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Por Vicent Albaro
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De ferias y mochuelos

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    De ferias y mochuelos- (foto 1)
    De ferias y mochuelos- (foto 2)
    De ferias y mochuelos- (foto 3)

    Erase una vez un pueblo, un pueblo pobre que vivía del campo. Un campo montañoso e irregular con la tierra más áspera que fértil. Más árida que feraz y si no fuera, por las terrazas abancaladas de piedra seca, hechas con sudores y manos encallecidas, esa tierra desagradecida hubiera parado al mar arrancada por las torrenteras a través de ríos y barrancos. Ese pueblo se dedicaba a la agricultura sin más agua que las fuentes intermitentes, conducidas por pequeñas acequias a balsas de riego. Un azud medieval que canalizaba las aguas estacionales por una red capilar antigua, que seguía siendo insuficiente para la mayoría de partidas cultivadas. En una palabra, si llovía había cosecha y si no, a pasarlas canutas o lo que es lo mismo, hambruna, enfermedad y muerte.

    La historia de este pueblo podría ser la de cualquiera de la España seca, de los pueblos de interior montañosos, donde las planicies feraces brillan por su ausencia. Tenía otras formas de vida, como la ganadería y variados oficios artesanos entre ellos, los que daban forma al barro. Como fuera, el curro era el santo y seña de la villa, y no por capricho sino por mera necesidad. Su afán de superación siempre había sido el trabajo duro, y con esos mimbres se forjó un carácter adusto y recio que marcaría a muchas generaciones. Estas gentes, campesinas por oficio y por necesidad, miraban al cielo y observaban sus señales. No solo para imprecar la lluvia que les era necesaria, sino para observar fenómenos naturales que podían serles de mucha utilidad o de desgracia.

    Esa desgracia en forma de plaga de langosta o de pedrisco, que eran conjuradas con rezos a la divinidad por medio de sus santos. Esa alegría útil tomaba forma de un maná estacional, que por el otoño surcaba sus cielos en forma de unos pájaros llamados zorzales o tordos. Así que sucedió que esos hombres, aprendieron una forma de capturar esos pájaros que en gran número, sobrevolaban sus tierras cuando caía el otoño. Es difícil concretar en qué momento histórico, el hombre activa un mecanismo de caza tan sofisticado como el que conocemos hoy. Pero lo que no tiene dudas, es que la sabiduría de esa técnica le viene de muy lejos, del fondo de un poso cultural de siglos. Pero el fin estaba muy claro, proveerse de proteínas para que el hambre y la miseria, no arruinaran el hogar de gentes pobres y con pocas opciones de supervivencia en esos tiempos remotos. La numerosa prole de aquellos siglos no era sencilla de alimentar, las defunciones en edad infantil estaban a la orden del día, así que la mayor era: Comer para Vivir.

    Por ello estamos ante una empresa de pura “Supervivencia”. Capturar tordos en árboles con liga de ajonjera, aunque pareciera sencillo no lo era en absoluto. Confeccionar la pega, liga o visco constituía toda una alquimia natural no al alcance de muchos, y sí de unos pocos privilegiados que dominaban la fórmula perfecta. Las jaulas de los reclamos necesitaban de artesanos que se aplicaran en su construcción. Los espartos, la mayoría se traían de fuera, las montañas de la Selleta y de Foyes no daban para todos. Las jarras de cerámica para depositar los pájaros para la prueba de canto, y las jícaras de beber, eran obra de los artesanos alfareros. Los reclamos bucales de latón, también necesitaban de un buen artesano que les diera el tono perfecto para imitar su canto.

