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Por Vicente García Nebot
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Érase que se era...

    Hubo un tiempo en el que una pareja joven de unos 30 años podía comprar un piso de protección oficial, construido por una de las constructoras promotoras pequeñas o medianas que había en nuestros municipios y financiada por los bancos. Ello permitía a estas parejas independizarse, tener hijos y empezar una nueva vida. Eran los años 90.

    Treinta años después eso es impensable. Las administraciones no promueven un parque público de viviendas. Tampoco dan ayudas que incentiven a los pequeños promotores a iniciar promociones nuevas. En realidad, no existen estos pequeños promotores porque fueron arrasados por la crisis financiera e inmobiliaria de 2008-2015. Y los pocos que quedaron están suficientemente escaldados para no empezar aventuras. Se conforman con las obras de rehabilitación y poco más.

    Las entidades bancarias siguen ganando dinero a mansalva, pero se resisten a invertir en ladrillo por dos razones: porque todavía tienen activos tóxicos que colocar y, la razón más importante, porque no les hace falta para nada (ganan más dinero ahora que antes y nadie les obliga a reinvertir sus indecentes ganancias en la función social que es facilitar prestamos que permitan un acceso a la vivienda a nuestros jóvenes).

    Véase que no he dicho “regalar dinero” de los bancos a nadie. He dicho “prestar” a intereses adecuados una parte de los 26 mil millones de euros que ganaron en beneficios en 2023. Pongamos que presten un 25%, por ejemplo, y que el restante 75% se lo repartieran entre los accionistas (o nos devolvieran poco a poco el dinero que les dimos para salvarlos en su día).

    Serían 6,5 mil millones para prestar, a tipos de interés bajos, para vivienda nueva, en régimen de alquiler o venta. Ello, junto con una política de vivienda incentivadora por parte de los ayuntamientos, podría ser una solución a corto plazo.

    Pero o no lo ven o no interesa. 

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