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Valencià
Por J. P. Enrique
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Pinceladas de mi pasado

    Nací en los años de las dificultades que sucedieron a la Guerra Civil, varios meses después de la helada del 46. En ese tiempo las casas acumulaban sus residuos corporales en fosas sépticas de cuyo vaciado, cargado de perfumes nada gratos, se obtenía un excelente abono para los campos. Paulatinamente se fueron cerrando para dar paso paso al alcantarillado y posterior adoquinado de las calles.

    El no excesivo tráfico de aquellos años, con algunos coches, más motos y bastantes bicicletas, lo dirigían unos guardias situados en algunos cruces desde una tarima protegidos con un casco blanco. En Navidad y seguramente con la intención de que les perdonaran el año siguiente alguna sanción, las personas más pudientes llenaban su garita con vino, turrones, galletas y hasta con algún jamón. En esas fechas el aguinaldo se daba también al basurero y al cartero que solían felicitar las navidades con una pequeña tarjeta con unos versos.

    “Ave María Purísima” era el “¡Hola! ¿Hay alguien ahí?” o el “¿se puede? Lo pronunciábamos al entrar en cualquier casa, también en la propia. La respuesta, desde dentro era: “Sin pecado concebida” que significaba “Sí, adelante”.

    Las casas se construían con puertas grandes de madera de calidad. Después de traspasar el portal, había un espacio central, en el suelo, construido con pequeños cantos rodados que dibujaban figuras. Quien entraba embarrado -algo normal después de llover- podía restregar ahí sus zapatos. Eran útiles porque por encima de ellas, años antes, entraban el carro y el caballo que de él tiraba. Al fondo estaba el corral y allí nacían y morían, de muerte nada natural, gallinas, conejos y hasta algún puerco. Esos animales se alimentaban con los restos de la casa y el saco de hierba traído diariamente por los varones cuando venían del campo tras acabar su ardua jornada. La carne de esos animales era la proteína de la familia y de ella salían la paella de los domingos, los fideos o el puchero. Hasta la piel de los conejos, extendida y seca al sol, era útil ya que se canjeaba por pinzas para tender la ropa.

    Las mujeres, todas, casi sin excepción, tenía de profesión “sus labores” y eran las encargadas de lavar la ropa incluyendo los pañuelos y los pañales para que continuaran recibiendo los mocos y las cacas una y otra vez. Su “profesión” les permitía trabajar en el almacén pero no sacar dinero del banco sin autorización del marido y mucho menos pedir un préstamo. No obstante tenían un papel muy importante en el ámbito familiar, ya que se ocupaban, además de las tareas de limpieza y de la comida, de la confección de la ropa (camisas, pantalones, faldas, jerséis, cortinas y visillos de ganchillo). En casa hacían las cocas de verdura i tomata, las monas, el arroz al horno, también el pan. Luego lo llevaban a cocer al horno. Ellas eran, también, las encargadas de administrar el dinero familiar en una economía en donde el ahorro era la garantía de subsistencia en el futuro.

    En los bancos se firmaba con una pluma mojada en un tintero. El bolígrafo, cuando salió, tardó años en considerarse legal estampar la firma con ese revolucionario invento. Nada de usar y tirar. Cuando se agotaba la tinta de un boli se iba a por un recambio.

    El cura expresaba todo su poder desde el púlpito y emitía certificados de buena conducta. Desde su púlpito hablaba del infierno y del pecado de tomar la comunión sin haber ayunado desde el día anterior. Era difícil que un niño no se asustase. El miedo formaba parte de la sociedad y los niños temíamos morir en pecado mortal sin habernos confesado.

    La calefacción, en los meses fríos, la proporcionaba la abundante leña de los naranjales que, seca, ardía contemplada por toda la familia. En ese entorno, los mayores contaban historias y alababan, admirados, los nuevos avances: el inodoro que tirando de una cadena arrastraba todo lo allí depositado hasta el alcantarilla, la nevera de hielo, el agua corriente, las calles con luz eléctrica, en donde podía verse -no en todas- algún coche aparcado.

