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Por María José Navarro
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Analfabetismo político

    He tardado una semana en sentarme delante del ordenador y escribir algo referente a las elecciones del pasado domingo, intentando asimilar los resultados, intentando entender cómo tantas y tantas personas (un 15% del escrutinio total del país) han decidido votar a un partido que destila odio por todos los costados, un partido que está dirigido por personajes que no saben lo que es ganarse la vida con el sudor de su frente, pero son capaces de llegar a las tripas de mucho del electorado con mensajes racistas, machistas y clasistas, ese partido al que seguiré sin nombrar, por coherencia y porque entiendo que es lo que se debería hacer (y haber hecho) desde todos los ámbitos, pero desde luego desde el periodístico.

    Mensajes de odio a los que se ha tenido que responder desde multitud de entidades, llamando a la calma y rechazando y denunciando esas soflamas tramposas, manipuladas e inciertas contra las personas migrantes, contra el feminismo, contra el movimiento LGTBI, contra los y las docentes a los que acusan de adoctrinar, contra el aborto… en definitiva, contra cualquiera de los avances que se han conseguido en este país en los últimos cuarenta años.

    Sin embargo, el otro día leí algo en el muro de un amigo, que consiguió tranquilizarme, ya que se hacía una comparativa de los votos de la derecha en las elecciones de 2011, donde el PP consiguió 10,8 millones de votos (44,63%); en las del 2015, donde PP y Cs juntos obtuvieron 10,7 millones (42,6%); y en las de noviembre de 2019, en las que el trío de partidos (PP, Cs y el innombrable) tuvieron 10,2 millones (42,5%). Estos datos me ayudaron a darme cuenta que el voto de la derecha es siempre más o menos el mismo, solo que la aparición de la extrema derecha ha provocado que a muchos de los votantes del PP se les caiga la máscara de demócratas, dejando su verdadera faz al descubierto.

    Pero un dato me dejó muy intranquila, pues en los lugares donde más votos ha obtenido el partido ultra, han sido, precisamente, de la gente más joven, lo que me lleva a pensar la gran incultura política (histórica, social, democrática y participativa) que ello supone, y no pude menos que relacionarlo con las elecciones a Consejos Escolares que se celebrarán esta semana en todos los centros educativos de nuestra comunidad y la escasa importancia que se le da a este órgano de gestión (además la LOMCE elimina cualquier atisbo de ilusión en la participación, al dejarlos como simples órganos consultivos), que es el espacio en el que nuestras chicas y chicos deberían aprender de democracia, de debates, consensos y participación, y, que, sin embargo, están vacios, en la mayoría de los casos, de esa ilusión participativa y democrática, quedando como una tarea burocrática que tenemos que realizar en los centros, para cubrir el expediente. Triste.

    Como soy de las que piensan que solo a través de la educación podremos cambiar este país de pandereta, me parece que debemos esforzarnos todas las personas que de una u otra manera estamos relacionadas con ella, para mejorar esa educación cívica y en valores democráticos (que no es necesario que sea una asignatura) que les ofrezca a niños, niñas y adolescentes la base de esa cultura participativa, reflexiva y crítica, que nos evite sufrir las vergüenzas de ver a una señora diputada diciendo aquello de empoderar a las mujeres cosiendo un botón.

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