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Por Vicent Albaro
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La casa en venta

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    La casa en venta- (foto 1)

    Se fue del pueblo y la casa se cerró, quizás para siempre o no, nunca se sabe. El casco viejo es sosegado y luminoso, luces y sombras azules bajo los aleros de tejas rancias y mohosas. El campanario se eleva destacando sobre el cielo limpio que cruzan bandos de vencejos chillando. No hay ninguna fuente para escuchar su rumoroso son, el agua se vende muy cara últimamente, y no hay ya sensibilidad humana que haga manar ni siquiera un hilillo, para matar el silencio profundo que inunda el corazón del pueblo. La casa sigue cerrada a calicanto como otras muchas, pero ésta es diferente tiene solera y abolengo, con unas vistas al río que enamoran y cuyo paisaje se pierde en la lejanía preñado de montañas azules.

    Si pudieras entreabrir la puerta y la indiscreción te permitiera escudriñar el interior, hallarías la entrada desierta, alicatada de añeja azulejería barroca y sobre la mesa un viejo periódico y un vaso de agua a medio consumir. El silencio se propaga por toda la casa, los muebles están cubiertos de una pátina de polvo, hay cuatro sillas antiguas de rejilla, una desfondada, ya no hay quien haga estas manualidades reparadoras. Conforme te adentras flota en el aire un profundo abandono, que con el silencio perenne te abocan a la desesperanza. En el comedor, tras los cristales de la alacena se observan varios platos de cerámica de Aranda, y una escultura polícroma en forma de perdiz. La mesa conserva un mantel de filigranas con puntillas, si alguna vez fue blanco, ahora se ha tornado amarillento. Todo rezuma tristeza y te va abocando a una melancolía indefinida, esa misma que intuye y presiente la venida de las catástrofes.

    Por el ventanal se perciben los huertos próximos, otrora naranjos y limoneros, huertas ubérrimas, buganvilias, geranios, rosales, galanes y jazmines que adornaban los mayos y tapices el día del Corpus. Esos mismos huertos, ahora son un pastizal reseco e inerme, al pairo de las malas hierbas que mancomunan el yermo. Me gustaría que alguien respondiera a mi llamada, pero nadie percibe el mínimo ruido, la casa sigue estando vacía y solitaria. Las campanadas resuenan cercanas, como salidas de la casa vecina, me pregunto ¿Cuántos habrán escuchado los mismos toques de ahora mismo? Los dueños que se fueron lejos, sus viejos que están en el cementerio, y los que moran por los alrededores, pues las campanas siguen siendo las mismas con sus toques de siempre, en las mismas horas y señalando el calendario litúrgico.

    Nadie sale a verme, estas casas abandonadas se parecen todas, aquí vivieron hombres del pueblo cuando aún lo era. Agricultores, poetas, misántropos, artesanos de todos los gremios. Casas con los muebles rotos, oliendo todo a rancio y a viejo, salas polvorientas y cerradas, sin vida aparente. La cocina apagada, la chimenea soltando hollines al cambio del tiempo, el huertecillo muerto, algún cristal roto y ni chirrían las puertas de sus ventanales. Conforme avanza esta intrusión imaginaria un presentimiento doloroso te embarga. Y entonces la imaginación te juaga una mala pasada, ves una silueta vagando por la casa casi tambaleante, con el batín y las pantuflas, arrastrando los pies va a la cocina y abre el grifo, toma agua en un vaso y a sorbos, traga tres pastillas.

    Lo conozco y silenciaré su nombre, tuvo tres hijos, un varón y dos mujeres. Todos estudiaron carrera y viven fuera, alguno en el extranjero. Perdieron el arraigo hace tiempo, los amigos de la infancia duran lo que duran, hasta el fuego más intenso lo apaga el desapego, y las cenizas las escampa el viento. Este hombre en su época tan bien afeitado y pulcramente vestido, anda desaliñado con la barba de varios días y el pelo alborotado. Esta imagen me entristece aún más de lo sentido, quien lo ha visto y quién lo ve. En los pueblos suele haber gentes insignificantes, anodinas, vulgares pero que con una pizca de simpatía te conquistan. Hay otras altivas, engreídas, ensimismadas que te rozan sin mirarte y adiós muy buenas. Pero todas desaparecen, el bueno y el malo, el héroe y el villano, el anónimo y el artista. ¿Dónde están todos ellos con sus nombres y sus casas? ¿Aquellos prohombres de nuestra niñez y adolescencia? Los reconozco en esta sombra que vaga por esta casa, a casi todos, y un escalofrío me recorre el alma. Y si alguno ha sobrevivido a sus tragedias y la ruina de su casa, no podrá resistir la muerte de familiares y amigos, y la vejez solitaria le pesará como una losa en esas casas vacías y cerradas, cada vez más numerosas que abruman el espíritu y presienten jornadas calamitosas.

    ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Los años han ido pasando, la juventud con sus vigorosas energías se han perdido, el ambiente amable y jovial que conocimos ya no existe, entonces ocurre que poco a poco se va uno deslizando por una pendiente destructiva, de la que quisiéramos salir y no se puede. Así un día, descuidas los vestidos, las costumbres las aparcas, la limpieza se retrasa, las comidas se alteran, las diversiones se olvidan y esos olvidos te arrastran a la anulación definitiva. Se fueron los hombres del pueblo que eran nuestras referencias, y mirando esta figura que vaga por la casa, los veo uno a uno. Ni gritando sus nombres se inmuta, mientras se pierde por una escalera aferrado a la barandilla, al piso de arriba.

    Antes de doblar el último escalón me ha mirado a los ojos, y ha sonreído. Parecía querer decirme alguna cosa que no he entendido, solo al final ha sido comprensible el...:

    -…ay, ay … Xiquet d’Alcalaten…

    Y ha vuelto el silencio mientras un frío denso recorre la casa empujándome hacia la puerta. Yo no he sabido decirle/s nada, hubiera podido multiplicar mi verbo en mil temas para cada rostro, pero nada ha salido de mis labios, ni una retahíla de vulgares palabras…Y he guardado silencio, desconcertado ante el ambiente y los mil rostros del hombre que han desaparecido con él por las escaleras que conducen a las habitaciones, las mismas donde antaño se amortajaba al finado en lechos de muerte. Al salir a la calle, seguían las sombras azules bajo los aleros de tejas, el campanario apuntando al cielo azul, el portal umbroso y húmedo por el riego de las plantas en los balcones cerrados. Chillaban los vencejos por el cielo…

    Y ensimismado por el rostro desaliñado del viejo y la ruina de la vieja casa, me topé al doblar la esquina con una ruidosa charanga y un numeroso grupo juvenil cantando y danzando a coro, camisetas de colorines, mochila a la espalda y vaso de licor en la mano…era como un jarrón de agua fría en el rostro; me olvidaba, son las fiestas del barrio. Que siga el jolgorio.

    (Una metáfora que nunca me hubiera gustado escribir, lo digo con la mayor sinceridad)

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