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Per Vicent Albaro
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Magdalena. De la montaña al llano

    Cuentan las crónicas que los primitivos castellonenses decidieron un día, dejar la yerma colina del Castell Vell y a través del marjal fangoso, instalarse en el solar que hoy ocupa la capital de la provincia: Castellón. Con el territorio pacificado, la fértil llanura era mejor solar que los rocosos peñascos, tal y como ocurriera con el viejo despoblado de Alcalatén y la posterior villa de Alcora, tras la conquista por Ximeno de Urrea. Quizás sea éste, el único paralelismo que esta villa tiene con la ciudad de la plana, máxime cuando la villa en cuestión, no es mejor villa ni gran ciudad, precisamente por la proximidad con la capital de provincia. La atracción del alcorense hacia Castellón ciudad es total por múltiples causas harto complejas y largas de explicar. Y no es de ahora, sino más bien de muchos años atrás. Los alcorinos afincados en Castellón son legión. Y los de toda la provincia y allende términos comarcales, también. Por lo tanto, lo de “soca y arrel” es cuanto menos anecdótico y muy minoritario. Pero Castellón es una ciudad grácil, luminosa y acogedora, así que todos caben y la engrandecen.

    Hubo un tiempo no muy lejano que si alguien quería ilustrarse en el bachillerato y poco más, dada la cercanía debía hacerlo en la capital. Y si el estudiante albergaba aptitudes y posibles, debía emigrar al “Cap y Casal” de Valencia, porque era el único lugar -menos lejano- disponible, donde poder cursar estudios universitarios. Esto no es una leyenda ni ciencia ficción, esto sucedía hace escasas décadas. Por lo tanto todos los estudiantes y mendas lerendas que visitaban la capital, estaban impregnados a priori del ambiente de sus fiestas fundacionales, como son las de la Magdalena. Así que el ritual de participar en ellas es desde muy antaño, lo normal. Los pueblos emigran a Castellón en la semana grande, no solo al vistoso Pregón, sino a cualquiera de los actos programados que tienen el sonoro reclamo de la fiesta en la calle, ferias, mesones, mascletaes, bodeguillas, desfiles, etc. con toda esta algarabía multicolor, la ciudad se convierte por días en un grandísimo pueblo y epicentro de todo.

    Por los años cincuenta y sesenta del siglo XX, los jóvenes alcorinos se desplazaban a la Magdalena en atestados camiones o autobuses repletos hasta la baca; la cuestión era concurrir al reclamo de la fiesta como fuera. Eran los tiempos de un Castellón provinciano, relajado y tranquilo que despertaba a la modernidad. De un parque de Ribalta majestuoso, donde las gentes paseaban con aire decimonónico y gozaban de las atracciones de la feria. Las palomas eran agasajadas con granos y alpiste en una nube de alas y airosos revuelos, sin que te multara nadie. Dar de comer a las carpas doradas del estanque era también un ritual obligado. Y la Pérgola conformaba un amplio y luminoso jardín victoriano de columnatas y marquesinas, de flores y arbustos variados, de enredaderas con jazmines y madreselvas. Un espacio único donde declararse en románticos poemas al uso y saborear la fresca agua de la fuente del “Piliuet”.

    Los días de corrida, los aledaños del coso de Pérez Galdós se atestaban de curiosos que no podían pagarse la entrada, para ver llegar a las grandes figuras del toreo de la época. Y con suerte vitorearlas al salir a hombros ante la algarabía general, mientras se escuchaban los bramidos de la muchedumbre de la plaza en ardientes olés, o alaridos de congoja ante la cogida durante las faenas. Algodón dulce, manzanas de caramelo, globos de gas, tiro al botellín, pinchos morunos…aroma de fiesta a lo grande.

    El día de la Magdalena amanecía con disparo de estruendosos cohetes y los silbidos de los trenes –más ensordecedores aún- que pasaban raseros a la ciudad, por el oeste. El tren soñado por tantos pueblos a los que nunca llegó. Símbolo del progreso de una época y sueño de mentes inquietas que duermen en el olvido. La comitiva de respetables autoridades con las festeras, vestidas con la pompa al uso; la reina de casa bien con su corte de princesas, todas bellísimas. Escoltadas por impolutos coraceros con sable y guardas de campo en perfecta uniformidad, lanzando salvas al cielo con sus armas de fuego. Cuando alguien de pueblo observaba esta estampa, podía compararla inevitablemente con las chaquetas raídas de sus rurales o el gris mugriento de los policeros locales. Cualquier comparación resultaba vana. Esto era poderío y clase. Aquí sí porfiaban a lo grande, y para más inri, mientras en el pueblo las calles estaban oscuras y llenas de baches y pedruscos, en Castellón capital lucían un enlosado perfecto, pulido, regado y barrido por decenas de operarios. A aquellas callejas pueblerinas lo único que las iluminaba era una mísera bombilla en una esquina que no alcanzaba a alumbrar cuatro pasos más allá. Y tan alto meaban en la capital, que no solo tenían una cadena de luz resplandeciente en las calles y avenidas, sino que encima, sacaban de paseo unos monumentos altísimos con multitud de luces de colores, intermitentes y como jugando al escondite entre ellas. Una manifestación de categoría increíble, un barroquismo de luz insultante.

    Y la banda, nuestra banda de música, que acompañaba el día grande a una gayata de barrio en ese desfile, donde todas tocan la misma pieza y llegas a sabértela de memoria. El Rollo y Caña que es un himno festero, y que al buen castellonero le enerva, como a mí un pie de Albà. Así que definitivamente aunque tengamos un lejano paralelismo, como decía al comienzo, no podemos competir con Castellón en nada. Todo lo más arrejuntarnos y hacer bulto en el Pregón, en aquellos dichosos tiempos que bajaban a la capital nuestra reina y damas en comitiva; la rondalla con sus parejas de baile en amenas seguidillas, jota y fandango y alguna que otra vez, aunque pocas: la Recua Arriera. Es nuestra contribución culturo-festiva a la semana grande de la capital que lo engulle todo y lo difumina en un potpurrí inmenso.

    En mi época concejil me limitaron las aportaciones al Pregón a la mínima expresión. Que había demasiadas cosas y demasiados pueblos, que se hacía largo y eterno. Y yo, que de esto sabía un rato, intenté por todos los medios reivindicar a mi pueblo en el tema. Ilustrando al pipiolo de la capital con mando en plaza, un tal Pere Montañés para más señas, narrándole nuestra continua participación en el Pregó desde el año 1945 en su reedición actual. Que algunos pueblos de ahora, entonces eran pedanías insulsas, que ¡oiga por favor! …la veteranía es un grado. Ni flores. El tal Pere Montañés no se daba por aludido y erre que erre. Y mordiéndome la lengua, tachando en el papel oficial timbrado del ayuntamiento: a la rondalla, a los gigantes y demás, dejando solas a la Reina y Damas pero con Pepe Arqueta… por exigencias del guión. Mientras tanto, me iba acordando de Don Federico, de Ernesto Nebot, de Pepitina, del tío Enrique Bou, de Pepe Marso, de Chimo la Catalana, y… de tantos… que en este caso hubieran sacado la garrota y soltado en tono socarrón un grito con… el Madalena Vítol i… aferlamá!

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