, preferían comer sus paellas, que ir al mejor de los restaurantes. Decían que él hacía la mejor paella que habían comido jamás.  Me dijo, que eso lo consiguió, porque intencionadamente, antes de comer, les llevaba a la playa a nadar, a una zona donde no hay chiringuitos para que no pudieran tomar ningún aperitivo. Luego procuraba que se hiciera tarde, para que entre nadar y hacerse tarde llegaran con hambre. Después servía directamente la paella sin aperitivo. Cuenta que dejaban los platos, sin una grano de arroz. Solo cuando habían matado en hambre con el arroz, les servían otras cosas.

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