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Valencià
Por José Vilaseca
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Traca Final

    Las Fallas han acabado y, como suele ser tradición, las Fallas comienzan de nuevo, sin solución de continuidad.

    Presupuestos más austeros y un repunte en la llegada de turistas y visitantes, dando a entender que no por más barato tiene que dejar de ser llamativo. Quizá, la única diferencia palpable respecto a otros años, ha sido un aumento de artículos de opinión ciscándose en los muertos de los Falleros, echando por tierra los monumentos e incluso afeando a aquellos personajes públicos que, como ocasión especial, han vestido el traje de labradora o el de torrentí.

    He descubierto estas “perlas de sabiduría” a través de la indignación de amigos falleros que comparto en Facebook. Se han convertido en virales con rapidez, sobre todo porque en este mundo de información, es más peligroso un tonto con un lápiz que un niño con dos pistolas, y de la boca (o la pluma), de supuestos juntaletras hemos tenido que leer las mayores salvajadas al respecto de nuestra fiesta fallera.

    Quisiera apuntar, a estas alturas, que no soy fallero. Diría incluso que “no me gustan las Fallas” aunque, en realidad, soy un tipo bastante aburrido que suele espantarse de grandes grupos de gente celebrando algo, lo que incluye las festividades josefinas, la Semana Santa Marinera, San Vicente, los Moros y Cristianos, los encierros de San Fermín o la Feria de Abril.

    Sin embargo, sí me gusta la historia y la cultura de mi pueblo, y como parte de ella creo que toda fiesta debe ser conocida, apreciada e incluso criticada, siempre que esto suponga una mejora en el futuro.

    Las Fallas no solo son un símbolo de Valencia, sino un reflejo de nuestra herencia milenaria. Su origen romano, la “quinquatria” en honor a Minerva, diosa de los artesanos, que limpiaban sus talleres y arrojaban los trastos al fuego purificador. Su evolución medieval, con las figuras del maestro carpintero, del aprendiz (muchas veces, huérfano), de la sátira como forma de alivio anímico... Motivo más que suficiente para preguntar si una festividad que se ha transformado a través de dos largos milenios merece el reconocimiento de la UNESCO.

    Cierto que algunos aspectos pueden resultar molestos, más por la forma que tienen determinadas personas de vivir las Fallas que por culpa de las Comisiones o de la Junta Central. Esa territorialidad exacerbada de algunos falleros respecto a quien pasa junto a su casal o quién mira su monumento, contrasta con la hospitalidad y la generosidad de otros que desean abrir las puertas de su casa común para atraer a vecinos y amigos. Esa ratonera en la que se convierte Valencia en forma de calles cortadas, que tanto nos cuesta aceptar, debe ser tomada como una invitación a la sana caminata, al uso del transporte público, recorriendo aquellos lugares emblemáticos de nuestra ciudad.

    Cuando las personas nos convertimos en gente (o, incluso, en gentuza), no necesitamos de las Fallas para mostrar nuestras miserias: Nos vale el fútbol o la política, las comidas familiares o las discusiones de tráfico. Tendemos a meter en el mismo saco al fallero que conoce y respeta su tradición junto con el tonto del haba que con un fajín y un “tro de bac” se cree capitán general. Y no, lo siento, de que el mundo esté lleno de gilipollas no tienen culpa las Fallas.

    Me dolería que, por parte de algún escribiente iluminado, hubiéramos vuelto a esos años setenta donde el intelectual se mostraba naturalmente anti-fallero, hablaba con esa superioridad moral de “coentor” o de “meninfotisme” e invitaba a la gente a huir de Valencia a medida se acercaba marzo. Porque, aunque no sean de nuestro agrado, aunque para nosotros tengan más defectos que virtudes, las Fallas son una parte trascendental de nuestra historia y de nuestra cultura. Así que intentemos no tirar piedras sobre nuestro propio casal…

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