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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas X

    Quedándose encogido y roto entre ellos como un niño después de caer, habiéndose hecho daño, que sale corriendo en busca del principio de su existencia, convencido de que cobijado en aquel punto de partido nada malo le puede pasar. La buena mujer buscaba con la mirada angustiada a Rosa, pero sin encontrarla.

    Sospeché por cómo actuaban, que ninguno de los presentes sabía dónde podía haber ido Rosa,excepto yo. Para mi sorpresa, el destino puso ante mis ojos aquel escenario doliente, sin duda alguna para que dejara de compadecerme a mí misma. La vida es una tragicomedia que nos va regalando pequeñas dosis de tristeza y alegría. Por eso, cuando nos roza la felicidad, es lícito aferrarse a ella con avaricia.

    Me apenaba tener que irme, pero la rutina estaba sentada en el salón de mi casa, esperándome.

    Por la mañana,antes de subir al taxi que me llevaría a la estación, pasé a despedirme de la patrona que se encontraba en su despacho repasando facturas, lo hice con la firme promesa de volver pronto. En aquellas horas tempranas la pequeña ciudad costera permanecía dormida con escasa cantidad de personas transitando por las calles. Olía a mar y las gaviotas permanecían en una actividad incansable de un lado a otro. Los servicios de limpieza se afanaban con diligencia en regar y barrer antes de que los coches invadieran el asfalto.

    El taxista que pasó a recogerme, con amabilidad, me acercó la maleta– que ahora lucía bastante más abultada y difícil de manejar que a mi llegada–, hasta el control de acceso de las vías. Le pagué y de pie seguí con la mirada del vehículo que se perdía entre el tráfico.

    Mientras esperaba, la mañana iba avanzando,los viajeros fueron llegando arrastrando bultos y paquetes, ocupando las sillas de la cafetería de la estación con humeantes tazas de líquido frente a ellos sobre las mesas. Un grupo de niños, a los que les calculé tres o cuatro años, entraron en mi campo de visión en fila de dos, flanqueados por su un par de jóvenes a las que supuse maestras.Los pequeños, con sus zapatos limpios y el cabello perfumado, miraban con interés el ir y venir de los trenes.

    – Vamos a ver, atención – gritó la chica al principio de la fila. Los chiquillos la miraron en silencio–. Nosotros, la clase de los dragones, vamos a subir al tren y bajaremos en la próxima estación, ¿ de acuerdo?-- Los alumnos se afirmaron con la cabeza --.Después podréis contarles a los papás lo bien que lo habéis pasado.

    El segundo crió de la fila levantó la mano.

    – Yo no tengo papá, tengo dos mamás.

    – No importa, se lo cuentas también – le respondió mientras le acariciaba el pelo —. Bien, ahora quiero que cada dragón agarre fuerte la mano del que tiene al lado, y caminaremos sin correr en aquella dirección.

    El grupo, obediente, avanzó hasta el final del andén sin correr, como les habían indicado. Se trataba de un grupo de criaturas adorables, tan cariñosos, inocentes y confiados, diferentes serían en edad adulta, cuando la vida se empeñara en llevarles la contraria a algunos de ellos en sus proyectos e ilusiones.

    En el panel eléctrico que colgaba del techo se anunciaba la salida casi inmediata de un convoy. Aun así me acerqué hasta el mostrador para confirmar que el ferrocarril anunciado era el que yo debía tomar.

    A la hora exacta apareció una magnífica máquina de moderno diseño, pintada toda ella de un blanco luminoso. Con la angustia de no entretenerme y entorpecer el cierre de las puertas del vagón, le sacudí unos buenos golpes a mi equipaje,pero finalmente alcancé mi propósito sin más problemas que mi propia torpeza .

    Al fin sentada tranquilamente, pude retomar la lectura de aquella novela que me acompañaba. Mi primera impresión sobre el vehículo fue de un lujo superior al que me había llevado hasta allí. Pronto decidí dejar de darle vueltas a esa idea en mi cabeza para dejarme arrastrar por la lectura que describía paisajes fantásticos, países lejanos y amoríos un pelín impúdicos, pero atrayentes por eso mismo, por el calor que emanaba el relato y envolvía al lector.