    Los espacios públicos eran para carros, motos, bicicletas, y para que los niños pudiéramos jugar.

    En aquellos años, la naranja sí era rentable y los agricultores tenían defensa con el precio: “Cuando se pague una peseta más la arroba me lo dices y hablamos”. Se vendían por arrobas y también contadas de dos en dos en cada mano: un millar, dos…

    Tras pagar los jornales para cavar (casi cada vez que se regaban los campos) con la azada, golpe a golpe, y los tratamientos hechos con pesadas mochilas de cobre, el excedente que se obtenía se guardaba en el banco para atender los gastos del año siguiente y a la espera de que hubiera el montante suficiente para invertirlo en 2, 4,6 hanegadas más, si alguien las ponía a la venta, algo que no sucedía con demasiada frecuencia.

    Cuando aparecieron la Cavasola y la Macaper, muchos peones temieron, y no sin razón, que esos artilugios acabaran con su trabajo. Los avances seguían su curso.

    Llegaron los Rayos X y nuestras madres, preocupadas cuando la tos no se iba con jarabes, pedían al médico privado que “les miraran bien por dentro”. Y el médico, buscando complacer a la madre, de forma generosa, se recreaba sembrando radiaciones en nuestros cuerpos infantiles. No obstante solían curarnos los resfriados y las anginas con pócimas. Con oraciones secretas que solo podían transmitirse en Jueves y Viernes Santo, un pañuelo y la destreza de una mano experta nos solucionaban un problema que solía ser frecuente y que ya no existe: les paraes.

    Una nevera, alimentada con un cuarto de barra de hielo, que había que ir a buscar con una bolsa a la fábrica, permitía que los alimentos se conservaran más tiempo. ¡Cómo estaba avanzando la sociedad! Qué tiempos, los nuevos.

    El crédito para el consumo en aquellos años era algo inexistente. No era necesario. Se compraba la nevera cuando se había ahorrado para comprarla y se pintaba la casa cuando se tenía dinero para ello. La modernidad que nos metió en la cabeza que era mejor utilizar el crédito, pienso que, abusando de él, no fue un avance sino más bien un retroceso. Hoy, que estamos todos ahogados de tanto abusar de financiación para comprarlo todo, creo que también hemos llegado a esa conclusión.

    La instalación de teléfonos fijos en las viviendas fue creciendo y la empresa monopolística los instalaba rápido por influencia o tras esperar meses en la cola de solicitantes. Fue un gran avance en las comunicaciones. Funcionaba descolgando el aparato. Al otro lado había siempre una persona a la que se le decía “Señorita póngame con el número…” La conexión no siempre era inmediata. A veces había que esperar y hasta reclamar “Señorita qué pasa con la conferencia con el número… ya espero durante más de una hora.” El teléfono era un invento para hablar y solo para hablar lo que había que decir brevemente porque la facturación era por los minutos que durara cada llamada.

    Los zapatos duraban años y las cajas servían bien archivo de fotos o para la cría de gusanos de seda.

    Vino la televisión y se colocaron las primeras (que frecuentemente perdían l señal) enchufadas mirando a la calle en las tiendas de electrodomésticos. La gente se amontonaba ante los escaparates ante el poder embelesador de las imágenes. El poder se dio cuenta del potencial y Franco supo medicarnos con partidos de futbol para que estuviéramos tranquilos en casa sin acudir a algún esporádico acto de protesta. El régimen utilizaba el fútbol y TV sin llegar a alcanzar toda la potencialidad que otros, ahora, han descubierto para doparnos con la misma medicina con largas jornadas futboleras los viernes, los sábados, los domingos y los lunes.

    Una vez al año se sacaba la lana de los colchones y unos profesionales la molían a varazos para que se soltara. Introducida de nuevo en el colchón la primera noche era un placer inmenso dormir tan blandito y con el orinal, como siempre, debajo de la cama.

