La locura de mis mariposas VII
Con la luz del nuevo día me levanté de un salto. Mi cuidado personal hubiese hecho palidecer a la mismísima Cleopatra: ducha, crema hidratante,atención máxima al peinado, desodorante, limpieza esmerada de dientes, generosos rociado de perfume… En realidad me pasé un poco con este último, pero….¿ a quién le importaba? mientras a mí todo se me antojara maravilloso, la voz de la gente, la ausencia de prisas, la luz del sol, el tintineo rítmico de los vasos en el comedor a la hora del desayuno, el sabor del café con leche….
Después de mucho llorar y compadecerme, había conseguido dejar atrás mi duelo por el divorcio. Cuando me sentaba a comer en un restaurante o cafetería, ya no me consideraba una persona solitaria y fracasada por el solo hecho de observar a otras familias reír mientras compartían sobremesa y confidencias. Cierto que todavía sentía un pellizco al tropezar con alguna pareja de ancianos que caminaban tomados de la mano, tras lo que se suponía una larga relación. Pero por los demás, entendí que no era saludable cuestionarme una y otra vez
« ¿por qué a mí ?».
Estaba gratamente instalada en un punto de aceptación, simplemente el destino me tenía allí, a la espera de recibir visitas, de que me llamasen por teléfono, de que alguien, cualquiera, en algún momento o tal vez nunca me necesitase. Mientras, la vida se iba consumiendo sin demasiados sobresaltos, en una línea uniforme. Me consolaba la idea de que cuando todo acabase, en algún lugar del tiempo o del espacio volvería a reunirme con mis padres. Quizás nos viéramos sentados en alguna nube desmenuzando uno por uno los errores cometidos para no volver a caer en ellos en próximas vidas, si las hubiese.
A mi alrededor, los clientes iban ocupando las mesas que les correspondían.
Algunos niños muy formales tomaban el primer alimento del día, otros sin embargo lloraban a moco tendido bajo la mirada más o menos resignada de padres y abuelos. Por no tener, yo no tenía ni nietos. En años pasados escuchando mujeres conocidas presumir de ellos, relatar la dulzura con que se vivía ese momento, me había dado el lujo de fantasear con la ilusión de ser abuela, también quería ser como ellas. Acunar entre mis brazos un pedacito de carne que tuviera algo mío, olerlo, besarlo, comprarle juguetes, llevarlo al parque, pero ya no. Ya no esperaba nada. En mi interior las ideas iban acumulando en un torrente descontrolado. Pensé de manera acertada, o puede que no lo fuera tanto, que los hijos sólo son de sus padres durante un tiempo, por lo tanto una vez abandonado el nido las circunstancias los iban a llevar donde menos se pudiera esperar.
Cabía la posibilidad de que por obligaciones futuras, la vida colocara a cada uno de los míos en poblaciones distintas como se disponen las fichas en un tablero de ajedrez y que aquel lugar no fuera a mi lado,en cuyo caso pasaría de ser una abuela presente y cómplice, a un simple título nominal en la distancia, con la única obligación por su parte de visitarme de vez en cuando, alternando las reuniones con alguna conversación telefónica si viniera el caso.
Viéndose envuelta sin motivo alguno y sin poder evitarlo en una espiral de pesimismo incontrolado, me levanté con la intención de apartar de mí aquellos pensamientos negativos y asaltar la calle. Todo era nuevo, los parques asediados por diminutos humanos corriendo por todos lados, tras las ardillas, los balones y perros; las tiendas y exponiendo souvenirs, gente de nacionalidades diferentes que compartían las aceras…., en los escaparates de las pastelerías los bombones y miran y merengues gritaban « ¡cómeme!» y yo evitaba la tentación en una caminata imparable.
Visité museos, iglesias, exposiciones, el cansancio no impidió que tomara fotografías a varios edificios singulares y también a monumentos que solamente volvería a ver asomándome al álbum de fotos.
Compré una camisa, pequeños detalles para regalar, me enamoré de una jaula en un anticuario a la que renuncié y no me pude llevar– en primer lugar por un exceso excesivo precio, en segundo lugar porque era de gran tamaño y hacía muy difícil el transporte–. Me di de bruces con una tienda de fachada descuidada, donde con un cartel bastante rudimentario, se anunciaban productos al cincuenta por ciento de descuento por cierre de negocio. En letras desiguales se ofrecían lienzos, pinceles, tubos de pintura al óleo, paletas etc.
