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Por Vicent Albaro
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Fabricantes, machos y burros

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    Fabricantes, machos y burros- (foto 1)
    Fabricantes, machos y burros- (foto 2)
    Fabricantes, machos y burros- (foto 3)

    Comienzos de los ochenta del pasado siglo, en la primera legislatura del alcalde Vicente Sanz. Andaba un servidor por el pueblo como un enajenado, buscando mulos para llevar la recua al pregón de Castellón. Gestión tras gestión resultaba infructuosa, quienes gozaban de notable pedigrí arrriero en la localidad, no disponían ya de animales en cuadra. No había manera de conseguir un mínimo de cuatro cabalgaduras, cuatro mulos que formaran una reata digna para que los puristas en la materia no nos sacaran un "trobo", menos de ahí mejor no salir de casa.

    En estas cavilaciones conversaba con mosén Aguilella, que ejercía de vicario en la parroquia, diciéndole el siguiente comentario: "En Alcora, burros todos los que quieras; pero machos, machos...no hay ninguno" Esta afirmación aún hoy en día, y muy de vez en cuando me la recuerda con tono jocoso, porque si se descontextualiza, es cuanto menos para salir corriendo.

    En Alcora machos no hay, pero burros todos los que quieras. Y era verdad. Los grandes arrieros se habían hecho viejos y el género mular les venía grande; o se habían desecho del animal u optaban por el borrico, que se ajustaba más y mejor a las pequeñas tareas agrícolas de la huerta doméstica. Mi abuelo Colás era un ejemplo claro. Toda la vida trajinando con reatas de varios mulos, transportando troncos de pino desde los montes del Peñagolosa hasta el Grao o Valencia, y ahora en mi juventud -que era su decadencia- solo le quedaba la burrita Lucera para conservar un recuerdo nostálgico, una reliquia viviente de lo que un día fue.

    Cuatro mulos logramos recomponer para la hazaña de bajar la Recua Arriera a Castellón en 1983. La mula de Pepe el Terroné, un mulo de Guillermo la Paua, otro de Jaime el del molí de Pusa, y otro de la Foia. Cuatro acémilas con más pellarancas que músculo, guardadas como vetustas reliquias por el afecto y gratitud que secularmente, han tenido los hombres de campo a las bestias que procuraron el bienestar para sus casas. Veinte años tarde, habíamos llegado veinte años tarde.

    Llegó la plaga del desarraigo. Durante esa época éramos niños de escuela. Fue en ese tiempo cuando el pueblo dio un giro de ciento ochenta grados y pasó de agricultor a fabricante. Históricamente ya existían los fabricantes pero eran los menos. Siempre ha habido fabricantes antes del azulejo, la gente llamaba "fabricantes" a los operarios de la Gran fábrica, de los tejares y rajolares, de las alfarerías y ollerías... aún y así, todos se servían de los animales para las tareas más arduas y pesadas. En esos años se produjo la quiebra total de un modus vivendi, porque los seguros jornales de las fábricas comenzaron poco a poco, el exterminio de aquel viejo mundo. La modernidad se imponía en todas partes y los de mi generación, no éramos conscientes de ese cambio trascendental que se venía produciendo. Imagino que los que nos llevan años sí lo fueron o al menos, tenían capacidad intelectual para verlo con meridiana claridad.

    Crecí viendo los carros llenos de algarrobas en el abrevador de los Hermanos, antes de llegar a casa. Cómo mi abuelo enganchaba la burra al carro, cómo cada atalaje tenía su propia nomenclatura y posición concreta. Yo mismo sacaba a Lucera de la cuadra y la llevaba a abrevar algunas veces. El olor de la paja y las algarrobas en el pesebre, de la alfalfa seca y de la cebada junto a las aparejadas colgadas de la pared, las largas y densas telarañas oscuras, todo formaba parte del paisaje de la niñez. Aquellas caricias en el cuello, sintiendo el calor de sus hocicos, sin saberlo, estabas contemplando el fin de aquel mundo rural donde se amaba y respetaba a los animales.

