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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas II

    Reaccioné como siempre hacía cuando me gritaban: sintiéndome humillada, encogiéndome sobre mí misma e intentando desaparecer. Al fin, con un hilillo de voz, dije:

    _ Es que no sé qué pasa. No acepta el código.

    El más joven de los agentes, de unos treinta años, resoplaba y me miraba como si yo fuese una auténtica lerda. En medio de aquel desastre, para aumentar más la tensión, comenzó a sonar el móvil de la oficina y me lancé a descolgar el auricular a toda prisa. Como suponía, era el encargado de la central de alarmas.

    _Ramiro al aparato. ¿Quién eres?

    Se me antojó una pregunta de lo más estúpida, pues en caso de ser un maleante no hubiera contestado la llamada y mucho menos le diría mi nombre. Sin ánimos para cuestionar si el tal Ramiro era plenamente consciente de su escasa preparación, respondí:

    _ Elvira. Soy Elvira. Se me ha disparado la alarma.

    _ Está bien, Elvira. Dime la palabra clave para que pueda desactivarla.

    Miré el papelito por ambos lados, pero no encontré ninguna maldita palabra. Iba a maldecir la poca previsión de mi jefa cuando un rayo de luz cruzó mi mente.Justo unos días antes, yo que no suelo prestar atención a conversaciones ajenas, creí haber escuchado comentar, entre las compañeras, cúal era aquella palabra. «Por favor, Dios mío, haz que acierte», imploré mentalmente.

    _Avispero. Esa es la palabra.

    _¿Estás segura?_ preguntó el hábil Ramiro, como si estuviésemos en un concurso de televisión.

    _ Sí, sí. Avispero.

    Pasaron uno, dos, tres segundos, que a mí me parecieron minutos. Aguanté la respiración y por poco muero en aquel instante , de tan aprisa como me latía el corazón.
    Por fin, la pausada voz dijo:

    _Está bien, Elvira. Vamos a proceder a desactivar la alarma.

    A esas alturas me daba igual que el desconocido del teléfono hablara de forma calmada o no. Lo único que me interesaba era que aquel maldito chisme se parara de inmediato. Fue entonces, en medio de aquella catástrofe sin sentido, antes que desde la central pudieran actuar, cuando apareció el coche azul por la esquina de la calle.

    La mujerona que salió de su interior era mi jefa, pero me pareció «El jinete sin cabeza», surgido de lo más profundo del averno. Saltó desde el interior del vehículo de una manera demasiado rápida para un cuerpo tan grande, más aún teniendo en cuenta que padecía una ligera cojera en la pierna izquierda, secuela de un accidente en su infancia.

    Con el primer soplo de viento, los mechones de su pelo, reseco por el tinte, salieron volando en todas direcciones y las solapas del largo chaquetón, que le llegaba a media pierna, se extendieron y volaron libremente como la capa del Conde Drácula, incomodándola aún más. De súbito clavó su mirada en mi,como se mira a un bicho. Con tanto odio, tanto asco y prepotencia que me inquietó comprender que no era buena gente. En cualquier momento podía despedirme, sin remordimientos, sin pestañear, sin cuestionarse si después me alcanzaría para comer. Cuando apartó su vista de mì, fue directa hacia los agentes. Se aseguró de que yo supiese que me ignoraba a propósito.

    _¡ Hola, muy buenos días!_ dijo con una sonrisa fingida con la que trataba, sin éxito, de ocultar su rabia _ ¿Qué ocurre?_ Dándome todavía la espalda mientras atendía a los otros, expresó en voz alta lo que para ella suponía la verdad más absoluta del universo en aquel preciso momento.

    _ Dudaba de que pudieras hacer esta tarea bien. Reconozco que no me has sorprendido, bonita. Era imposible esperar menos de ti.

    Al pronunciar la ultima palabra, centró su atención en mí para comprobar el impacto que causaba con aquella afirmación, con el mismo interés que pondría un francotirador al observar su objetivo para no fallar el disparo.

