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Por Francisco Planelles
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La casa de Piñatary

    A lo lejos, entre talas y coronillas, allí en donde serpenteando un espejo de aguas cristalina peina las ramas de un sauce llorón. Allí, en donde el aletear de los pájaros quiebra el silencio. Allí es, en donde mi alma pastorea.

    Sentado sobre la enorme piedra que desde lo alto de cauce desafía vientos y tormentas. Contemplo en el horizonte los tornasolados montes, las onduladas praderas y a unos cajás que curiosos desde el cielo, observan.

    A mis espaldas, en la cima de la cuchilla, a la sombra de un enorme tronco que fulminado por un rayo clama a Dios, por volver a ser tierra. La casa está vacía, las ventanas abiertas.

    Se llevaron el cadáver, pero en su interior la muerte aún reina. El polvo clemente quiso borrar las huellas, Pero ahí está sobre las baldosas el rastro de su sangre seca.

    Cuando compramos El Amparo, los alambres holgazaneaban por doquier entreverados entre piques y postres, por lo que tuvimos que contratar a un alambrador para que los pusiera en pie, marcando límites.

    Fue entonces, cuando apareció el Hombre. Piñatary era un cincuentón rayando en los sesenta. De complexión considerable el que de inmediato puso de manifiesto su alta capacidad en el desempeño de sus quehaceres. Era trabajador, prolijo, honrado y dotado de una capacidad asombrosa para convivir con los animales.

    ¡Cuantos terneros moribundos le llevábamos! y al los pocos días, los veíamos retozar en la pradera.

    Piñatary era un hombre cuya fantasía no tenía límites. En una ocasión nos sorprendió con la noticia de que un avión había aterrizado frene a su vivienda y que de él, descendió el Sr. Presidente Vázquez. Quería conocer la tatucera en la que durante la Dictadura había sido morada de un grupo tupamaro. Así lo hizo, y después de tomar unos mates ascendió al avión y emprendió vuelo.

    Los años le fueron llegando y las fuerzas yéndose. Hacía mucho tiempo que había dejado de trabajar cuando un día me confesó –Estoy muy enfermo.

    Pensé que era una de sus fantasías y le respondí. –Piñatary, usted nos va a enterrar a todos.

    Había anochecido cuando sonó el teléfono, lo atendió Adriana, era el capataz y quería hablar con migo.

    -Don Francisco, Piñatary ha muerto, hace un rato pasé por su rancho y lo encontré en la cama, llamé a la policía y aparentemente su deceso se produjo hace varios días.

    A la mañana siguiente me traslade a la ciudad de Soca, pasé por la funeraria, abone el importe de su entierro y posteriormente me fui al cementerio. En la entrada del Campo Santo, familiares y amigos. Gente sencilla y amable esperaban con tristeza y pudor que la tierra cubriera su cuerpo. Al despedirnos frente a la tumba, de entre la tierra aún suelta, emanaba un olor desconocido, un olor, a muerte.

    Sus pertenencias desaparecieron solas. A la familia no le dejaron ni un mísero recuerdo, Caballos, apeos, herramientas, armas, ropa, dinero. Todo se esfumo. Solo quedaron los perros que con el tiempo, uno a uno se fueron yendo. Todos no. Uno quedó que por las noches, se asoma por las ventanas en busca de su dueño y al no encontrarlo, rasga con su aullido lastimero el negro tul, de la noche eterna.

     

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    comentarios 4 comentarios
    paco planelles
    paco planelles
    07/12/2015 01:12
    La vena

    Mi estimado Joaquín, Dihidroergocristina mediante, trato de mantener el flujo sanguineo a las neuronas. Tu opinión me estimula a seguir aflorando raices y sentimientos compartidos. Valoro tus conceptos, como nuestro naranjo valora al sol y al agua del los que se nutre. un abrazo

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