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Por Vicent Albaro
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Sin Cevisama y otras cosas

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    Sin Cevisama y otras cosas- (foto 1)
    Sin Cevisama y otras cosas- (foto 2)

    A estas alturas del mes de febrero, estarían las fábricas azulejeras en Valencia, mostrando sus productos cerámicos a la clientela nacional e internacional en un alarde de esplendor y luminosidad. Las firmas expositoras se gastan una fortuna para que su catálogo, repleto de novedades, tenga aceptación entre los compradores. A veces no se recupera lo invertido, porque cuesta un ojo de la cara estar allí, y Feriavalencia dispara a dar, con sus precios abusivos en servicios y otras costas, pero como ocurre en tantas cosas de la vida, si no estás presente en este tipo de certámenes, no existes, y si no existes es que te has muerto. Bueno, algún Messi del sector va por libre. Siempre ha habido clases.

    Conozco esa Feria desde 1981 cuando se denominaba Cevider, soy perro viejo en estos menesteres. Pero hoy no me centraré en ella, porque voy a bucear más hondo. Hablar de lo que allí se cuece es materia extensa y compleja, porque el escaparate teatral es una cosa, y la trastienda otra bien diferente. Como todo en la vida tiene sus varias caras, y no todas son guapas ni bien peinás. Punto.

    La industria cerámica está removida. Los grandes grupos productivos se han posicionado en un lugar preeminente en todos los mercados, dejando a las pequeñas fábricas, -las de toda la vida- muy mermadas en competencia. Muchas cerradas o absorbidas, y las que resisten al “abrazo anacondiano” de las grandes, son heroínas que algún día serán dignas de estudio. Porque todo este Holding, Cluster, Sector, Grupo o como queramos llamarlo, realmente, nació en verdad, así en pequeñito, casi de la nada. Y de la nada, pasando toda clase de mareas, temporales, tormentas y ciclones económicos, ha llegado hasta aquí.

    La mayoría de las fábricas de azulejos nacieron de los viejos talleres de loza, alfares e incluso de tejares y ladrilleras. A groso modo, eran depositarios de esa tradición antigua de amasar el barro y cocerlo. La materia prima estaba al lado de casa, tierras arcillosas de buena calidad y un matorral mediterráneo abundante, para dar combustión a los hornos morunos, tan viejos como el hombre. Todo un mundo artesanal, como artesana era la loza fina y la cacharrería. A mano se hacía el bizcochado o soporte, a mano se escampaba para el secado, a mano se esmaltaba, a mano se instalaba en los hornos, se sacaba, se destriaba y cargaba. Mano de obra a punta pala.

    Cuando salieron las primeras máquinas desde el prensado hasta el final, el proceso era similar pero con más producción, lo que hizo evolucionar poco a poco a esos primitivos talleres para convertirlos en fabriquitas. De los colores básicos como el blanco, la decoración lenta y engorrosa del pintado a mano, se pasó a las trepas, que permitía a cualquiera decorarlas. Ya no era necesario saber pintar. Su trabajo era pasar el pincel con color sobre los huecos del papel, para dejarlo sobre el esmalte. Una y otra vez con distintos colores para obtener unos vistosos acabados. Después la serigrafía. Y así, poco a poco, fue evolucionando el sistema, cada vez más automatizado hasta el “sumum” de la tecnología punta que prima ahora.

    Cuando llegaron las grandes heladas a mitad de los años cincuenta, la gente siempre pone como ejemplo a los naranjeros de Villarreal, pero aquí también había naranjos y almacenes de naranja, además de cuatro fábricas mal contadas. Pues en ese tiempo, muchos alcorinos se lanzaron a la alberca de cabeza. Se juntaron cuatro o cinco o los que fuera menester, y sobre el bancal  huertano de un socio, levantaron cuatro paredes y ¡zás! Fabriquita. A hacer azulejos, que se venden bien y el campo ha demostrado ser un desengaño.  