    _Lo siento _ acerté a decir avergonzada.

    _ Y yo siento no ser millonaria _ respondió y dio por acabada la conversación.

    La alarma seguía con su virulento estrépito. El policía levantó la voz sobre el estruendo, me señaló con un movimiento de cabeza y sentenció:
    _ Parece que…… no se aclara con el código.

    La encargada pasó por mi lado como si yo no existiese, se acercó al artefacto y comenzó a teclear exagerando la postura, a sabiendas de que todos los allí presentes teníamos la esperanza de que solucionara el embrollo rápidamente.
    Cuatro teclas. TIC- TIC- TIC- TAC. Pero el sonido no menguó y los agentes y vecinos empezaban a impacientarse. Otra vez, con más empeño. Aporreó los números mientras apoyaba el peso de su cuerpo en una pierna y después en la otra. Poco a poco su postura arrogante fue menguando y apareció en su cara una expresión de confusión total que finalmente dejó paso a una expresión gloriosa para mis oídos:

    _¡Ayyyy, lo siento! _ gritó, porque a esas alturas el ruido impedía hablar en un tono normal _.¡Lo siento, lo siento, lo sientooooo!_ repetía como un mantra, acompañando las palabras con una risita nerviosa _. ¡¡Estábamos poniendo el código de la tarjeta de crédito, en lugar del de la alarma de la puertaaaaa!!

    No me considero una mala persona,pero no pude _ ni quise _ evitar alegrarme de lo que estaba ocurriendo. El momento fue como recibir una dosis de alegría inyectada directamente en vena. Supuse que exactamente así se sienten los humildes hierbajos del campo, cuando se quitan de encima el peso de la nieve gracias al deshielo que traen los primeros rayos del sol. Intente tener un comportamiento adulto y aceptar el error del otro sin entrar en juicios, pero en mi cabeza tan solo una frase se repetía:

    «Jódete, mamona».

    A puntito estuve de hacer el pino puente, gritar o saltar como una loca.

    Fue reconfortante ver cómo la vida, de vez en cuando, se encarga de atizarle una bofetada, con la mano abierta y sin previo aviso a la gente que se cree superior, esa clase de personas que se ven a sí mismo por encima del bien y del mal y consideran que nacieron para instruir a los ignorantes. Fue un alivio que alguien o algo tomase, por una vez, la decisión de defender a los débiles, entre los que me incluyo, y crease uno de esos pequeños espacios de tiempo en que los humildes nos aferramos con alegría a la existencia del Karma, celebrando con gozo que se inmiscuya en nuestra existencia sin pedir permiso, como un guerrero que viene dispuesto a librar nuestras batallas.

    Cuando la encargada, con el rostro enrojecido, introdujo la contraseña correcta,el silencio se extendió a nuestro alrededor como un bálsamo. Por fin, cada uno de nosotros pudo retomar su rutina: los agentes del orden a patrullar, la encargada a mandar y yo a obedecer sin rechistar.

    Acabado el turno, ya de vuelta en casa, decidí que mi pobre persona bien merecía un pequeño homenaje. « Total, está bien ahorrar, pero una nunca sabe cuando va a morir», razoné.

    Así que después de ducharme, me vestí y me dispuse a salir para darme un capricho, no sin antes recoger la cocina. «Soy incapaz de salir sin dejarlo todo ordenado», pensaba mientras barría, « pero es que se debe tener previsión de lo que pueda pasar, como que te atropellen, me caiga por la calle rompiéndome las dos piernas …., en fín, cosas corrientes del día a día. En un caso así, tal vez algún conocido se encargaría de llevarme a casa y no me gustaría que alguien entrase, lo viese todo manga por hombro y me tachase de guarra. Aunque es más que probable que en un caso como ese tuvieran que llevarme al hospital….., incluso podría palmarla si el accidente fuese muy grave.

    Llegada la mala suerte, a ese nivel, poco me importarían los juicios ajenos».

     

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