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Por José Luis Ramos
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Mi perro Pit

  • “Algo se muere en el alma, cuando un amigo se va.”

FOTOS
Fotografía de mi perro y nieto

El pasado 29 de agosto falleció Pit, mi perro. 16 años convivió con nosotros. Hasta hoy, un nudo en la garganta, y unos ojos vidriosos me impedían escribir estas notas.  El dolor de su muerte, estuvo agravado por lo que le vimos sufrir en sus últimos años. Apenas veía sombras por el ojo izquierdo. Por momentos, padecía demencia, que le generaba un fuerte estrés. Las últimas semanas, se quedó ciego, sin fuerzas para acostarse o levantarse. La teníamos que acostar o levantar. Los últimos 15 días, se negó a comer.  Lo llevamos al veterinario. El diagnóstico fue aplicar una inyección, y si no reaccionaba, en pocos días, había que sacrificarlo. No reaccionó. Si es doloroso ver la muerte de un perro, que era uno más de la familia, llevarlo al veterinario y autorizar su sacrificio, es un trago que no se lo deseo a nadie.

Como dice la canción “Algo se muere en el alma, cuando un amigo se va. Y va dejando una huella, que no se puede borrar”. Así es. Su muerte, y su sufrimiento nos ha dolido en el alma. Era de esta clase de perros, que son exageradamente cariñosos. Un señor mayor me advirtió: “esos perros son pesados, de cariñosos que son”. Así es. Le gustaba saludar y que lo saludaran. Tenía la capacidad de distinguir a distancia a las parejas sentadas en un banco en actitud cariñosa. Se les acercaba a repartirles besos. Si estaban centradas en sus caricias, cuando se daban cuenta tenían la lengua del perro entre sus caras. Así que, en el paseo marítimo de Valencia, lo tenía que atar para evitar sustos, o molestias.

Tenía una memoria descomunal. Vio crecer a mi nieto, y era su preferido. Muy pocas veces lo llevé, a casa mí nieto, que está a unos 1.500 metros de la mía.  Y, siempre, con una distancia de años entre ellas. Pero cada vez que encarábamos para ir, a solo 50 metros de mi casa, me arrastraba directamente sabiendo donde íbamos. Una vez me llevaron a la estación del AVE de València, ocasionalmente yo caminaba en muleta. A los 8 días regresaron a la estación a esperarme. Cada vez que aparecía alguien con muleta, a una distancia de 100 metros, se quería escapar para comprobar si era yo.

Hasta que se quedó sin vista, lo paseaba suelto. Si ha durado tantos años sin ser atropellado, es porque tenía la disciplina de quedarse quieto como una piedra cuando percibía mi voz en tono de peligro. En dos ocasiones, sin que yo me diera cuenta, siguiendo el rastro de una perra en celo, cruzo una vía urbana de tres carriles, al estar los coches parados al semáforo. Al regresar y ver que los coches se acercaban a toda velocidad, cuando lo normal es correr para evitar que te atropelle el primer carril, pero te pilla el segundo, él se paró y esperó derecho, para que los coches lo vieran y lo esquivaran. Así fue.

Controlada toda la casa por los ruidos que hacíamos. Por los zapatos y la ropa que usábamos sabía si le tocaba venir a pasear. Por supuesto, a su hora de paseo no lo tenías que llamar. A la hora en punto se plantaba delante de ti. Si estabas leyendo o haciendo algo se colocaba en medio de tus piernas. Si mirabas la tele, se plantaba entre la pantalla y tu vista. Hacía algo así, como: ¡Si yo no tengo paseo, tú no tienes tele! Tengo lumbalgia, por lo que para leer utilizo un sillón con buenos apoyos en los codos y una silla donde apoyo las piernas. Él vio que en la silla de apoyo quedaba un hueco donde él podía dormir tocándome. Cada vez que me sentaba a leer, aparecía a los pocos segundos y se subía su hueco. Daba igual que estuviera durmiendo a la otra punta de casa. Nunca fallaba. Yo pensaba que se enteraba por el ruido que hacía al mover el sillón que uso para leer, que lo distinguiría de otros sillones. Pero comprobé que, aunque lo arrastrara, y sonara fuerte, él solo aparecía cuando me sentaba. Al final averigüé, que los perros tienen una potencia auditiva 35 veces superior a las personas. Entonces, le hice la prueba. El resultado es qué solo venía cuando me sentaba en el sillón, porque era capaz de escuchar y distinguir el pequeño ruido, de expulsión de aires, que hace el sillón cuando me siento.

A veces nos pedía la fruta que nos veía comer.  Pero cuando sacábamos melocotón, de la nevera y lo olía, solo si era para mí, brincaba como un loco de alegría.  Si era para Teresa, ni siquiera pedía. Que nadie piense que me veía prepararme el melocotón, pues me falta una mano y no soy capaz de comerlos sin que me los pelen. El caso es que docenas de veces, Teresa hizo el mismo gesto de sacar un melocotón, plato, cuchillo y pelarlo, y si era para ella, no pedía. Pero si era para mí, antes de empezar a pelarlos ya estaba encima de mí, pidiéndome su parte como un desesperado. Tanto si era para ella, como para mí, se hacían los mismos preparativos, por lo que no cabe otra posibilidad que, pensar que alguna palabra de nuestra comunicación le hacía saber que el melocotón era para mí. Se fue con ese secreto. Si yo no estaba en casa a la hora de cenar, me esperaba delante de la puerta sin probar la comida, hasta mi llegada. Ahora no tengo quien manifieste, siempre, alegría a mi llegada a casa.

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