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Por María José Navarro
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Auschwitz

    Durante esta semana vacacional he tenido la ocasión de desconectar por unos días de las tareas habituales y viajar a otro país, con lo que eso tiene de gratificante y enriquecedor.

    Mi destino ha sido Polonia, lugar que no conocía hasta este momento y ha sido todo un descubrimiento, que recomiendo a toda aquella persona que no haya estado por allí: Varsovia destruida casi en su totalidad durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruida fielmente; Cracovia con mejor suerte que la anterior, conservando sus edificios intactos, invita al paseo por la memoria de sus calles adoquinadas…

    Sin embargo, no podía viajar a Polonia sin ir a Auschwitz, ese gran campo de concentración y exterminio de los nazis. Y esto impresiona.

    Aun sabiendo que lo que iba a ver no me iba a gustar, que por allí habían pasado cientos de miles de personas que habían sido asesinadas vilmente por un personaje con pretensiones de dios, llegar a Auschwitz es llegar a un inmenso cementerio convertido en museo y se te encoge el corazón.

    No por el relato más o menos teatralizado que te puedan hacer las guías que te acompañan en el recorrido, sino por ver in situ la inmensidad de la maldad y la crueldad del ser humano. Esos barracones infectos, de reducidas dimensiones, en los que habitaban apiñadas los hombres y mujeres que no habían sido exterminados a su llegada a aquel campo infernal. Esas letrinas que no podían utilizar más que unos segundos al día. Esas celdas de castigo de unas dimensiones tan reducidas que causan angustia solo verlas. Las dos toneladas de pelo cortado a esas personas después de asesinadas…

    Sin embargo, a pesar de la dureza de todo ello, a pesar de que allí se exterminaron un millón y medio de personas, algo que estremece cuando recorres aquellos espacios, tal vez por la cercanía en el tiempo, es pensar en que no demasiado lejos tenemos situaciones de insoportable crudeza y que nadie mueve un dedo para resolverlas.

    Claro que no es lo mismo Auschwitz que los campos de refugiados de Grecia, ya que ahora esas personas que allí malviven no son gaseadas, aunque pasan hambre, sed, frío, enfermedades y penurias que se asemejan a las condiciones que soportaban los presos polacos, alemanes, griegos, italianos, franceses…

    Como no es lo mismo Auschwitz que los Centros de Internamiento de Extranjeros o CIEs, en los que las personas que allí sobreviven tampoco son gaseadas, pero sus condiciones de vida son lamentables, cuando su único delito es el de ser ciudadanas del mundo.

    Ni Chechenia, donde el delito es ser homosexual.

    Ni Afganistán donde se dejan caer bombas madre de destrucción…

    Y con el corazón encogido salí de aquellos campos de exterminio, llorando por dentro por las personas que allí murieron y por las que siguen muriendo por la maldad, el odio, la incomprensión y los delirios de grandeza de otras.

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