Se podría decir que atravesar la puerta, era adentrarse en un paraíso para un virtuoso pintor, no era mi caso, aunque se tuviera en cuenta que hacía poco que me había inscrito en un cursillo de pintura y superaba las clases con empeño, poca gracia, escasa vergüenza y nulo talento.
Era de justicia reconocer, que no me encontraba en el grupo de los artistas. Para mi desconcierto, tenía una capacidad extraña a la hora de mezclar colores: daba igual el tono que escogiera la cantidad de pintura que tomasen el pincel, el resultado de la mezcla siempre acababa en un «color mostaza», en palabras de mi admirada profesora – en un color «diarrea» o« mierda», directamente, en palabras sinceras de cualquier observador objetivo.
Empujé la puerta con curiosidad y agarré una pequeña cestita. Minutos después, con demasiados pinceles y tubos de colores, me acerqué al mostrador. La dependienta no me prestó atención, prefería ocupar su tiempo con un chaval alto, con el cráneo tan despejado como una bola de billar, que contrastaba de forma impactante con una frondosa barba negra, tan frondosa que con el exceso de la misma bien podría hacerse un peluquín. Estaba cubierto casi en su totalidad de tatuajes, pero aún con aquella apariencia de tipo duro, su forma de hablar y actuar dejaban al descubierto a un chico simpático, incluso bonachón. A pesar de que ella mascaba chicle de forma tosca y con poca gracia, a él parecía no importarle, y ambos se miraban con arrobo mientras yo continuaba siendo invisible o poco relevante, incluso frente a ella dispuesta a pagar. En aquel punto, se limitó a pasar los productos de un lado a otro, como alma que lleva el diablo sobre el escáner de la máquina registradora, con el sonido de fondo que producía el choque de su mandíbula al aplastar la goma.
–-Son veintinueve con quince céntimos.--Sorprendentemente, aunque no lo pareciera tenía una voz delicada y dulce.
Le entregué cuarenta euros y agarré la bolsa con impaciencia, a la espera de que dejara de mirar a su ligue y me entregara el cambio. Al fin, una vez realizada la transacción, tomé el camino hacia la calle. Sin embargo algo me intranquilizaba. Repasé la cuenta, comprobé el dinero que tenía en la cartera y, de inmediato, una pícara sonrisa, enorme y gloriosa se dibujó en mi cara. Aquel distraído personaje me había devuelto de más, acababa de entregarme el cambio de un billete de cincuenta. No le estaba mal empleado, cuando cerrara la caja y se diera cuenta de su error sin duda le iba a servir de escarmiento para otra vez estar más atenta.
Con ese pensamiento salí a la acera casi dando saltitos, como una chiquilla traviesa con un caramelo. Puede que diera media docena de pasos o tal vez menos, hasta que una voz molesta e insistente se posicionó en medio de mi cerebro dispuesta a darme la tabarra el tiempo que hiciera falta, hasta que desandara el camino para enmendar el error.
«Si existen el bien y el mal, en ese preciso momento estaban teniendo un ajuste de cuentas en el centro de mi cabeza, justo debajo de mi cuero cabelludo» pensé. No acierto explicarme cómo pero llegué frente a la chica y al tatuado. Allí estuvimos varios segundos los tres, mirándonos unos a otros. Ellos intentando descubrir tan solo con la mirada qué quería, y yo empeñada en averiguar si se podía ser más estúpida de lo que lo estaba siendo en aquel momento.
Le devolví el dinero, sí señor, como una heroína de película, como Dios manda, limpiando mi conciencia imitando el noble de nuestros admirados políticos.
Más tranquila, porque mi voz interior me señalaba con su silencio que había hecho lo correcto, retomé el camino hacia el hostal con el convencimiento absoluto de que era tonta de nacimiento, tonta de crecimiento y simplemente tonta.« Tonta pero formal», resonaron las palabras en mi cerebro.
