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Ripollés: Cincuenta años sin la brocha gorda

Ripollés: Cincuenta años sin la brocha gorda
  • El pintor castellonense despide con exposiciones el año en el que conmemora el 50 aniversario de que abandonara la pintura industrial para ser un profesional del arte

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Don Francisco, director de la escuela de barrio en la que aprendió poco más que a sumar y escribir, vio para él un gran porvenir como futbolista. En la década de los cuarenta, en tiempos en que Eizaguirre, Gainza, Campanal o Herrerita eran ídolos en las tardes de domingo de calzones largos en el Metropolitano, el Heliópolis o el Chamartín, Ripollés (1932), hoy en día un reconocido pintor y escultor sobre todo en el extranjero, asombraba en las calles de Castellón por sus habilidades con los balones de trapo.

Una tarde Don Francisco acompañó a Ripollés a su casa para pedirle a la madre adoptiva que volcara en el fútbol el futuro de su hijo, pero fue en vano. La pobreza de su familia de acogida obligó a Ripollés de forma prematura a abandonar la escuela para trabajar. Tuvo que recoger boñigas en la calle para venderlas como estiércol, cuidar establos y animales de granja y realizar tareas domésticas del hogar antes de iniciarse, a los once años, como aprendiz de pintor industrial.

A la edad de las canicas descubrió los colores y sus infinitas combinaciones con la brocha gorda mientras lucía muros, daba manos de cal en talleres y adecentaba viviendas como la de la señora Pilar, una conocida prostituta de calderillas a la que repintó paredes de su burdel con vivos colores. Aquel encargo desató las iras en el católico y tradicionalista hogar de Ripollés y el enfado de su madre, encolerizada por los comentarios del barrio, a punto estuvo de costarle su puesto como pintor.

Pero el destino de Ripollés con la pintura no tenía vuelta atrás y su encuentro con la brocha gorda cambiaría su vida para siempre. Decidió por las noches apuntarse a clases de dibujo en el instituto Ribalta que sólo le sirvieron para enervar a su profesor, porque a Ripollés no le gustaba copiar los modelos, sino reinterpretar la realidad lejos de los dogmas de Porcar, por aquel entonces el referente artístico de Castellón. Por eso buscó en París, a los 22 años, nuevos estímulos a sus inquietudes artísticas.

A Francia llegó como pintor industrial y pronto se convirtió en el operario preferido de su patrón. Un día le tocó decorar el apartamento parisino de Marylin Monroe muy poco tiempo antes de dar el paso decisivo para reemplazar los andamios y el mono de trabajo, hasta entonces su modo de vida, por el arte.

En noviembre de 1958, la prestigiosa galería Drouand David en la que colgaban cuadros Picasso, Buffet o Chagall y que había acunado a los españoles Lapayese, Badía o Ubeda, descubrió a Ripollés -«por un accidente», afirma el artista- y, desde entonces, su obra comenzó a recorrer toda Europa, Japón, Estados Unidos, donde el famoso coleccionista Leon Amiel adquirió toda su obra, o México, donde mantuvo una estrecha relación con Sequeiros.

Ripollés volcó en la pintura su actividad artística durante muchos años hasta que, en los ochenta, se introdujo en la escultura, una disciplina con la que ha adquirido una gran notoriedad internacional. El hecho de que la monumental Venecia sólo haya autorizado hasta el momento a Botero y a Ripollés a exponer en sus calles y canales esculturas de gran formato acredita el prestigio de su colección escultórica.

Los cincuenta años de Ripollés sin la brocha gorda no sólo quedan resumidos en una dedicación secular al arte desde su infancia. Por su vocación contestataria y crítica fue detenido en tiempos del franquismo por ser cofundador de las Comisiones Cívicas de Tierno Galván, frecuentó en París amistades como las del Campesino o el gobierno republicano exiliado e, incluso, organizó junto a la duquesa roja la manifestación de Palomares. Por toda esa intensa actividad en la clandestinidad fue condecorado en París por Santiago Carrillo, destacado líder comunista en la España de la transición y las primeras legislaturas democráticas.

Con una estética muy heterodoxa de pañuelo con cuernos y ropa de colores -«si quisiera ir disfrazado por la calle me pondría traje y corbata», apostilla- que en otros tiempos acompañó de una barba franciscana floreada, Ripollés traza un vitalismo en su obra que contrasta con el dramatismo de su infancia, marcada por la muerte durante el parto en Alzira de su madre biológica, la violación de su madre adoptiva por soldados franquistas, la cartilla de racionamiento y el aislamiento intelectual (-«todas las palabras que me dijo mi padre cabrían en un puchero»-, recuerda).

Después de tantos años, Ripollés no ha podido romper el cordón umbilical que le une con sus orígenes rurales. Por eso vive hoy en día en una aldea de apenas 50 habitantes, rodeado de conejos, gallinas, burros de raza y una huerta ecológica que él mismo cultiva porque antes se define «agricultor que hombre de bar».

En la década de los setenta, después de regresar de Francia y de residir temporalmente en Andalucía o Madrid, Ripollés se confinó como un anacoreta en una masía abandonada sin luz, electricidad ni teléfono. Aquel aislamiento de introspecciones y soliloquios dio origen a una producción pictórica rica en escenas amorosas en las que ninfas, voyeurs y amantes situaron al pintor y escultor ante una de sus principales motivaciones artísticas, el sexo y la mujer. Pero, por encima de todo, el arte de Ripollés, que hoy en día se puede contemplar en cuatro exposiciones en Córdoba, Veldhoven (Holanda), Asnières (Francia) y Bruselas (Bélgica), retrata su entusiasmo por la vida.

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