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Por Carmen Soriano
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La locura de mis mariposas VIII

    – Gracias, simpática– le solté desde el pasillo calculando una distancia prudencial que me permitiera escabullirme, si pretendía atraparme. En cuanto acabe la frase busqué la tranquilidad del dormitorio y cerré la puerta a mis espaldas
    Las sábanas limpias que olían a gloria rodearon mi cuerpo, aparté un poco la almohada por encontrarla demasiado alta para mi gusto y me desperecé cuan larga era extendiendo brazos y piernas hasta escuchar sutiles crujidos de los huesos. Sin percibirlo mis párpados se cerraron y la oscuridad me abrazó en placentero descanso.

    Llegué a la conclusión de que durante el tiempo que duró el sueño tuve que estar dando tumbos sobre el colchón, ya que me desperté sobresaltada y tirada como un saco de patatas sobre la alfombra a la vez que se escuchaba un fuerte golpetazo.

    Dos horas más tarde estaba lista para abordar de nuevo la aventura. Bajé en el ascensor junto a un hombre al que supuse alemán, por la envergadura de su cuerpo tan diferente a la del español medio, sus ojos claros y su piel blanca maltratada por el exceso de sol. En cuanto el artefacto comenzó a descender se extendió en el interior del mismo un olor rancio y penetrante. En principio pensé que lo estaba imaginando porque el alemán, o lo que fuera aquel sujeto no daba muestras de sentirse incómodo, salvo por una pequeña dilatación en las aletas de la nariz.

    La cabina de acero inoxidable continuaba su monótono recorrido, a la vez que el efluvio pestilente, esta vez acompañado de un sonido semejante al que se hace al arrastrar sobre el suelo las patas de una silla, crecía en intensidad aportando una abundante variedad de matices calientes e intensos que poca posibilidad tenían de escapar del interior de la caja.

    No cabía ninguna duda, mis suposiciones eran acertadas, lo que comenzó con una sutil flatulencia acabó convirtiéndose en un pedo de dimensiones épicas, el tipo contrajo el vientre dejando que escapara sin ningún pudor el gas acumulado en su enorme barriga.

    Yo necesitaba salir de allí con urgencia. Desesperada me apoyaba en las paredes, en un intento de alejarme todo lo posible para evitar aquel aire caliente y asqueroso que lo invadía todo en un abrazo fraternal, pero aunque puse empeño, pocas posibilidades tenía en aquel reducido espacio, a pesar de lo poco corriente de la situación,nada dejaba entrever que el Mocete pedorro se sintiera cohibido con mi presencia a la hora de dejar escapar sus violentas y agresivas ventosidades.

    Pasados lo que me parecieron varios minutos conteniendo la respiración,dado mi escaso dominio de otras lenguas, busqué en mis recuerdos alguna palabra en inglés con la que poder entendernos y afear su comportamiento. Al fin desencantada por no encontrar el modo de reprenderlo, estallé cual bomba atómica:

    — ¡ Cochino!--El grandullón me prestó la misma atención que le prestaría una colilla—-.¡ Te digo a ti, so guarro ! ¿Te parece bonito?-- El se movió hacia un lado para mirarme por el rabillo del ojo y, tras tomarse un tiempo en estudiar si valía la pena responder, dejó salir algunas palabras de su boca, con mucha menos generosidad de la que hacía gala dejando salir vapores de sus esfínter trasero.

    —No - entiendo - qué - tú - decir — sentenció con nefasta pronunciación.

    Sin comprender por qué me hablaba como si fuéramos un par de besugos, y sospechando que me estaba tomando el pelo, me vine arriba empujada por una indignación creciente. Las palabras se deslizaban entre mis dientes sin control,se derramaban entre nosotros arrasando cualquier atisbo de cortesía, de la misma manera a como lo haría un río de lava desde el cráter de un volcán.

    Estaba claro que el hemisferio izquierdo de mi cerebro,me advirtió a tiempo del posible problema al que me vería abocada de continuar con la disputa, porque al fin escuché mi voz interior.

    «Muy bien Elvira, esa es mi chica», pensé, «después de todas las situaciones bochornosas a la que a las que te has enfrentado en tu vida, tenías que escoger este momento para destaparte como una heroína de tres al cuarto. Aquí, encerrada sin testigos con un fulano que te dobla en altura y posiblemente te triplica en peso, dentro de una caja de acero y cristal…, con dos ovarios, sí señora».

    – Tú-estás- loca- mujer–me replicó sin disculparse.

    –¿ Que yo qué?-- Las orejas me ardían incluso más que las mejillas. No tengo duda de que la escena resultaba grotesca —. El único loco que veo yo eres tú– le dije señalando con el dedo su pecho—-. Además de maleducado.

    Llegados a este punto, el hemisferio de mi cerebro encargado de advertirme de los peligros que me acechaban, acababa de darse por vencido.

    Sin embargo y pese a la tensión del momento, de manera inesperada, contrariamente a lo que se pudiera esperar el grandullón estalló en carcajadas que rebotaron en las cuatro paredes del elevador en movimiento.

