La Locura de mis mariposas XIII
Sintiéndome cada vez más alterada, cargada con la silla y las manos cubiertas de una sustancia espesa y pegajosa, crucé de nuevo la puerta de la calle cerrándola con determinación detrás de mí.
No me quedó más remedio qué volar – más que correr – en busca del baño. El color amarillento de mi cara reflejada en el espejo me asustó tanto como el temblor de manos cubiertas de mugre que intentaba infructuosamente controlar mientras permanecía sentada en el retrete.
Me quedé sentada en el váter tanto tiempo, que no sería extraño haber acabado echa una con el alicatado del baño.Mi prioridad, sin duda consistía en centrarme y encontrar una solución. ¿Qué tenía que hacer con el dinero? ¿Segirían los billetes unos números de serie reconocibles? si me descubrían,¿Cómo iba a justificar todo lo ocurrido ?¿Quién podría creer en aquella inverosímil historia?, ¿De que manera repondría las pastillas si venían en su busca?. Aquellas y otro par de docenas de preguntas más me asediaban,me acorralaban privandome de la capacidad de respirar, formato nubarrón negro sobre mi cabeza dispuesto a decapitarme.
Libre al fin del incómodo apretón – por puro hastío – de permanecer cerca del retrete, me aseé a conciencia y fui en busca de dinero tirado en el frío suelo. Por increíble que pudiera parecer, no me alegré de verlo, por el contrario me enfrenté a él como si me fuera a morder. « Piensa, Elvira, piensa con claridad, por una maldita vez en tu vida»
Me lo decía a mi misma, mientras me dedicaba a recorrer el pasillo en una dirección y volvía desandando mis pasos, al fin una idea me fulminó de un fogonazo, tal vez absurda por lo desesperada, tomó forma, volviéndose más posible cuanto más tiempo invertía en perfilarla minuciosamente.
Sin pérdida de tiempo, agarré aquellos papeles a los que les damos un valor desmedido y que tantos quebraderos de cabeza me estaban dando en tan poco tiempo, y los fui agrupando en pequeñas cantidades, los doblé sobre sí mismo con cuidado y una delicada extrema hasta formar con ellos diminutos paquetitos.
Y es que siendo aficionada a todo tipo de manualidades y labores de calceta, si algo abundaba en mi casa eran restos tela y lana de todo tipo y colores con los que me dediqué a envolver el dinero, hasta formar ovillos de distintos tamaños. A continuación los dejé caer de manera estratégica, sin orden aparente, en el cesto de la costura junto a un asiento a la vista de todos, revueltos con restos de tela, revistas de punto y otros útiles. En mis momentos de lectura, encontré una frase en un libro antiguo que afirmaba con rotundidad que no existe lugar más oculto que aquel que se muestra a la vida a la vista de todos. Súplica interiormente que estuviesen lo cierto. Momentáneamente, todo parecía bajo control.
El lunes siguiente, sin falta volví a tomar el tren en dirección a la ciudad.
Me era imposible ignorar la necesidad de acudir a la iglesia de San Nicolás de Bari. Era inviable pedir ayuda a un ser humano, por lo que opté por rogar clemencia y ayuda a una deidad, como las mujeres en las que tenía depositada mi confianza aseguraban que en aquella iglesia se encontraban los restos de un santo muy milagroso, dirigí mis pasos sin pérdida de tiempo ha citado templo con la esperanza de encontrar ayuda o al menos consuelo.
Tengo que decir que no era mi costumbre visitar Iglesias ni escuchar sermones de curas, prefería rezar sola, en la intimidad de mi hogar, pero la gravedad de la situación actual me empujaba a guardar mis opiniones sobre la religión o sobre cómo se practicaba. Pese al nerviosismo supe encontrar el templo al final de un estrecho callejón en el centro de la urbe. Todo en él era precioso: los frescos que lucían las paredes y el techo recién restaurado me dejaron asombrada, esto sin mencionar la grandeza de las vidrieras con imágenes de Santos por donde se colaba la luz entre los colores de sus cristales. Empujando con decisión fuera de mi cabeza cualquier idea que me distrajera del propósito de mi visita, me puse a la cola de los fieles que como yo querían visitar la capilla en donde descansaban los restos. De tanto en tanto se escuchaba el sonido de un teléfono móvil. El sacerdote llamó la atención de manera brusca, al despistado que no silenció el aparato, desde el micrófono del altar mayor recordando que aquel era un lugar de culto. La cola avanzaba despacio. Tardé más de una hora hasta situarme frente al pequeño devocionario tallado en bronce con la imagen del santo.
Justo ahí se suponía que se tenían que pedir las tres gracias que esperabas alcanzar, pero procurada y confundida solo alcancé a repartir quedamente: «Que no me maten», suspiré,« que no me maten», otro suspiro, está vez más profundo,« y que no me maten». Dicho esto, besé de manera apasionada la reliquia y salí a la calle con paso firme y decidido.