    Ya dije que la riqueza de la ciudad se basaba en la naranja. No era difícil ser exportador, interiorista o rebutgero, profesiones reservadas a los más audaces. Hasta 400 licencias de comercinats hubo en esta ciudad. Los demás cuidaban sus propias tierras, trabajaban como especialistas del campo (podadores, injertadores) e iban temporalmente a trabajar al almacén en los meses de invierno, precisamente la época en la que no hay que atender trabajos en el campo. Los más privilegiados eran propietaris y podía serlo, con título no oficial y dedicación exclusiva, quien superara las 30 hanegadas en propiedad.

    Los relojes de cuerda de bolsillo se heredaban “Cuando yo muera este reloj será para ti” y los relojeros los cuidaban reparando las piezas estropeadas. Se heredaban también el ajuar o la vajilla. Para que los relojes siguieran funcionando era necesario darles energía todos los días moviendo una pequeña ruedecilla que les mantenía en movimiento durante 24 horas.

    Dije que la sociedad del despilfarro no había llegado, y por eso se cuidaban con esmero todos los utillajes y se arreglaban hasta las tinajas de cerámica o de metal. Un profesional callejero, el llanterner, se encargaba de eso.

    Había muchas profesiones callejeras: el vendedor de helados con su carrito, la vendedora de pescado que paseaba su caja de mercancía en una bicicleta, el afilador, el vendedor de gamba viveta,…

    Los trabajos duros eran para los hombres y el acceso a carreras universitarias para muy pocos. Las mujeres se ocupaban, como dije, de la casa, la comida y las labores, término este último que se convirtió en profesión reflejada en el DNI en donde se anotaba hasta no hace mucho tiempo: “s.l.”

    En verano, los menos, iban a la alquería y los más sacaban sus sillas a la calle para hacer corros y contar historias, cotillear sobre la que se había echado un novio, de lo que ha dicho fulana o de la que se había quedado embarazada.

    El contacto era, entre los vecinos, estrecho. Demasiado estrecho. Tanto, que ocasionaba riñas y disputas entre vecinos que sabían todo o demasiado unos de otros.

    De política se hablaba en voz baja y los más rebeldes conectaban con Radio Pirenaica bajando el volumen de voz por temor a ser delatados y detenidos. Hablar de política o criticar al régimen era meter las narices donde no debían meterlas las personas de bien.

    La Iglesia tenía poder en sus templos y en la calle. Un repicar de campana anunciaba, desde el campanario, el momento de alçar a Deu y los hombres al oír la percusión se quitaban la gorra o el sombrero agachando la cabeza en actitud de recogimiento. La Iglesia combregaba a los moribundos y enterraba fuera del cementerio a los que se negaban a recibir la extremaunción en su último aliento de vida. Con un juicio sumarísimo mandaba a sus condenados al otro mundo con la etiqueta de “culpable” para que, allá arriba, el Rey de Reyes tuviera menos trabajo.

    Con la aparición de las maquinillas de afeitar desechables empezó el camino de “usar y tirar” y con él el ansia consumista. Hoy es más barato renovar que reparar. Detrás estamos dejando residuos, agotando las materias primas y dejando el planeta convertido en un estercolero.

    No se pagaban apenas impuestos. Los vehículos eran las bicicletas y el Ayuntamiento cobraba una cantidad anual por unas placas que debían colocarse visibles. No había impuesto de la renta y si había que asfaltar una calle, el Ayuntamiento repartía el coste entre los vecinos.

    Eran otros tiempos muy alejados de internet, los drones, la robótica, el gran negocio de la telefonía y el millonario negocio del tratamiento de basuras. La banca servía para pagar los recibos y tener allí guardados los pequeños ahorros familiares.

    La generación de quienes llegamos a este mundo en la mitad del pasado siglo tenemos, no sé si el privilegio, de haber vivido enormes cambios que jamás se habían producido en la historia de la humanidad. Todo en menos de cien años.

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    comentarios 6 comentarios
    paco planelles
    paco planelles
    13/04/2015 02:04
    Magistral pincelada

    Siempre intuí que detrás de tus agridulces comentarios se escondía una exquisita sensibilidad.

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