    –¿Ves como sí me entiendes?-- argumenté en la cúspide de un monumental cabreo, segura de tener razón

    A continuación me crucé de brazos, para alejarme todo lo que pude, buscando tranquilidad en una esquina. Sinceramente tengo que reconocer, aunque con un poco de apuro, que alguna noche antes de dormir acabé fantaseando con la idea de cruzarme con un buen hombre, de edad similar a la mía, galante y atento dispuesto a compartir una experiencia vital. Tan solo le pedía al tiempo futuro un pequeño capricho: encontrar un socio de vida con el que reír, viajar, o simplemente sentarnos juntos a ver la televisión mientras uno de los dos, sin importar quien fuera, se apoderaba del mando de la tele.

    No me pareció aquella una aspiración exagerada ni extravagante, al fin y al cabo los afectos nunca están de más. Cualquier ser humano agradece una palabra de ánimo, un abrazo tras sufrir algún contratiempo, incluso un casto beso en la mejilla no tiene precio si es sincero. Pero lo que jamás me cruzó por mi mente ni dormida ni despierta, era toparme con un individuo dispuesto a gasearme en un ascensor. No sería la forma más dolorosa de morir, pero sí la más indigna y la más ridícula.

    ¿Cómo se iba a dar la noticia a mis familiares y amigos si acababa intoxicada feneciendo allí dentro?,yo en medio de un revoltijo de ideas, imaginaba algo como.
    – Así la hemos encontrado, por un pedo mal tirado.
    O tal vez con otra frase todavía más hilarante:
    – Allí mismo falleció, por un mal pedo que olió.

    Estaba claro que la prensa gráfica se haría eco del suceso, que iba a reservar para la ocasión sus más escandalosos titulares, y que posiblemente, algún redactor talentoso en un derroche de ingenio iba a describir con detalle, el encuentro de aquella desafortunada mujer con pedorro nocivo.

    Resultaba perfectamente comprensible que con el tiempo, la situación acabase en una simple anécdota para divertimento de oyentes en cualquier reunión social, pero aquel día resultaba embarazosa, incómoda e incluso dolorosamente insultante. Tomé conciencia de que nos deteníamos en otro piso cuando se abrieron las puertas. Me puse en movimiento con energías renovadas, como si una mano enorme me empujara desde la espalda con la única voluntad de buscar oxígeno sin contaminar.

    Deje atrás al extranjero con el firme propósito de no volver a verlo jamás, y pisé aliviada las baldosas del rellano. Los tres integrantes de lo que supuse una familia y que esperaban pacientes a subir al ascensor, se quedaron estáticos olisqueando el ambiente sin mediar palabra. Con un agónico sentimiento de vergüenza, sentí la imperiosa necesidad de apartar de mi persona todo atisbo de sospecha, y aún sin conocerlos susurre al pasar junto a ellos.

    – Yo no he sido, no tengo por costumbre perfumar el ambiente de esta manera tan repulsiva.

    Fueron innecesarias más explicaciones, las pruebas del delito flotaban en el ambiente. De aquella manera, todo el grupo conmigo a la cabeza, comenzamos a bajar las escaleras como si tuviéramos un acuerdo mudo.

    Estuve bastante rato intentando olvidar la experiencia negativa, y para lograralo me centré en todo lo bonito que me rodeaba mientras daba un paseo: la anaranjada puesta de sol, la gente con sus mascotas, los niños jugando confiados al tener cerca la vigilancia de sus padres… Una madre primeriza intentaba con paciencia enseñarle a su hija a montar en bicicleta. La chiquita presumía de un par de coletas excesivamente tirantes sujetas con lazos azules, mientras disfrutaba de los últimos rayos del sol antes de que la obligaran a volver a casa. Con el crecimiento de aquella criatura, llegarían los enfados de verdad, aquellos enfados que cuestan de olvidar, el tiempo de cuestionarlo todo, la intranquilidad de dejarla ir, las horas de espera asomada a la ventana mientras volvía de fiesta, agradecerle a Dios– aunque la familia se confesara atea– el sonido de las llaves en la puerta, señal inequívoca de que al menos aquella noche volvía sana y salva con los suyos, la falta de consenso por los amigos, por los novios, la preocupación por el mundo de las drogas… pero en la actualidad todos aquellos problemas todavía no existían, solamente estaban ellas dos corriendo y jugando, escribiendo en la memoria recuerdos entrañables a las que ambas volverían una y otra vez de forma distinta, cada cual en su papel.

    En aquel momento la felicidad era su compañera, una felicidad sin precio por lo volátil que podía llegar a ser.

    En aquel mismo escenario, un chico joven, equipado con ropa de deporte, pasó corriendo entre los viandantes a buen ritmo, esquivando a madre e hija. Resultaba curioso que por algún motivo lo hiciera con los pies descalzos, detalle que no escapó la mirada de la chiquilla, reclamando la atención de su madre para comentárselo mientras las dos se perdían caminando, junto al césped del parque que bordeaba la acera.

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