    Y así empezó todo, aunque la tradición viniera de antaño. Por el arrojo, la valentía o la desesperación –no lo sabremos nunca- de aquellos pioneros, que un día decidieron cambiar su sino y el de todo un pueblo. Se mataron a trabajar, pues en este oficio no existen días y noches, son todo uno. Trabajaron las minas de arcilla, rularon esa arcilla en las eras, la molieron y la lavaron, la prensaron, y cocida dos veces, nació el reluciente espejo de un azulejo para revestir paredes. Decía un sabio: “Mira si estas gentes aman a su tierra, que la lavan, la miman, la visten y decoran para ofrecerla a todos las países del mundo”.  

    Si pensamos en aquellos orígenes de los hornos a leña con sus chimeneas, los trabajadores rebozados en polvo de arriba abajo. Con la máxima de aquellos abuelos: “O fum O fam” que muchos olvidaron con los años. Trajines de “malea” combustible para la cocción, oficios aprendidos a golpe de horas, lumbagos, novatadas y callos: Leñero, tractorista, prensista, tocador, barnizador, bombero, hornero, clasificador, cargador, pinche, etc. se esboza una sonrisa amable y un regusto a nostalgia de lo que fue y nunca más volvió. Manadas de hombres y mujeres jóvenes por el pueblo, a la entrada y salida del trabajo con el saquito del almuerzo, a golpe de sirena o de timbre ruidoso. Trajín de laboreo que con los años, fue apagando el traqueteo de los carros agrícolas –otrora ingentes-  hasta su total extinción.

    Patrimonio sonoro que cada vez recuerda menos gente, pero que estuvo presente y vivo, hasta hace cuatro días como quien dice. Solo los funcionarios del museo de cerámica local, van recopilando de tanto en tanto, aquellos aconteceres que parecen tan lejanos. O tal vez lo son, porque el mundo de la cerámica de hoy, tiene mucho en común con aquello, en su fondo pero no en la forma.

    Por eso, cuando el lujo y la pompa se exhiben en una luminosa Cevisama,  quienes con inteligencia pisan suelo y conocen a fondo el mundo del azulejo, recuerdan el por qué y de dónde venimos. De la pringosa mezcla del barro y el agua. De las manos agrietadas o acribilladas de pinchos de aliaga. Del duro trabajo del oficio más viejo del mundo, pues fue Adán el primer cacharro de barro. Y hoy, bajo esas enormes naves y explanadas, repletas de miles de palets plastificados, enterrada está la huerta de uno de los muchos emprendedores. Sí hombre, aquel que un día, junto a parientes o socios, se lo jugaron todo para hacer una fabriquita. Los sueños e insomnios de esos otros asociados, que se dejaron la salud y la vida en el empeño, y en muchos casos cosecharon ruina y  fracaso. Pero con esa loca obsesión, crearon de la nada el camino del pan de muchos, para lugareños y foráneos. Me descubro ante ellos, la mayoría, hoy, olvidados y anónimos. Todos sin relevo, rompieron los moldes de aquella clase de hombres.

    Por eso, cuando pienso en Cevisama, aunque este COVID 19 la haya fulminado. Cuando estoy allí, en esa especie de ensoñación deslumbrante y palaciega, esa hoguera de vanidades a lo bestia, mi cabeza vuela a las viejas eras del pueblo. Y veo el rular del mulo. El humo negro de las chimeneas, el sonido rítmico y machacón de las prensas, a los timbreros polvorientos trajinar de un lado para otro. Los horneros echar gavillas por la boca abrasadora, fintando la lengua del fuego. Las chicas jóvenes en jovial parloteo, llenar casillas de refractario en piezas de crudo. Los tocadores y clasificadores (primera, segunda, tercera y saldo) pasarse carrillos como croupiers de un alborotado casino. Y los cargadores, rellenar con paja de arroz, las filas de azulejos a granel, en la caja de un destartalado vehículo. Todo eso y más, como fantasmas del pasado, pululan por los lujosos stands de aquella Feria. No sé ni sabré, si hay alguno que lo ve también. Pero estoy seguro que aquel inmenso desembarco, no estaría allí, si no hubiera sido por ellos. Que por no estar, ni están en el recuerdo de casi nadie. Mundo cruel y desagradecido, en definitiva, mundo.

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