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Por Vicent Albaro
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Los viejos parañeros

    Los he tenido delante no hace mucho. Expectantes y atentos, diligentes y esperanzados. El salón de la Caja Rural repleto hasta la bandera, todos a la espera de ansiadas nuevas, que disipen el negro temporal que se cierne sobre ellos. Ojos cansados, cabellos nevados y alopecias de largos años. La piel cetrina y arrugada pero sensibles los poros. Las manos encallecidas y toscas, pero amasadoras de ternura. Son viejos y cansados. Son libros abiertos doctorados por la UDLV (Universidad De La Vida). Han sufrido mucho, hijos de un tiempo ingrato de guerra y posguerra. De carencias y hambrunas, de ternuras ocultas y sempiternos reclutas del ordeno y mando. Trabajos ingratos de sol a sol, en eneros de lluvias y frío. Veranos agostados de sudores y pajizas mieses, de algarrobas malpagadas y almendros ruinosos. Vendimias con sabor a clarete o champaña doméstica. Aceitunero sin altivez, pero mimetizado en su querido paisaje de siempre. Huertano pertinaz de hortalizas y tandas de riego. Todo esto, fuera de su trabajo diario en el turno fabril o el oficio artesano.

    Cuando se prometía una jubilación dulce, cuando se creía un superviviente tras mirar hacia atrás; y ver a tantos y tantos de otras quintas criar malvas en el camposanto, ha llegado la maldita crisis arrasándolo todo. Pensión corta y mísera que da aún, para mantener a los hijos en paro con la perola a la lumbre, o auxiliando en la temible hipoteca bancaria, firmada alegremente en años de vacas gordas, y ahora, pendientes de un hilo ante la cruel amenaza del desahucio. Son hijos de un tiempo perdido en la historia, esa de la que todos reniegan, hasta los mismos que se auparon en aquel régimen de Franco, el mismo en el que medraron sin recato y esos mismos hoy, cambiada la pertinente chaqueta, se alejan como alma que lleva el diablo.

    Estos no son aquellos. Son hombres rudos y aún honestos, que confían en la raza humana cuyos valores les inculcaron desde niños, sin pararse a pensar la maledicencia de tanta alimaña como anda suelta, buscando el beneficio propio a costa de la inocencia y beatitud de los otros.

    Llegan los albores del otoño. Maduran los membrillos y los madroños enrojecen por los bancales de matorral mediterráneo, la aceituna ennegrece entre las ramas gris plata del añejo olivo. Su reloj biológico les incita a salir al campo con sus aperos de siempre, diligentemente guardados durante un año. Buscan afanosos un abundante pájaro norteño, que vuela en migración hacia terrenos cálidos y amables. Buscan su encuentro anual, como herencia cultural dejada de padres a hijos, en el mismo lugar de siempre. Sacrosanto entorno que cobija reliquias físicas y recuerdos intangibles, de la saga familiar desde siglos. Mismo cielo, mismos bancales, mismos árboles, mismo horizonte que pintaría con los ojos vendados. Es su casa, su hogar, su museo, su santuario. Venera aquello que le transmitieron sus viejos, como un peregrino fiel al ritual del consueta jamás escrito. Escudriña la última luna llena, y le retornan someras vibraciones, aquellos sonidos de maulladores mochuelos, en nostalgia delirios perdidos.

    ¿Qué fue de aquellos tiempos?. Tiempos, donde el hombre y la naturaleza formaban un conjunto perfecto. El respeto de quien se sabe de paso, quien conserva y explota la heredad con moderación y tino, pensando en su inminente traspaso a la generación siguiente. Ese fue su aprendizaje como siempre había sido, hasta ayer mismo. Pues el hoy es dramático e incierto. Tanto, que ya no hay relevo. No están los tiempos para sufrir tanto, para humillarse en vano. Para aguantar lo inaguantable de este esperpento. Todo está al revés, salen de rositas los maleantes y paga el hombre honesto. Leyes y más leyes para aplicar al antojo de las modas, o del que manipula y más grita, o puede mover el sillón al trémulo político de turno. ¿Dónde quedaron la gallardía, la cordura y el sentir del pueblo?. ¿Dónde el sentido común, que es el más común de los sentidos, al parecer desaparecido?.

    Los tuve delante de mis ojos. Inquietos, esperanzados, ansiosos. Soñadores del zorzal en vuelo, emblema de sus ancestros. Arquitectos de piedra seca y de paredes maestros. Botánicos del secano en imposibles injertos. Labradores de tierra apelmazada, segadores de infaustas aliagas y cortafuegos de incendios. Podadores con elegancia, del porte arbóreo maestros. Estercolando tierras calizas de ingrato cultivo, abancalando colinas de imposible ingeniería vertical, ganándole palmos al yermo. ¡Ay, viejos parañeros, si supierais cuánto os admiro y cuánto os respeto!. ¡Si supierais cuánto sufro al veros sufrir, ante tanto desconcierto!. Recuerdo las palabras de uno, uno de tantos, uno cansado de aguantar lo inaguantable y de sufrir insultos y quebrantos. “Si me quitan el parany, me muero”. Frase lapidaria esculpida por muchos en su fuero interno.

    Los tuve delante de mis ojos. Honestos, rudos y sinceros. Esperanzados y ansiosos de poder invocar a sus antepasados, de quienes heredaron este sutil veneno. Y es que la pasión mueve la vida. Y pasión es aquello que se ama con delirio, y no se explica con palabras ni oratoria, ni manidos argumentos, sino con emociones y requiebros. No desmayéis mis viejos, sufridores de la vida y del tiempo, que para todo hay remedio. En ello estamos y por ello aguantamos este indecente sufrimiento. Y por cierto, José el del Hispano, mi retratado paisano, de no fallecer; también hubiera estado, delante de mis ojos, ufano, rudo, esperanzado y como siempre tierno maestro.

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