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Por Vicent Albaro
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Cuando el año se va, algo se queda en el alma

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    Cuando el año se va, algo se queda en el alma- (foto 1)

    Decía el sabio aquello de que, uno empieza a morir el mismo día que nace. Y a medida que cumple años piensa que la muerte queda lejana y que es cosa de viejos. Paralelamente, cuando un año empieza comienza su cuenta atrás y así se repite, desde que el mundo es mundo y le dio por contar días, semanas, meses y años. Pero lo acontecido en estos lúgubres meses lo ha trastocado todo. Aquella seguridad asumida se ha terminado, y hemos vuelto al tiempo del desasosiego de nuestros antepasados, sí, a aquellas gentes que no sabían si pasarían el próximo invierno, porque una enfermedad contagiosa los llevaría a la tumba. En los tiempos postmodernos solo el cáncer y la desgracia de un accidente, podía quitarnos el sueño.

    Si nos retrotraemos en la historia, la medicina que ha cubierto nuestra salud y protegido nuestras vidas, es como quien dice, de hace cuatro días. La penicilina del Dr. Fleming, las vacunas para la pigota, polio, cólera,  etc. es fruto de la investigación y estudio de tiempos recientes. Hace ciento y pico de años, la gente la palmaba sin más. El pobre, el rico, el rey y el papa. Las familias se cargaban de hijos y casi un 50% no llegaban a mediana edad. Los libros de las parroquias dan fe de muchos óbitos de neonatos, niños, jóvenes, y hasta de mediana edad, por lo que llegar a viejo era todo un reto. Y con éstas, ha tenido que llegar una epidemia para cercenar todas nuestras seguridades, y los más viejos, antaño protegidos y jubilosos por los viajes del “Inserso”, lo han pagado carísimo. Los ancianos y quienes sufren achaques en su maquinaria vital, desgastada por el rudo trabajo, el tiempo y la enfermedad.

    Se va un “annus horribilis” y llega otro con igual o parecida retranca. Aquí nadie sabe nada o lo parece, y ahí radica el desconcierto y la preocupación. Con este año se han ido personas queridas, que aún con sus achaques, hubieran estado más tiempo con nosotros, gozando de las bondades de su presencia. Los viejos son una biblioteca ilustrada que algunos necios desprecian. Cualquiera que sea su recorrido vital, en su particular materia pueden dar lecciones hasta al más pintado. Yo lo he visto así siempre y lo he constatado de primera mano. Las bajas son cuantiosas, hasta de jóvenes porque esta nueva peste no respeta a nadie. Nos hemos acostumbrado al parte de bajas diario, y como si tal cosa. Cada día se caía un avión de pasajeros civiles con trescientos y pico de criaturas, y la frialdad de las estadísticas solo te sacudía, si un finado era vecino o conocido tuyo. Así somos o nos hemos convertido.

    En una época donde el egoísmo, hedonismo y la chabacanería campan por sus respetos, el toque de queda ha acentuado esta lacra. La suspensión de actividades comunales ha amortajado la vida social de todos. Porque los actos que se celebran en cualquier época del año, marcando hitos en el calendario general, ya no existen. Hemos perdido el colorido de los días señeros que nos daban gozo e ilusión por vivir. Esos días en que uno se siente renovado, identificado con su comunidad, alegre y risueño, protagonista de una costumbre secular, que animaba espíritus bisoños o cansados. Esos días en que alerta el volteo de campanas, disparan tronadores, suena la música, las gentes se visten de fiesta y la comunidad se lanza a la calle en un rito secular. Esos días en que no sabrías estar en otro lugar que no fuera el de siempre. Todo se ha ido por el sumidero de la infinitud de los días perdidos o robados.

    Los mayores, son los más acongojados por el mal, y solitarios ante la posibilidad de un maldito contagio. Sin una caricia, ni un abrazo. Sin una mirada complaciente y amiga. Siempre con preocupación y dudas. Los jóvenes, frustrados porque pasan los días y sus ansias de gregarismo y roce, los tienen prohibidos. No entienden que esa voluptuosa y desafiante juventud, les permitirá resarcirse con creces en un futuro. Hay tiempo, mucho tiempo para todo. Pero la juventud es así, rabiosa y acaparadora, inconformista y anárquica, despreocupada y temeraria. He intentado ponerme en su lugar, el año y medio que estuve en Cartagena en la mili. Añorando la cresta del Peñagolosa en lejanía,  y la montaña de San Cristóbal sombreando mi casa de la calle doctor Ferrán, 12. Pensando en aquellos días que maldecía en rebeldía, convencido que me robaba la juventud el deber patrio. Y no fue así, pues lo aprendido en aquella experiencia vital, suplió con creces los meses de guardias, obediencia  y disciplina, hasta el punto de que llegas a añorarlo entrado ya en la senectud. Aquello pasó y hubo tiempo para todo. Esto también pasará, y habrá tiempo, mucho tiempo aunque ahora no lo parezca.

    Perder las citas sagradas por la pandemia nos ha roto. Y ha puesto en peligro la emoción y el color de esos días, en que todo parece distinto y lleno de magia. Pues viene a demostrar que se puede pasar también sin Magdalena, Fallas, Semana Santa, Pascua, el Rollo, Fiestas del Cristo y las jornadas Navideñas recientes, como días irrepetibles por antonomasia. Se puede pasar sí, pero no es lo mismo. No solo de pan vive el hombre, si es que el pan no nos lo quitan también, y cargar el espíritu se torna necesario y salutífero. Cargarlo de sentimientos de todo tipo, de amistad, de solidaridad, de arte, de música, de familiaridad,  de comunión con los que nos precedieron en la vida, y que viven en cada verso no escrito de la tradición. El peligro está en acostumbrarse a esta monótona situación, impuesta por imperativo legal y sanitaria. Que todos los días sean grises, sin la esperanza de un cambio de ritmo vital, que nos enerva y revivifica.  Y ese sentimiento está latente, pues somos animales de costumbres y rutinas.

    Existe ahora, una diáspora, un encierro, una soledad obligada, una lejanía abstracta, que parece no acabarse nunca. Cuando estos actos identitarios se pierden, debe quedar el alma intacta por el recuerdo de lo vivido, con la voluntad de repetirlo. Y sin perder ni un ápice de su estructura esencial, que es la que ha perdurado en el tiempo. No es momento de florituras ni de chanzas, sino de ir a lo medular. De aprender de estos tiempos de tribulación a despojarse de los harapos de la superficialidad. Habrá que pensar cómo salir del encierro, de la cárcel física y mental. Veremos si es verdad que salimos mejores de ésto, y esta crisis no nos haya corrompido, henchidos de egoísmo y distancia social. ¿Feliz Año? Mejor salutífero año carnal y moral.

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