    En esos menesteres estaba, cuando el interventor del convoy, un hombre con uniforme azul, se plantó frente a mí con las piernas ligeramente separadas para conservar el equilibrio. Solicita le entregué el billete. El señor en cuestión acabó alternando la mirada del papel a mi persona demasiadas veces para mi gusto, y ese gesto me hizo presentir problemas en el horizonte como así sucedió. Debo suponer que por mi edad comprendió que se trataba de un error y no de algo premeditado. Al interventor se le notaba tenso, un poco incómodo me atrevería a decir, a la hora de enfrentar en el enredo, pero al final dijo sin paños calientes:

    —Señora,este tren no es el que debía tomar. Debió subirse en el siguiente, debe bajarse en la próxima estación y esperar el suyo que viene detrás.

    Mi cara de incredulidad no tenía precio. Acostumbrada a no entrar en conflictos, esta vez no fue diferente y acabé aceptando sus recomendaciones sin más. De tener un carácter más arisco hubiera podido argumentar, y con razón, mi falta de culpa, puesto que el tren en el que estaba ahora se paró en el andén a la hora indicada en el billete que yo tenía. Los retrasos de horarios ni otras cuestiones en modo alguno, eran responsabilidad mía y podía haberme negado a apearme. Esa hubiera sido la actitud de una mujer decidida, valiente, defensora de sus derechos. En pocas palabras, una Juana de Arco o una Agustina de Aragón modernas, pero no era el caso de Elvira, así es que me encontré bajando en la siguiente parada, arrastrando libro, chaqueta, bolso y mal humor.

    Para consuelo de mi ánimo no fui la única que se equivocó. Un joven de color también fue invitado a esperar el próximo tren. Se acercó a mí con el ímpetu de la juventud, además de un importante enfado por lo que ambos considerábamos una injusticia. Tras intercambiar impresiones decidimos poner la correspondiente reclamación en la ventanilla. El chico, alto y musculado, con un pequeño bolso de viaje, caminaba con una ligereza infernal que yo achacaba al monumental cabreo, mientras que mi pobre persona arrastrando todos mis efectos personales, haciendo un ruido de cacharrería cutre al transitar las ruedas de la maleta sobre las baldosas, trataba de no quedarme rezagada. Cuando alcanzamos el edificio, no encontramos ni un alma sobre la que descargar nuestro disgusto. Tal vez fue mejor así, tan sólo funcionaban las máquinas expendedoras de billetes y las barreras que impedían el tránsito de gente sin autorización. En vista de lo que pasó no nos quedó otra que digerir el sofoco cada uno a su manera y esperar.

    Tras permanecer unos minutos en silencio comenzamos a charlar, al ser los únicos seres vivos de aquel lugar a excepción de hormigas, alguna abeja e incluso pequeñas arañas suspendidas en el techo.

    Para romper el hielo, Ghali, como dijo que se llamaba mi acompañante, comenzó explicándo que tenía novia. Me pareció una información innecesaria a la vez que dulce, así que opté por escuchar, y él otro aprovechó para monopolizar una conversación más parecida a un monólogo que a otra cosa, parando tan apenas para tomar aire. Llamaba la atención que entre las frases de sus discurso dejaba caer pequeños apuntes, como queriendo distinguirse de los demás hombres de su religión, Acababa cualquier frase con una coletilla:

    — Yo soy europeo. Mi mujer no estará sometida

    Cuando su interlocutor– en aquel momento yo – alababa su manera de pensar y su avance, el chico inspiraba, hinchando el pecho, sintiéndose reconocido ,regalando una abierta sonrisa de dientes perfectamente alineados y hoyuelos en las mejillas.

    De esta manera y no de otra, el tiempo pasó volando, fue un rato ameno, agradable en él descubrí un montón de cosas curiosas, pero acabé con la cabeza como un tambor. Mis neuronas solamente pueden recibir una pequeña dosis de información diaria .No es que yo no quisiera, es que debido al desgaste del uso cotidiano, no dan para más.

    Sin preguntar, me enteré de que Galí es un nombre árabe que significa« hombre valioso y muy amado», que tenía trece hermanos y que contándole a él eran catorce en total. Esta afirmación en mi, que soy hija única hizo que se me torcieran los ojos como si estuviera bizca, acabando los dos riendo a mandíbula batiente, uno junto al otro, sentados en un banco de hierro pintado de negro, en un lugar desierto.

    Cuando por fin llegó a mi turno de palabra, el reloj colgaba de la pared señalaban la una cincuenta y ocho minutos del mediodía. De repente, como despedido del asiento por una fuerte invisible , Ghalí, o lo que es lo mismo ,«el hombre valioso y muy amado» pronunciando una escueta disculpa, extendió ceremoniosamente una tela que sacó de su maletín, y rodilla en el suelo, comenzó lo que se suponía un rezo en dirección a la Meca.