La vida, ajena a mis dramas continuaba su curso con el ritmo de siempre, alterada tan solo por el recelo propio de quien de manera fortuita se apoderó de dinero ajeno. Una pregunta extraña o inesperada, el susurro de una conversación de dos personas mientras pasaba por su lado,encontrar estacionados coches desconocidos en mi calle…., todo me hacía suponer que me habían descubierto. Tan desquiciada estaba que fui incapaz de atender al cartero, y eso que venía a traer un paquete que llevaba quince días esperando. Cuando aquella buena persona llamó al timbre de la puerta, me quedé con la escoba con la que barría la cocina en alto, sin respirar ni moverme, intentando sin suerte calmar los latidos de mi corazón para que no se escucharan desde la calle. El tamborileo alocado que notaba en las sienes, parecía querer decirme: «Se acabó, bonita, la vas a palmar» Cuando por fin pude controlar mi cuerpo,miré despacio por la ventana. Ningún peligro acechaba, el funcionario de correos se alejaba arrastrando con desgana un carrito repleto de paquetes, folletos y cartas. Comprendí que por mi estúpida aprensión, no me quedaba más remedio que acercarme a la oficina en busca del envío.
Con el jaleo de la llamada los dos perros que tengo ladraron y la pareja de inseparables se dedicaron a revolotear de un lado a otro de la jaula. Las aves tenían tres preciosos pollitos en el interior de un nido de madera, que yo dispuse para que los animales formarán familia si así lo deseaban, los polluelos eran tan pequeños y perfectos, que me tuve que obligar a dejar de visitar el nido por temor a que su madre los aborreciera.
Una de las veces en las que salí a hacer la compra me vi en la necesidad de acercarme a la tienda de animales. Apenas les quedaba mixtura ni mijo a los pájaros. Con las bolsas en la mano, encontré en promoción un kit de utensilios para cortar el pelo a los perros. Me llevé una grata sorpresa, pues hacía tiempo que buscaba algo así a un precio asequible. No lo pensé mucho y lo compré convencida de que era una buena decisión, ya que me consideraba perfectamente capaz de asear a los animales por mi misma. « Total, lo que puede hacer una persona, sin duda puede hacerlo otra, solamente se necesita voluntad » razone. Más tarde descubrí que se necesita voluntad, paciencia, destreza, talento, suerte e incluso unas cuantas cosas más.Y es que en cuanto volví, tras guardar las cosas cada una en su sitio, impaciente como una criatura revoltosa. Saqué de su envoltorio la máquina de rasurar el pelo,lo preparé todo y tomé en brazos al perro más pequeño, con la intención sincera de dejarlo tan bonito como lo hacían en la peluquería canina.
Poco tuve en cuenta la personalidad del can en cuestión,quizá hubiera sido mejor preguntarle qué quería hacer con su melena. El bicho en cuanto estuvo sobre mi rodillas, viéndome armada con la máquina, comenzó a removerse como sanguijuela en apuros, patas arriba, escondiendo la cabeza con obstinación infernal,se retorcia de una manera increíble, sin mencionar que se dedicó a lamerme con entusiasmo sin dejar de hacer amagos para saltar a tierra. Quince minutos después yo estaba sudando como una loca, cansada, despelucada y rabiosa.
Aún así arrastrada por un sentimiento de cariño y el temor de hacerle algún daño, intenté superar el momento sin tener que utilizar la fuerza bruta para obligar al chucho de poco más de kilo y medio a permanecer quieto. Uniendo sus acelerados movimientos a mi escasa habilidad para enfrentar a que la prueba, Coco, como se llamaba el diminuto ejemplar, no podía lucir más trasquilones, lo que hacía inevitable una segunda pasada de máquina para intentar arreglar aquel despropósito.
¿Si quieren saber cuál fue el resultado de tan atrevido experimento?, debo reconocer que el resultado fue nefasto. De tener entre mis manos un ejemplar con abundante pelambre pasé a ser la dueña de una mascota liliputiense, sin rastro de la llamativa melena que con orgullo paseaba hacía relativamente poco tiempo. Quedó de aquel ser, un escuálido y lastimero esqueleto,de donde únicamente sobresalían un par de orejas hirsutas además de dos enormes y sorprendidos ojos que parecían querer hablarme a la misma vez que me taladraban con la mirada.
No cabe duda de que de tener el don de la palabra, si hubiese divertido explicándome alguna cuestión que seguramente le rondaba por la cabeza. Después del esfuerzo y tiempo invertido, solamente se le podía comparar con una rata de campo, tal vez con un gremlin, nada más. Lo dejé en el suelo. No podía reprocharle que se alejase de mí a la velocidad de la luz, moviendo sus esqueléticas patitas de forma chocante, en busca del confort que le brindaba su colchón en un rincón de la galería, en el suelo junto a la lavadora. Sintiendo un profundo remordimiento, para consolarle de tanto estrés, le puse comida y agua fresca en los cuencos de plástico que tenían su nombre pintado en uno de los laterales. El pobre comió y bebió alegremente sin muestra alguna de rencor.