    Con el progreso fabril, las cosechas ya no eran rentables y se abandonaron los campos. Los machos fueron desapareciendo paulatinamente dando paso a la mecanización. En los pueblos se fueron olvidando las tradiciones al mismo tiempo que se expoliaba un inmenso patrimonio de muebles, aperos de labranza, ajuares de caballerías, etc. Robos en masías de brocales de piedra para viviendas de nuevo cuño, robo o destrucción de aperos cubiertos de polvo en cuadras vacías. Quema de aparejadas mohosas en la hoguera, hechas ceniza donde paradójicamente se festeja todo este mundo agrario. Se robó todo lo que se podía vender y se destruyó lo que parecía inservible y molesto.

    Tuvieron que pasar muchos años hasta mi generación, en que tímidamente se comenzó a valorar y restaurar todo el inmenso caudal destrozado. Muebles y otros objetos tuvieron suerte, las caballerías no. Y al final de la historia, ya ni machos ni burros para poder hacer un mal chiste. La extinción se había completado con éxito. Poco o nada quedaba de aquel ayer, en el que habíamos crecido rodeados de mulos y caballerías que supusieron un orgullo de casta. Porque cada animal tenía el nombre de su propietario: El macho de Pepe Rua, el de Coletricos..., el de...etc. no me digan que no suena evocador y familiar. En torno a los mulos giraba el pueblo y morirse un animal, era una desgracia tan grande o más que fallecer un familiar, porque costaba muchos dineros y la familia podía arruinarse por ello. El mulo era un orgullo para las familias agrícolas y trajinantes, también era un signo de riqueza, y los arreos y aparejadas constituían una señal de buen gusto y galanura.

    Y me preguntaba un niño hace escasos días en una charla sobre la fiesta de san Antonio Abad, por qué llevaban los mulos esas aparejadas tan preciosas en la Matxà. En el párrafo anterior tienes la respuesta. A unos pocos se nos quebró el corazón cuando este mundo desapareció del mapa, porque con ello perdimos algo muy importante, nuestro linaje y nuestra idiosincrasia como pueblo. La modernidad nos había robado la identidad y el patrimonio. Y está bien que cada día haya mayor conciencia sobre las cuestiones culturales que nos son propias, pero no es suficiente. Ya perdimos demasiados años en el pasado, para que ahora mantengamos una posición tibia de cara a una galería mediocre, que está más propensa al envoltorio que al meollo de la cuestión.

    Así que con el permiso de todos ustedes, y a pesar de los pesares que los hay y muy graves, yo seguiré emocionándome al paso de la Recua Arriera como símbolo. Con sus mulos y aparejadas, con su trajín de cencerros y algarabías. Y soñaré que algún día a alguien, le dé por valorar la base de todo este mundo: los rústicos animales, tan escasos como preciosos. Yo lo intenté y fracasé en el empeño, otro más, pero la vida sigue. Machos romos o yeguatos, de carne y hueso, con cascos que recortar y calzar, con pelaje tordo, bayo o negro que esquilar. Están muy bien los museos y monumentos, pero aquí hablamos de lo auténtico, de lo de verdad. El día que algunos hombres de buen criterio no lleguen otra vez tarde, y sepan ver en las toscas formas de los machos, la esencia de su cultura y de su ser y estar...ese día, sí que habrá más machos que burros, dicho sin doblez y con la mejor de las intenciones. A buen entendedor con pocas palabras basta.

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    comentario 1 comentario
    Vicent Bosch i Paús
    Vicent Bosch i Paús
    27/01/2017 08:01
    Jo també ho he conegut.

    El matxo, el carro, els gossos darrere lligats, a un costat el fre i a l'altre, la sarieta i un vaso o una marraixa. A Llucena o Costur, no sé com eren els carros, crec que no hi havien, però a Castelló eren una gran plataforma i tenien quatre rodes!!! Jo de la quinta del 69, com tots els de una edat més avançada o prou més joves, d'haver nascut al segle XXI, no sabríem res de l'horta, ni d'ases o someres i matxos. Jugaríem amb el mòbil o les tauletes (così fanno tutti). I l'ase més famós de l'Alcora era el del "Pilotero" i el matxo el de Pepe Rua, que era més manso que una "burra".

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