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Por María José Navarro
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Las etiquetas y sus consecuencias

    Hace unas semanas tuve la gran suerte de asistir a una conferencia de Enrique Martínez Reguero, hablándonos de su libro “Pedagogía para mal educados” y que me ha hecho pensar mucho sobre esa realidad que se vive diariamente en los centros escolares: los niños y niñas etiquetados desde su más tierna infancia, a los que muy pocas personas son capaces de ayudarles con esa losa que llevan sobre sus hombros, y que les condiciona de por vida…

    ¿Quién no ha conocido alguna vez uno de estos niños o niñas?: “el más movido/a de la clase”, “con este o esta no hay quien pueda”, “este grupo es el peor del colegio”, “ya no sé qué hacer con mi hijo/a (y puede ser que estemos hablando de un niño/a de cinco años)”, “seguro que este/a no acaba los estudios”… y muchas más frases lapidarias, que los adultos ponemos en las mochilas de aquellos chicos y chicas que no encajan en los moldes de esta sociedad rancia y clasista, sin pensar que eso les va a acompañar siempre, como un lastre del que difícilmente podrán liberarse.

    Además, esas etiquetas van a ir creciendo con ellos y ellas y lo que era un chico/a rebelde/movido/activo (o sea, un niño o niña con unas características o condiciones “diferentes” al resto), va a ver cómo, a poco que se descuide, va a tener que pasar por una batería de test psicométricos, y diferentes profesionales de la “normalización”, que le encasillarán dentro de alguna denominación que le encorsete durante toda su etapa escolar y que le constreñirá a ser ese chico o chica hiperactivo/a con el que no se puede trabajar, o a ser aquel o aquella cuyos parámetros no son los que se consideran dentro de lo establecido y, por lo tanto, quedará relegado a un segundo plano escolar en un principio, siendo, probablemente, sacado del sistema en cuanto menos se dé cuenta, además de ser tachados, él y su familia, como los culpables de todos sus males…

    Si esto lo sacamos del ámbito escolar, podremos encontrarnos también familias etiquetadas y cuyo delito sea el de ser pobre y con unas condiciones difíciles, que han tenido la mala suerte de tener que pasar por algún técnico de algún ayuntamiento, que se ha creído en la obligación moral de tomar parte y “salvarles” de sus condiciones de vida, pero eso sí, sin entrar a valorar lo que de verdad necesitan, sino que después de algunas consideraciones poco afortunadas, deciden por ellas qué es lo “mejor”.

    No hace mucho he conocido una madre a la que han apartado de su hijo de cinco años, porque alguien ha considerado que no era adecuada para cuidarle, dejando al niño en un inhóspito centro de menores, que desde luego es bastante menos adecuado que su entorno y su familia, cuyo mayor problema era la falta de recursos económicos y que, con una intervención más ajustada a sus necesidades, hubieran podido hacer frente al reto de criar en condiciones a ese niñito.

    Me asusta pensar en mi tarea como Educadora Social y esa mal entendida “profesionalización” del cuidado de las personas, clasificándolas como “buenas o malas”, “capaces o incapaces”, “recuperables o irrecuperables” y tomando decisiones sobre su vida, pero sin tomar partido por ellas, aunque, eso sí, siempre poniendo como excusa “su propio interés”, quedando muy lejos aquello del sentido común y su aplicación en las situaciones difíciles, porque como dice Reguera: “Las instituciones y metodologías preventivas procuran ahorrárnoslo (el sentido común) cada vez más, con proyectos y programas que suplantan nuestra iniciativa y resolución. Evitándonos ejercitarlo nos vacían de capacidad de discernir y de interiorizar”.

    Acabo ya, recomendando encarecidamente la lectura del libro mencionado, sobre todo por aquellos profesionales que de una u otra manera inciden sobre la vida de niños y niñas o de adultos, susceptibles de “ser salvados”.

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    comentarios 2 comentarios
    Marietika
    Marietika
    07/03/2017 06:03
    pedagogía para mal/educados

    Felicidades. Muy bien expuesto y argumentado. Recomiendo la misma lectura a docentes desesperados

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