Tras perderme un par de veces llegué de nuevo a mi hospedaje. Había acumulado tal cantidad de bolsas que se me hacía necesario subir a la habitación para dejarlas, aunque fuera sobre la cama, ya más tarde organizaría el asunto, de momento asearme antes de comer era prioritario.
Con el estómago vacío y perfectamente arreglada. muy digna llamé al ascensor. Con tanto trajín durante la mañana, apenas me quedaban fuerzas para subir y bajar las escaleras. El comedor no estaba muy lejos, pero yo estaba agotada.
Cuando me disponía a ocupar mi sitio en la mesa de siempre, me sorprendió encontrar delante del cubierto unas pequeñas tarjetas. Abril la mía impaciente y vi una elegante letra de imprenta que decía así.
Esta noche, en el jardín, celebraremos
la despedida de solteros de
Miguel y Rosa.
Esperamos que nos acompañen
Para brindar por su felicidad.
Me pareció un detalle muy bonito, aunque en el lugar de donde vengo, cada componente de la pareja celebra su despedida de la soltería por separado.Entonces fui consciente de la cantidad de gente que circulaba entre las plantas, colgando guirnaldas de bombillas, lazos de tul, etc.En una esquina pusieron una pantalla gigante y frente a ella varias hileras de sillas.
De entre todas las personas allí reunidas, dos de ellas llamaban la atención por moverse en todas direcciones como una unidad. Eran la novia y su cuñada– o lo que era lo mismo, la mujer de su hermano– ambas gesticulaban dando órdenes a los empleados con decisión y autoridad. Durante los escasos minutos en que las pude ver de frente, tuve la intuición de que algo no marchaba bien. Identifiqué demasiado protagonismo en la cuñada,una marcada ansia de figurar, mientras que la supuesta estrella del evento parecía una luz sin brillo, aunque intentaba desesperadamente aparentar lo contrario. Mi alarma, la que utilizo para detectar sonrisas amargas y pesares escondidos se disparó de inmediato. Tienes que bajar al infierno, en algún momento de tu vida para aprender a leer más allá de las palabras, los gestos, los silencios y los suspiros. Rosa, así se llamaba la novia, caminaba entre los asistentes un tanto confusa, dispersa en un mundo paralelo, aunque con empeño y autocontrol disimulada disimulaba su estado de ánimo bastante bien.
Por el contrario la otra chica, la que se dedicaba a acompañarla como si fuera su sombra,calcule que estando embarazada de cinco o tal vez seis meses, resultaba agobiante a fuerza de derrochar optimismo, actividad e incluso impaciencia. Sin darme cuenta, me quedé unos minutos con la cuchara en alto. A todas luces algo no marchaba bien. Se percibía en el aire una tensión contenida, un tufillo sutil a tragedia como una tormenta lejana que va avanzando despacio sin dejar adivinar la magnitud de su gravedad hasta encontrarse demasiado cerca.
Las dos mujeres mientras hablaban con el técnico encargado de gestionar la música y el visionado de la pantalla,se hicieron a un lado para no entorpecer a los trabajadores, cosa que estos agradecieron. Casi de inmediato, se unió al grupo la propietaria del edificio. La dueña suplía su falta de atractivo físico con una simpatía contagiosa. Era una mujer que atraía por su personalidad, del mismo modo que la luz atrae a las polillas.
Me pareció descortés estar tan atenta a lo que ocurría alrededor, y puse toda mi atención en el plato que tenía enfrente, flaco favor me hacía a mi misma opinando de cuestiones ajenas en lugar de centrarme en disfrutar de la comida cien por cien casera y de excelente sabor. Las raciones se presentaban recién cocinadas en recipientes simples, limpios hasta lo impecable y en cantidades más que aceptables tal vez en eso consistía el encanto del lugar en la corrección de todos los detalles y el esmero en el trato sin resultar empalagoso.
