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Por Vicent Albaro
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Los abuelos y el veraneo

    Hoy en día cuando llega el verano, el de los calores pegajosos y noches de basca insoportable, que se ciñe generalmente al mes de julio, a la gente le da el yu yu de irse a lugares más confortables donde mitigar tanto ardor incómodo. La costa agraciada con suaves brisas marinas; el pueblecito de interior donde aparte de la calma, las noches refrescan y necesitas el cobertor de entretiempo; la casita de campo que bien acondicionada puede llegar a ser un minúsculo paraíso, y quien puede que los hay multitud, se van de vacaciones a vivir a la bartola a hacer valer el viejo dicho de: “Servidme criados, que de buena casa vengo”, cambiar por “buena pasta tengo” y todo casa. Y para colmo, quien no puede evadirse con alguna de estas opciones, está de un humor de perros y amargado hasta el tuétano.

    Así que visto lo visto da la sensación que quien en el pasado no podía realizar tamañas actividades, podía parecer un paria o un infeliz desheredado de los placeres mundanos. Y como mi página parece una moviola, según me dice un buen lector que me sigue, voy a darle al archivo de la memoria y transformarlo en crónica literaria para constatar que de lo dicho nada de nada, que la gente se lo pasaba bien y más que eso, requetebién con lo poco que tenían hace unos años, sin tanta alaraca ni prejuicio. Eso sí, lo que no tenían era vacaciones, porque en la cuestión laboral la moda era trabajar en verano, pues si era agricultura es tiempo de cosechas, y si se entraba a la fábrica se trabajaban las vacaciones para cobrarlas extra al sueldo y poder echar la casa (niños incluidos) para adelante.

    Cada pueblo era una isla, sin medios de transporte y nula o escasa comunicación, más bien al contrario, con ancestrales rencillas tan absurdas como irracionales pero presentes hasta hace bien poco. Aún hay villas cuya antipatía es mutua y se trasluce a la primera de cambio. Así que había que componérselas para pasar los meses de julio y agosto lo mejor posible, ahí nacieron las fiestas de los barrios. La misa al patrón, la novena, la procesión, alguna comilona extra, cuatro dulces de repostería caseros, engalanar las calles, participar en los bailes folklóricos de rondalla; y los de plaza amenizados por algún virtuoso del acordeón, y la fiesta estaba ya servida. Para la chiquillería bastaba con organizarlos un poco en los múltiples juegos de calle, tan en boga y tan generalizados cuyas reglas se sabían al dedillo por todos. Comenzaban por una parte del pueblo y acababan por la otra, en la ermita de San Vicente hacían los “Porrats” y todos tan contentos.

    Entre tiempo de festejos inter barriales, estaban los lavaderos comunales donde acontecía el Reality Show de Sálvame, en versión local y en directo. Con aroma a Ese, jabón casero y lejía LASEO, lava la señora y lava el caballero. Y entre refriega, enjabonado y enjuague, nadie escapaba al inmisericorde recital del repaso de noticias varias, asuntos del corazón, de ombligo para abajo, y de reyertas varias en proceso o consumadas. También estaba la fresca, que era como una reunión familiar en la calle, donde continuaban las tertulias a coro de la más variada temática. Por cierto, en esta bendita tierra agraciada con múltiples fuentes de las que hoy apenas queda ninguna, existían recorridos para conseguirla bien fresquita según sus propiedades, y saborearla en el botijo, “Baso” en versión local. Los más sibaritas se acercaban a la Fuente Nueva con seis chorros poderosos y eternos, para refrescarse con soda “paperets de llimoná”, que vertían en un vaso, y en su ebullición ejercían un gracioso y sabroso cosquilleo en el paladar, con posterior y sonoro eructo. Cosas de aquel tiempo.

    Cada vez más las sombras se adentran en mi memoria, difuminando los recuerdos y las historias que escuchaba a los viejos, en aquellas noches de verano. Poco o casi nada se ha escrito sobre aquello, quizás porque era la vida muy similar en todos los lugares, y a nada se le daba importancia. Era todo tan espontáneo y natural, que a veces me sobrecojo de cómo aquellas gentes pudieron hacer tanto, en un medio tan parco y hostil. Cuando escribo estas líneas me entero que la festividad de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María, se ha dedicado a los abuelos, como homenaje a su ingente labor. En los telediarios de todas las cadenas se ha resaltado este evento, acuñando que la crisis ha sido más fácil de sobrellevar por el esfuerzo titánico de los abuelos. O subvencionando pasta, o cuidando de los nietos. Siempre los abuelos, entrañables, indispensables y también olvidados abuelos.

    Cuentan los sabios que el recuerdo del abuelo se pierde en la cuarta generación, o sea los biznietos no sabrán nunca de ti, o muy poca cosa. También dicen las estadísticas que los abuelos son muy valorados por los nietos, cosa evidente si pasan mucho tiempo con ellos, y son capaces de transmitirles vivencias y valores. Esos que dan el poso de la experiencia de toda una vida, con la serenidad de los años vividos y la vista puesta en la meta de fin de carrera. Yo personalmente, guardo un gran recuerdo de mis abuelos. En mis tiempos ya se estilaba eso de quedarte con los padres de tus padres. Y de ellos aprendí muchas cosas que valoro hasta la devoción. Y me sorprendía de cómo unas personas iletradas de escuela, sabían tanto de otras muchas cosas de las que yo no tenía ni pajolera idea. Saberme las preposiciones de memoria y los reyes godos, no me daba ningún privilegio frente a ellos que apenas podían estampar su firma en cualquier documento.

    Me duele que esta sociedad actual del lujo real o ficticio, del despilfarro pudiente o a crédito, de la ególatra obsesión por el goce, deleite o fruición, desprecie a los viejos. Y despreciarlos es infravalorarlos, ignorarlos, abusarlos, abandonarlos y verlos como un estorbo vital, un ser ignorante e ignorado que chochea, poco menos que un mueble en desuso. Y máxime cuando pasaron lo que pasaron, que fue mucho. Les robaron la niñez y la juventud. Algunos perdieron su vida para nada. Renunciaron a la propia comodidad para darla a sus hijos. Fueron héroes de un tiempo que ojalá no vuelva nunca. Pasaron hambre y toda clase de calamidades, trabajaron hasta deslomarse y de la nada, a costa de renuncias, crearon un patrimonio. Un milagro que ya casi nadie recuerda, pero del que se aprovechan muchos.

    Yo quiero recordarlos en esos veranos sencillos e ingenuos, lejos de la sofisticación reinante. Volviendo de la huerta con sus hortalizas en el cesto de mimbre. Arreglando manojos de esparto. Pelando panochas a la fresca de anochecida, prediciendo el tiempo por el viento que entra de los arrabales, calle adentro. Escuchando sus historias de clases magistrales del comportamiento humano. Preparando un farolillo con la sandía para salir de ronda. Tocando con la bandurria unas fugitivas notas de l’Albà. Yo os recuerdo abuelos, a todos los del barrio. Y reclamo para vosotros por este medio de escritura que tengo: el Respeto y la Dignidad que os merecéis. Por todo lo bueno que habéis dado. Por tanto como habéis dado, y que seguiréis dando mientras la salud y la vida os respeten. Gracias, abuelos, todos. Senectud, a la que todo humano está abocado, si es que la vida se le ofrece larga y serena. Otro nuevo milagro.

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