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La generación de las quejas

    El despertador suena, ponemos la cafetera mientras preparamos las tostadas del día y el almuerzo que hay que llevarse. Café largo solo con miel, aguacate con pavo y las noticias del día. Menuda mierda de mundo, de nuevo. Nos adecentamos y vestimos. Es la vuelta al cole después de Pascuas. Recogemos algo y salimos hacia la misma parada de tranvía de siempre. Ticas, te pones la mascarilla -la dichosa mascarilla-, caes en la cuenta de que vas a ver a los alumnos sin ella, y ellos a ti, y sacas el libro de lectura del momento. Todo normal hasta que una conversación irrumpe la rutina.

    Aún puedo sentir la indignación de muchos de los que estábamos en ese vagón. Cada palabra que soltaban dolía; porque eran las ocho menos cuarto de la mañana, porque podríamos estar en nuestra cama, porque cuando se generaliza se está cometiendo un error y porque nos estaban cuestionando como personas de futuro. Sí, a nosotros los jóvenes y a nuestro esfuerzo por sobrevivir.

    “Están dormidos, no hacen nada y todo son quejas. No saben lo que es trabajar como tú y yo hemos trabajado”. Los cruces de miradas entre los cinco jóvenes que éramos se podían hasta tocar. Un matrimonio mayor, incluso, se miró entre sí en completa desaprobación hacia lo que se estaba escuchando. Gracias a Dios, existen mayores como ellos.

    La discreción de aquellos dos hombres hablando nada tenía que ver con nuestro disimulo mirando los relojes y móviles comprobando que no llegábamos tarde a trabajar. “¿Qué sabrán ellos de lo que hemos o no trabajado?”. Ese era el pensamiento en todas nuestras mentes. Nos pareció insólito pensar que toda su generación pudiera pensar igual que ellos; pudiera creer que las facilidades de ahora no las hemos aprovechado. Pues queridos caballeros, resulta que no todos tenemos la cara de vivir del cuento.

    Para ellos, coger ese vagón cada mañana era algo que nos habían regalado. Que no nos habíamos ganado. Recordé de forma inmediata en las horas de trabajo a la par que estudiaba. Cómo no llegaba a las clases, e incluso no iba, por quedarme dormida tras haber intentado ponerme al día para la siguiente sesión después de las clases particulares y de los turnos de cena en aquel infame torturador de jóvenes. Así llamo al restaurante que me descubrió la explotación hostelera.

    Los tiempos ahora son otros, la realidad ha cambiado y el contexto es muy distinto del que vivieron nuestros mayores. No sé si se vive mejor o peor que antes. Pero sí sé que nos consideran la generación de cristal porque exponemos nuestras quejas. No saben que todas ellas vienen por cosas que antes ni se contemplaban o ni se habían reparado. Estamos visibilizando las nuevas formas de economía mundial, los nuevos planteamientos políticos, la salud mental y su importancia, la revitalización de la industria del arte, la reivindicación masiva por injusticias sociales…

    No entiendo que se ponga en duda que no comprendamos la dimensión de lo que estamos haciendo. Remamos a contracorriente en un sistema que cada día nos deja claras nuestras responsabilidades y el precio de ellas. Estamos la mayoría de veces atados de pies y manos a la hora de actuar porque queremos cobrar a final de mes. Y eso, a muchos nos quema. Y quien entienda, ha entendido bien.

    Protestar por nuestros derechos laborales, insistir en la lucha feminista, acudir a profesionales por la nula educación y gestión emocional que hemos tenido (y que se resiente en nuestra vida adulta), ser conscientes de cómo las crisis afectan cada vez más, atender a que somos nosotros quienes han de llevar el progreso a buen término, comprender que los valores que hacen falta en la sociedad han de volver a su puesto por nuestro ejemplo… De eso, y mucho más, somos responsables. ¿De verdad puede haber gente que se piense que no lo vamos a intentar?

    Lo he dicho al principio, generalizar es un error y no puedo decir que no haya jóvenes desperdiciando su vida y sin ser de ayuda (habría que ver qué circunstancias le envuelven), pero sí puedo afirmar que somos muchos otros los que intentamos ayudar y aportar lo que corresponde. Buscándonos la vida desde el campo y desde las ciudades; porque también hay jóvenes que han decidido ganarse así la vida. Pero supongo que hasta para ellos habrá críticas de: “bueno, con casi todo mecanizado ahora seguro que no hacen gran esfuerzo”.

    Cada generación recibe lo propio sin ser culpable de ello. Nos ha tocado romper tabúes y mostrar realidades concretas; seguramente esos señores ya sepan de sobra enseñar a poner nombres y apellidos a los sentimientos, dar luz a miles de situaciones que la necesitan, tratar la sexualidad de forma natural, promover un mercado laboral lo más sano posible desde una multitud de especialidades, asegurar una concienciación política adecuada… ¿No?

    Me niego a sentirme culpable por el hecho de que ellos no valoren todo nuestro esfuerzo. Rechazo absolutamente cualquier idea que suponga que la juventud está dormida, cuando está más despierta que nunca. Y renuncio a cualquier similitud con la fragilidad del cristal; porque más que cristal yo percibo a mi alrededor (y ya desde las aulas) diamantes en bruto. Indestructibles y con ganas de brillar. Para trabajar, como hicieron ellos, por y para un futuro en el que, esperemos, no haya que hacer lo que ya se está haciendo. Que poco no es.

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