    Lo que sí podían hacer los paisanos eran las varas de perchas de adelfa y el arreglo de sus árboles. Unas entradas enrevesadas, dos podas por aquí y cuatro varas gruesas de olivo a modo de tosco andamiaje, para poder mal que bien, encaramarse a parar en lo alto, procurando no caerse y quedar lisiado de por vida. También el paisano corriente podía cortar cañas y carrizos en los barrancos para hacer un rodal, en donde guarecerse y que el astuto pájaro, no detectara su presencia. Hacerse las raquetas con chupones de olivo y trenzarlas con cordel de pita. El paisano podía hasta cogerse el mochuelo una noche de agosto de luna llena, frito por las picaduras de mosquito. Un mochuelo que al final de campaña se liberaba. Un mochuelo (mussol) que sin él, nada de lo narrado era posible. Porque el mochuelo, con su presencia y movimientos,  hacía cantar a los tordos enjaulados para que descendieran de las nubes, y se adentraran en los árboles enviscados. Sin Mussol no había tordos. Sin tordos, tocaba pasar hambre. Esa es la conclusión de esta historia.  

    Cuentan los sabios, que en aquel pueblo pobre que vivía del campo, se instauró una feria. Una feria para proveer a todo el pueblo de aquellos enseres, que no podían adquirir por medios propios por las circunstancias que fueran. Y hete aquí, que allí se vendían espartos, jaulas, jarras, jícaras, ligas, mallas, candiles, y toda clase de avituallamientos…pero por encima de todo ello, el rey de la feria era el Mochuelo que en lengua vernácula es el “Mussol”. Porque sin mochuelo no había tordos, y sin tordos la gente pasaba hambre. Esta es la conclusión final de la historia, por eso a la feria de este pueblo de gentes humildes la llamaron con toda justicia, la “Fira del Mussol”, la Feria del Mochuelo.

    Han pasado los siglos, la feria sigue celebrándose aunque nada de lo narrado existe. La feria de hoy nada tiene que ver a lo que fue en su rigen. Como casi todo. Aquel pueblo pobre y humilde, con los años se volvió próspero y rico. Se agrandó con gentes venidas de otros lares. Ya nadie pasaba hambre. El campo que daba de comer, se abandonó hasta la ruina total por un nuevo maná en forma de cuadradillos brillantes que alicataban medio mundo. Las gentes se volvieron cultas, sensibles y escrupulosas. Ese progreso trajo la perversión del arte parañero degradando con artificios su sencillo y humilde origen. Algunos malvados lo censuraron hasta el extremo de aniquilarlo. Nadie o casi nadie tuvieron en cuenta, los grandes favores que esa humilde actividad de gentes campesinas, había contribuido al bienestar y salud del pueblo. A la conservación de los campos. A la venturosa felicidad de esas sencillas gentes, tildadas con malicia de atrasados y cavernícolas.

    Solo unos pocos lo defendieron y siguen en ello, buscando retornar al origen y a la verdad de todo lo bueno que fue y sigue teniendo. Solo unos pocos héroes se manifiestan, para defender lo que nunca debió prohibirse bajo ningún concepto, y sí regularse con una normativa adecuada a los tiempos. Porque estos últimos parañeros, -son los últimos en serio- porque esto se acaba,  saben de dónde venimos, y lo que fuimos un día. Un pueblo humilde y pobre de campesinos y artesanos. Así que cuando uno pasee por la Feria del Mochuelo,  “Mussol” en lengua vernácula, lo único veraz, auténtico e histórico que va a encontrar allí, es la “garrofera” que los amigos del “Parany” en lengua vernácula”, han montado con esfuerzo en dicha feria, como recuerdo y memoria real histórica.

    Así que yo, víctima también de esta insoportable y dolorosa injusticia, desarbolado en todo el sentido de la palabra y consciente de ello, no puedo más que, con dolor por un lado y admiración por otro, dar las gracias a Jose Antonio Martí Gayet y su troupe por estar ahí. Por desdén, cabezonería, amor propio, vanidad, testimonio o simplemente por joder, a quienes de forma bárbara e injusta han hecho desaparecer del mapa, una actividad honrosa y sufrida, un emblema de la tradición valenciana, que dio de comer al pueblo. El resto “fum de canya” en lengua vernácula y “ganes de tocar els collons” también en lengua vernácula. Para que se me entienda.

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