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Por Vicent Albaro
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Cuando el Señor pasa

    FOTOS
    Cuando el Señor pasa- (foto 1)
    Cuando el Señor pasa- (foto 2)
    Cuando el Señor pasa- (foto 3)

    Cuando el Señor pasa recostado en su mortaja o alzado en la cruz, no es un viernes cualquiera, aunque en el cielo esté ya la luna llena y el frescor de primavera. Que ese frío azul llegue a las alacenas de las viejas casas que cobertores estrenan, con filigranas de puntillas colgando de sus balcones cual sudario reparador de estertores, por mitigar siquiera los anchos dolores que su Pasión encierra.

    Cuando el Señor pasa por sus calles andariegas a hombros de penitentes, cuyos rostros dolientes se esconden tras un paño, sabedores del daño que la maldad inflige a este inocente, que el populacho maldice como ser inmundo, sin saber que vino a salvar al mundo de sus ingentes calamidades y tribulaciones latentes. Son esas calles estrechas y grises, de mohosas tejas llenas de verdines, de chimeneas rancias sin humaredas vitales, ni olor a cocina de pucheros generosos, o reposterías golosas, recetas perdidas en arcones de la memoria de nuestras  madres y abuelas.

    Cuando el Señor pasa, ya no hay olores de jazmines, ni tapices de romeros en flor que la primavera bendice. Ni aromas de tomillos de las rústicas fincas, que en los altillos caseros reposaban pendientes de una viga, para ser combustible ardiente de modestos braserillos, con que aliviar los últimos fríos de madrugadas y velas de plegarias, que avivan la fe sagrada heredada y aprendida desde siempre.

    Cuando el Señor pasa, no roza siemprevivas ni murcianas colgantes, con sabor a geranio antiguo, de pétalos encendidos cual clavellinas moradas, recostados en sus llagas adoradas, en tarde de visitas a los monumentos. Bellos encuentros.  Son esas preces elevadas en murmullos sordos, buscando empapar en limpios paños de lino, los regueros de sangre aún vivos, que los fríos clavos han esparcido en la tierra reseca de consuelo, piedad y abrigo.

    Cuando el Señor pasa, la gente mira. Sobrecoge el dolor y el drama. Él te ama. Como ha amado a otros que anduvieron a su lado, con el cirio lagrimoso de la cera de abeja, que asemeja su sentido testimonial. Luminoso cirial. Con el fervor hermoso de quien sabe, acompañar al caído con sus despojos a la fría sepultura. Horas de amargura. Bajo esas máscaras de antifaz, hubo otros rostros que ya no están. Cruzaron el umbral de su rito exequial. Y anduvieron silentes con el corazón ardiente respirando el mismo aire que la noche desprende. Escuchando al ruiseñor recién venido, que pronto hará su nido en el vergel que desciende, desde las casas colgantes al río verde.

    Cuando el Señor pasa, encorvado por un madero, alzado sobre una cruz o vencido en su sepulcro, la música dulcifica y apacigua el tremendo drama, mientras retumba el trueno en sonoros ritmos de tambores y bombos sobrecogidos, es como si pasara la vida en un instante, como un suspiro. La niñez inocente, la juventud impetuosa, la gloria de las victorias, la amargura  de las derrotas, la triste soledad de la vejez y la frialdad de la muerte. Inerte.

    Cuando el Señor pasa, no está solo. Va su madre tras él, con los helados cuchillos emblema de siete dolores en su pecho, que brillan en la noche. Aquí no hay despecho, ni resignación amarga. Y aunque Virgen de los Dolores la llaman, convertirá en corona de flores la lacerante de espinas. Porque en Ella más bien se deposita, la sentida esperanza del día de Gloria que la pasión y muerte. La Pascua de su Resurrección como gran verdad, colofón de su Natividad.

    Y aunque la humana terquedad pueda afirmar, que cuando uno se muere, surgirán mañanas luminosas bajo cielos azules de primavera indiferentes a nuestra situación postrera, ya metidos en la caja de pino y del abismo camino. Solos, con una triste mortaja dejándolo todo por perdido, por más coste y alto precio que hubiere tenido. Y que allí todo acaba, para resultar entonces que nada tiene sentido y en realidad se fracasa.

    Cuando el Señor pasa, no pasa, se queda. Te mira, sonríe y te abraza. Abre los ojos. Tras lúgubres jornadas de velos negros y sombras, la luz se amplifica, inunda y realza. Abre tus brazos también, ya que en la Pascua, el Señor resucita y su fuerza todo lo alcanza. De las montañas a los rincones de las ermitas, no hay piedra sepulcral que resista al fragor impetuoso de la nueva vida. Ya no hay heridas, solo beatitud y calma. Es lo que su Palabra proclama, y con su sello martirial rubrica. Su Amor santifica y con todos sus desvelos, allana el tránsito al ansiado Reino de los Cielos. Coro de querubines, Trinidad Santa.

    Cuando el Señor pase… encorvado, alzado o vencido, no llores ni desmayes. Lo acunan sus ángeles, y te tiende su mano, para que los humanos le seamos fieles, y como hermanos llenemos nuestra vida de rosas y no de hieles.

    Que la Semana Santa y la Pascua, sean motivo de encuentro y conciliación.

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