La gobernanta acostumbraba a transitar entre las mesas atenta a cada necesidad, compartía anécdotas cuando lo consideraba necesario y se interesaba por el día a día de los clientes que ocupaban su negocio. Cuando suponía con acierto que invadía la intimidad de los mismos, se retiraba con discreción. Aquel día con una habilidad envidiable, reunió la chiquillería en un rincón del salón con la excusa de contarles unos cuentos y dejó a los adultos un tiempo para disfrutar de la sobremesa. Esa forma tan peculiar de defender su modo de vida no parecía suponer para ella esfuerzo alguno y creaba los presentes la intención inconsciente de prolongar su estancia en aquel lugar. Sonreía siempre, y al hacerlo, mostraba una hilera de dientes chiquitos no muy bien alineados y que por algún motivo le conferían una simpatía natural increíble.
Tuve el placer de compartir alguna conversación con ella en sus momentos de descanso, comprobando por mi misma que era más culta, observadora, inteligente y sagaz de lo que pretendía aparentar. Mujer curtida en mil tropiezos, crió a sus hijos sola, por quedarse viuda y sin recursos tras la muerte fulminante de un esposo al que adoraban. Relataba sus miserias y sacrificios pasados, sin rencor al destino que le tocó en suerte, lo hacía utilizando una voz dulce y agradable al oído como quien explica una película de acción donde siempre gana el bueno.
En medio de una de aquellas charlas, de pronto guardó silencio, y mirándome con intensidad me repitió una frase que yo conocía por haberla leído con anterioridad sin recordar donde: –
– Tranquila cielo, Dios les entrega las mejores batallas a sus mejores guerreros.
« ¡ Caramba pensé, no sabía que el creador me consideraba una buena guerrera! ».Con todo y con eso me guardé, por prudencia, de decirle que la frase era muy bonita, pero me consolaba muy poco. Echando la mirada atrás puedo decir, que de aquel viaje ambas guardamos un especial recuerdo y una sincera amistad.
Una vez acabada la comida, al abandonar la mesa me sentí demasiado llena, por lo que, para subir a mi cuarto y echarme una reparadora siesta, decidí tomar la escalera en lugar del ascensor. Desde que realizara mi último viaje hasta aquel momento, yo me quedé varada en el tiempo, en mi rutina, al contrario de lo que ocurría con el mundo que continuaba en cambio permanente hacia delante, la última vez que me hospede en un hotel,todavía las puertas de las habitaciones se abrían con una llave tradicional,en el presente yo miraba el objeto que portaba en la mano pensando que aquel rectángulo plástico se asemejaba más a una tarjeta de crédito que a otra cosa. Resignada por mi poca experiencia,con ella en la mano me acerqué a la puerta y me dispuse a abrir la habitación 318.
Lo intenté, juro por mi vida que lo intenté, el único problema era que cualquier dispositivo de apertura, diferente a lo que yo considero convencional, me odia a muerte.Yo no tengo la culpa, solo me queda por aceptar, que cualquier novedad tecnológica y yo nos llevamos fatal.
Una vez aclarado este punto, tengo que decir que pasé la tarjeta por la ranura despacio, deprisa,con calma ,sin ella,soplando, gruñendo, pidiendo ayuda a los santos, a las ninfas y a los duendes, pero todo resultó en vano. Aproveche que el pasillo estaba desierto y le di una patada a la puesta, me hice un daño terrible en el dedo meñique del pie derecho, donde desde hacía años sufría el dudoso honor de tener instalada una protuberancia comúnmente conocida como «Ojo de pollo».
Y entonces, en medio de mi tremenda tragedia, una sombra se dibujó en la pared frente a mí. Me di la vuelta para pedir ayuda y me encontré cara a cara con una mujer rolliza, con el pelo tan revuelto como si dos gatos hubieran peleado en su cabeza. Su actitud poco amigable hizo que las palabras no salieran de mi boca: la despeinada me miraba con una mezcla de sueño, desesperación y enfado realmente cómica, si no hubiera sentido tanta vergüenza por mi torpeza. Cruzó el corto espacio que nos separaba y, muy digna, me arrancó de un manotazo la tarjeta y la pasó con una habilidad infernal por la abertura dispuesta para tal fin. Para mi alivio, unido a una notoria humillación, la puerta se abrió al instante ofreciendo el bálsamo del descanso. La gordita se retiró tal como vino, sin molestarse siquiera articular palabra. Volvimos a coincidir un par de veces en el bar del hotel y en ambas ocasiones llegué a la conclusión de que le gustaba ir rellenita de whisky