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Por Vicente Martínez - Alcalde de Xilxes
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¿Queremos buenos políticos?

    Me lo pide el cuerpo. Quiero hacer una defensa de la función política. Sé que en estos tiempos es ir a contracorriente. Pero también sé que es necesario que alguien haga las reflexiones que yo me hago. Tal vez no sea el más indicado por cuanto soy parte implicada pero, créame el lector, lo diría igual aunque no lo fuera.

    La base del estado democrático es que las administraciones públicas han de ser dirigidas por personas elegidas por el pueblo. Parece una obviedad, pero últimamente no se tiene en cuenta en los debates, muchas veces teñidos de demagogia. La democracia exige eso, que los presidentes, diputados, alcaldes y concejales sean elegidos por el pueblo.

    Sentada esa primera premisa, que no por obvia creo necesario remarcar, hay que resolver a continuación quién puede ser elegible, apto para desempeñar esos cargos. También resulta una perogrullada recordar esto: cualquiera.

    En el tercer paso tenemos ya al representante elegido (que llamamos genéricamente “político”) que pasa a desempañar su función, ya sea diputado, senador, ministro, presidente, alcalde, concejal, etc. ¿Cómo debe desempeñar su cargo?. Parece lógico deducir que debe dedicarse a ejercer el cargo tanto tiempo como éste le exija. Nuevamente otra obviedad. Ya aquí viene el meollo de la cuestión: ¿debe ser retribuido su trabajo? ¿Cuánto?.

    Aquí es donde radica el debate de la actualidad. Si exigimos que los cargos públicos tengan retribuciones mínimas por su dedicación corremos un riesgo doble: que la dedicación no sea suficiente o que sólo los muy acaudalados puedan optar a esos cargos. Ninguno de los dos efectos parece deseable.

    No retribuir la dedicación a la política implica, como primera posibilidad, que los cargos públicos deban asumir dedicaciones profesionales paralelas que les permitan subsistir, mantener a sus familias, porque nadie (ni siquiera los políticos) “viven del aire”. Es una posibilidad, pero, en mi modesta opinión, ello derivaría en un gobierno de funcionarios y unos políticos que firmarían lo que no conocen o lo que no gestionan directamente. Ya digo, es una posibilidad, pero no la considero deseable por cuanto ello socava la primera premisa que alegaba al principio: las administraciones públicas han de ser dirigidas por personas elegidas por el pueblo. Y no es que no considere a los funcionario públicos aptos para hacerlo, nada más lejos de mi intención. Simple y llanamente es que ese no es el objetivo de un sistema democrático. Cierto es que es un sistema posible, pero no deseable en mi opinión. Siempre cabría la posibilidad de que accedieran a los cargos únicamente quienes no necesitan ingresos para vivir, lo cual tampoco parece democráticamente deseable.

    Retribuir la función política con emolumentos mínimos es otra posibilidad. Es decir, atribuir salarios de subsistencia. Tampoco, a mi entender, provocaría el efecto deseado, al menos para mí: tener al frente de las instituciones a las mejores personas posibles. Está claro que todos los que decidimos incorporarnos a la función política renunciamos a parte de nuestra vida profesional al hacerlo. Nos situamos al amparo de contratos de cuatro años. Es parte del trato. Pero pedir a quien opta a un cargo público que lo haga, que asuma todas las responsabilidades y riesgos que ello comporta y no retribuirlo acorde a ellas es abonar el camino para que sólo accedan a la función política aquellos que no tienen valía profesional o personal para ejercer una actividad que les permita mantener un razonable nivel de vida. Yo tampoco quiero eso.

    En definitiva, y como resumen, creo que la función política deber ser retribuida. Quiero que los cargos públicos sean los mejores que podamos obtener. Quiero que los partidos se esfuercen en presentar candidatos de la mayor valía posible. Y eso, querido lector, tiene precio. Ni mucho ni poco, el justo, pero lo tiene. Otra cosa es demagogia.

    ¿Cuál es el precio adecuado, pues? Esa es otra discusión. En ese debate tenemos mucha responsabilidad los que ostentamos ahora cargos. Deberíamos ser capaces de marcar retribuciones para los cargos públicos de manera que no fueran siempre éstas objeto de debate demagógico, al que todos contribuimos. En mi opinión personal, y así lo hago en el Ayuntamiento, las retribuciones del Alcalde son las de un técnico medio, ni la más alta, ni la más baja. Pero es una opción. Respeto todas las que se plantean pero, por favor, pensemos en todas las magnitudes del problema y no nos centremos solo en la demagogia de exigir continuas reducciones y, si lo hacemos, seamos conscientes de las consecuencias.

    En resumen: ¿queremos buenos políticos? Pues pensemos en todas las consecuencias y decidamos entre todos la mejor opción. Yo lo tengo claro, quiero un sistema democrático y los mejores políticos posibles, no quiero que me gobierne gente sin valía.

     

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