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Por Vicent Albaro
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Metáfora de los desterrados

    FOTOS
    Metáfora de los desterrados - (foto 1)
    Metáfora de los desterrados - (foto 2)
    Metáfora de los desterrados - (foto 3)

    Hace mucho tiempo que nos conocemos, tanto…que a veces pienso si los años han sido verdad o solo un espejismo. Años de vino y de rosas, de entrega sin medida y sacrificio. Tenemos las arcas vacías, el cuerpo añoso pero curtido, tatuadas cicatrices en el espíritu, donde algunas todavía sangran y los dos sabemos, que ya no se curarán nunca. Nos han jubilado de nuestros más queridos oficios. ¿Quiénes? Todos y nadie. Ahora vagamos por las calles solitarias de empatía, como esos fantasmas de muertos, en busca de una paz que no encuentran. Y aún así, no nos resignamos a cruzar el umbral luminoso. Sí, esa luz blanca, hermosa, inconmensurable que llena de paz y sosiego para trasladarte al más allá. Y ambos sabemos que no vamos a ir hacia allí, al menos por ahora. Por más golosa que sea su promesa de beatitud. Porque en definitiva, nosotros somos de aquí. Siempre lo fuimos, lo seremos, y nadie nos va a quitar lo que fue y es nuestro. ¿A que no, amigo?

    Cuando lo pienso, creo que en el fondo somos como dos caballeros andantes, que se disputan una bella dama en justa lid. El choque puede parecer atronador y aparatoso, caballos al galope, lanzas en ristre, escudos golpeados por fieras espadas que buscan dar un buen tajo al cuero mortal. Que flaquee la armadura y por un flanco descubierto, mane sangre a borbotones. Pero fieles a las reglas de la caballería, los dos sabemos que aún y con todo, enfrascados en ese cuerpo a cuerpo, a pesar de la crudeza por alzarse con el pendón de la victoria, el honor es nuestra divisa. Y sin honor del caballero, no hay victoria sublime ni dama que lo merezca, por hermosa y sensual que sea. La traición es cuestión de villanía, propicia de almas negras. Y la pureza del caballero es tan sublime y etérea, que no pude ser mancillada por cuestiones triviales ni mundanas.

    Ninguno de los dos bajó la guardia, y respetó al vencido en cada torneo librado. Pero ninguno pudo tampoco con las intrigas palaciegas ni con los sicarios, que embozados en la noche, daban cuchilladas traicioneras. Defendimos bien la torre con nuestra dama y su estandarte, ondeando altivo al viento fragoso del amor y de la cultura. Tal cual nos enseñaron los venerables maestros, olvidados por la historia. Pero hay mucho Vellido Dolfos por estos lares, demasiados que ansían la torre, la dama y su pendón. Y aquel infausto día, nos derribaron del caballo; no uno ni dos, ni tres, ni cuatro, sino una mesnada entera. No puede un fiel caballero, que se precie de respetar las normas de la caballería, y por bravo que éste fuere; sobrevivir ante la chusma embravecida, aventajados por una infausta celada en traicionera partida.

    Y derrotados, tomamos el camino del destierro como un Mio Cid levantino, por la dura estepa castellana. Cada uno el suyo. Por tierras del infiel y lugares agrestes, desconocidos. Por la tenebrosa selva del exilio interior, duro y despiadado, solitario y doliente. De vez en cuando nos cruzamos por el páramo y hablamos de lo que nos unió. Nos reconfortamos en mutua complacencia, en sincero y reverencial respeto. Dos viejos guerreros que se reencuentran, muestran sus heridas de combate y recuerdan lejanas batallas, olvidadas ya en el tiempo. Las ganadas y las perdidas, pero en todas aprendimos la lección del momento. Le muestro mi estandarte roído por los años y envejecido, pero con el blasón rutilante. Me muestra el suyo, recosido, mohoso pero con los colores vivos, un paño de grandeza esplendorosa.

    Y alzamos la vista para otear el paisaje de nuestros desvelos. Yermo, decadente. Con la torre sembrada de muertos, roída por los vientos y agrietada por lluvias, fríos y soles. Enajenada por músicas fantasiosas y suntuosos decorados de cartón piedra. Irreconocible y ausente, con una mueca fría de meretriz astuta. Extraviado el Grial, el “santa santorum” de sus forjadores. Esos alcores que nos desvivieron en la juventud perdida y que tanto amamos, ahora son solo quimeras de un pasado irreconocible. Lejano y cercano, pero jamás ausente. ¿Y la Dama? Aquella jovial y bella joven que nos fascinó, mientras susurraba al oído palabras de amor complacientes. Nos miramos como siempre, sin decir nada pero con un rictus sonriente. ¡Hay silencios tan elocuentes! La complicidad que siempre nos acompañó, aún sigue viva, muy presente. Cruzamos un fuerte apretón de manos curtidas y a la vez de ternura latente. Sonaron los hierros de la armadura, roncos y secos al abrazo de antiguos combatientes.

    ¿Y la Dama? Sigue encerrada en la torre, gimiendo y suspirando quien la rescate por Amor, de aquella estancia sombría. Pero la caballería ha muerto y con ella su nobleza y amor ferviente. Vagamos solos por los páramos, con nuestra fiel montura, erguidos y pertrechados como siempre. Ya no hay nadie que nos escuche, todo lo manosean babosos Sanchos Panza, travestidos de prohombres. Y aunque nos sobran fuerzas para repartir algún mandoble, ya no quedan lides ni justas nobles para ningún Quijote. Y si las hubiere, seguro que ya nadie, ni las busca ni las quiere.

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