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Por Vicent Albaro
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Símbolos vitales

    No solo de pan vive el hombre, decía Jesús, el Mesías ignorado por los suyos y aceptado por gentiles, pobres, lisiados, enfermos, desahuciados y prostitutas. El hombre necesita símbolos que le llenen de energía anímica para sobrellevar el calvario de la vida. Hoy en día, un cacho de pan lo tiene cualquiera en nuestra sociedad, llevárselo a la boca para saciar el hambre no es difícil. Lo duro es seguir el ritmo de “otras necesidades”, que esta sociedad nos impone como irrenunciable panacea de la felicidad y que son a la postre, las que nos convierten en esclavos del consumo, y a la vez, en amargados insatisfechos de por vida.

    Las necesidades del alma son las más difíciles de llenar. Porque no hay fórmulas magistrales en botica que curen la sensación de desánimo y orfandad, de soledad y desarraigo cuando todos nuestros ídolos y falsos dioses han caído rotos en pedazos. Y es entonces cuando envueltos en la ceguera y el apego, nos aferramos a ellos sin tener fuerzas ni lucidez para dejar marchar aquello que no es más que eso, una ilusión placentera que el tiempo se encarga de robarnos como lo ha venido haciendo, desde que el mundo es mundo.

    No hablo de la enfermedad física porque esa tribulación sí que te abre los ojos, y te devuelve al sitio de donde procedes, el barro y la nada. Leía en un artículo de Religión en Libertad, que donde de verdad se reza no es en las iglesias y catedrales, sino en las UCIs de los hospitales. Y allí rezan todos, los de fe y los sin fe. Porque solo allí te das cuenta lo poquita cosa que eres, por más que te creías ser. Sólo allí la vida adquiere su máxima expresión y lo futil queda al margen.

    Siempre me ha llamado la atención, el por qué en mi pueblo hubo en algún tiempo, tantas iglesias, capillas y ermitas. Cómo era posible que en una población que rondaba las tres mil almas, existieran tantos templos de culto y devoción. Y al final concluyes que aclamarse a los símbolos divinos ante la adversidad y calamidades de todo tipo, consuela y serena los espíritus dolientes. Porque tanto el hombre de entonces como el de ahora, siguen siendo barro y ceniza. Por eso al inicio de la Cuaresma, un rito ancestral nos lo viene a recordar de forma tan sutil como implacable: “Polvo eres, y en polvo te convertirás”. 

    En estos días el ayuntamiento está remodelando algunas calles para hacer el tránsito ciudadano más amable y confortable. Seguro que habrán estudiado a fondo la cuestión para que el resultado sea positivo y logre los objetivos deseados. Peatonalizar calles y construir amplias aceras, favorece el acceso y el intercambio de relación entre los usuarios, pues se entrecruzan y por ello, es más fácil coincidir en ese espacio abierto y a través de él, alternar y lograr un encuentro cada vez más difícil. Porque hay poca gente a diario por las calles y casi nadie los fines de semana. Para coincidir con alguien, debes hacerlo en tal o cual grupo, asociación o evento, en su punto y hora. Fuera de ahí, es un desierto en expansión. Necesitamos además de las anchas aceras del ayuntamiento, calles intangibles, etéreas, anímicas, para seguir relacionándonos de forma sencilla, afable y más humana.

    Esta villa no es ciudad, ni tampoco es pueblo. Es un conglomerado humano complejo y disperso. Seguro que no será el único caso, pero es el que nos ocupa y preocupa. Las gentes huyen y se desparraman por los más insólitos lugares. La ciudad dormitorio con televisión de plasma es una realidad incontestable. El ensimismamiento es tónica general. Ya no queda lugar para la relación familiar, vecinal, de escalera y ni siquiera de amistad. Salvando honrosas excepciones que siempre las hay. Hay un vacío existencial que me estremece y asusta por las nocivas consecuencias sociales y comunitarias que encierra. Llegar a una población y saber que existen fuertes referencias de tipo sacro, cultural, monumental o lúdica, te reconforta. Pues sabes que ese conglomerado de edificios más o menos bellos, no están vacíos de sentimientos nobles ni apagados de calor humano.

    En nuestro caso puedes observar el perfil señero del casco viejo con su campanario, cada vez más deshabitado. La recua arriera, totalmente alejada de su contexto primitivo. L’Albà con menos espectadores in situ que nunca. La ermita de san Cristóbal, vista como mirador paisajístico o lugar de almuerzo pascuero. La ermita de San Vicente, rincón de recreo y camping turístico. La ermita del Salvador –primera iglesia cristiana de la comarca- con su castillo roquero, como monumento histórico. La iglesia de la Asunción de estilo corintio, es un lugar social donde se relaciona la gente en ceremonial, al menos una vez por semana. Allí  se estrenan libros de matrimonio, hay unas fiestas de primera comunión muy vistosas, se acuñan fes de bautismo, salen procesiones con un cromatismo artístico bellísimo y tocan las campanas dando la hora, y anunciando festejos y entierros. 

    ¿Qué más? En los edificios civiles pasan por taquilla los contribuyentes, con sus jugosos impuestos,  para que todo el tinglado funcione y cada cuatro años, toque renovar la plantilla gobernante según la normativa democrática. Y suma y sigue. ¿A dónde voy a ir a parar, estará preguntándose mi sufrido lector, se ha perdido entre líneas el plumilla éste?  Ojalá fuera una pérdida de este pobre mortal. Lo que creo con rotunda sinceridad, es que hemos perdido el sentido profundo y trascendental de las cosas. La simbología que ha anidado en los corazones de nuestros padres y abuelos, no es más que una triste efemérides, festiva o social que hay que cumplir y hasta profanar, eso sí, pasándoselo mortalmente bien y hasta que el cuerpo aguante. Y con ello hemos banalizado y prostituido nuestros símbolos más sagrados, ya sean profanos o religiosos que tanto da.

    A la postre y acabo, con ese desprecio por lo que nos rodea aunque lo revistamos de jolgorio, masividad, ruido y parafernalia, boato y cronicones mayúsculos de autobombo, nos estamos quedando solos y vacíos, como las calles de un domingo cualquiera en la villa. Vamos engordando el ejército de desertores, olvidados, vencidos, humillados, resentidos, exiliados, ególatras, vengativos, solitarios y  un muy largo etc. Porque esos símbolos vitales enumerados y por enumerar, que son muchos, ya no nos dicen absolutamente nada en nuestro interior más profundo. Que hay una careta y una pose para cada situación y circunstancia, un queda bien momentáneo y echar a correr cuanto antes, a lo mío y solo mío.    

    Así que no nos extrañen ciertas situaciones de absoluto vacío o minúscula presencia. No nos extrañen aparatosas multitudes sin saber qué hacen, ni a qué van. No nos extrañen los  corazones desnortados que pululan a nuestro alrededor, enajenados, doloridos y rabiosos, con ánimo de contagiar su amargura. Lo que ahora se llama gente tóxica. Porque mientras no hagamos un profundo análisis de todo lo dañino que nos sobra, mientras no seamos capaces de comprender al otro en su propio drama personal, haciendo un acto de severa humildad y poniéndote en su lugar. Mientras no encerremos la lengua viperina bajo siete llaves, y los ojos los lubriquemos con colirio de amistad sincera, esto no tiene ni tendrá remedio.

    Como decía el Mesías Jesús, con el que he empezado la crónica y con quien la concluyo, “el que tenga ojos para ver que vea, y oídos para oír que oiga”. Lo demás, barro y ceniza.

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