    Sin saber qué hacer, me quedé respetuosamente quieta y callada, a la espera de que acabara pronto aquella situación, que a fuerza de poco común me resultaba bastante perturbadora .El no saber exactamente cómo comportarme ,me estaba poniendo de los nervios.

    Para acabar de complicar todavía más si cabe la escena, a los lejos empezaron a escucharse las vibraciones de una rueda sobre los raíles. El próximo tren, aquel que se suponía debíamos tomar se estaba acercando.

    Cuando la máquina seguida de seis vagones paró por fin junto al andén, sopesé la opción de interrumpirle, pero estando segura de que el chico era consciente de lo que ocurría a su alrededor, lo dejé de decidir que hacer por sí mismo.

    Sin otra opción, a no ser que me quedara allí, crucé las puertas del vehículo en dirección a mi casa. Al emprender la marcha, por la ventanilla, mis ojos y los de un buen número de pasajeros quedaron atrapados en la figura que gesticulada,concentrada en sus cosas, como si el resto del planeta estuviera parado y a oscuras. No sé qué hubiese dado porque mi madre estuviera con vida. Tenía tantas cosas que contarle,tantas risas que compartir con ella. « Seguro que si pudiéramos conversar se quedaría sentada todo el tiempo del mundo sin interrumpirme, como solía hacer, tan solo escuchando con atención, sin prisa, mirándome con aquellos ojillos brillantes que, a fuerza de cumplir años, se quedaron pequeños y hundidos», pensé. ¿Qué opinaría de poder hacerlo, del tiempo compartido con Ghali?. Ella, que vivió la guerra entre el 36 y el 39 siendo un adolescente, escuchando historias poco honorables de las tropas moras en la guerra civil. Sus recuerdos y vivencias le dejaron una profunda huella haciendo de ella una mujer con un miedo insalvable hacia las personas que les recordaban aquellas narraciones.

    Con el recuerdo de mi madre latente en mi memoria, tomé asiento en cuanto me fue posible. Me senté al lado de un chico concentrado en escuchar música a través de unos auriculares.Ni tan siquiera me prestó atención. Al llegar dejé todos mis paquetes junto a su bolso de viaje– que curiosamente, era era idéntico al mío–, sobre los asientos que teníamos enfrente y que de momento se encontraban vacíos.

    Esta situación trajo de inmediato a mi mente otro viaje que realicé muchos años atrás, mi primer viaje en tren, junto a mi padre. El recuerdo tan vívido de aquel ser querido hizo que su figura se hiciera casi sólida ante mis ojos en el interior del vagón. Allí, observando a la gente,mi padre me enseñaba a ver más allá del aspecto de las personas, y aún hoy me sorprende cómo en la sociedad actual nos dejamos arrastrar por las apariencias. Damos credibilidad incuestionable a cualquier personaje bien vestido propietario de un coche de alta gama, seguramente con estudios y con una verborrea fluida capaz de encandilar al oyente, mientras tendemos a menospreciar otro tipo de individuos.

    El hombre que me dio la vida, siempre fue de campo.

    Grandote, de limitado lenguaje y escasos conocimientos culturales, pero que suplía sobradamente con el afán de proteger a los suyos,con el cariño y el respeto que ofrecía.

    Se esmeró, en grabar en mí los valores que a su entender eran necesarios: no adueñarse de nada que no fuera mío, respetar, ser humilde –demasiado, diría yo–, y sobre todo, que mi palabra tuviera el mismo valor que un papel firmado.« Si das tu palabra,es ley y se respeta», repetía una y otra vez. Con los años he encontrado demasiada gente que no cumple esa premisa. Aquel hombre rudo, con su poca letra y escasa palabra sería un excelente ponente en cualquier aula donde se enseñaran valores, un ejemplo impagable para políticos de medio pelo que para su suerte y nuestra malaventura nos gobiernan.

    Sin embargo, la vida lo recompensó con mucho esfuerzo y escasos resultados.Se hizo mayor dulcemente para acabar acorralado por el Alzheimer, sin saber quién era ni quien lo quería. Se fue alejando despacito, perdiendo sus recuerdos. Me apenaba verlo así, tan poca cosa,tan indefenso. Sin embargo me negaba a que se fuera definitivamente, tenía pánico a perderle, porque cuando su cuerpo se rindiera yo me quedaría sola, y más desamparada, se iría el único ser que sin duda daría la vida por mí, sin condiciones, sin preguntar. Sabía que el día que acabara su existencia se apagaría una luz importante en mi camino.

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