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Por David García Pérez
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Para acabar con la corrupción...

    En el PP llevan muchos años preocupados (que no ocupados, que son cosas muy diferentes) en acabar con la corrupción. Todo empezó, resumiendo mucho aunque daría para escribir libros, con el Caso Bárcenas y la financiación ilegal del PP que derivó en la imputación como partido; Caso Gürtel en Madrid y Valencia; Caso Púnica; Caso Palma Arena; Caso Noos; Caso Taula...En ninguno de estos casos fue el PP el agente denunciante y siempre se hicieron todos los esfuerzos posibles por acallar, quitar hierro al asunto e incluso Rafael Hernando, actual portavoz del PP en el Congreso, nos dice que están comprometidos con la honradez y que son víctimas de conspiraciones y de un linchamiento general contra su partido. Se trata, solo, de casos aislados. Uno detrás de otro, sin duda.

    Pero obviemos todo esto y creamos, con mucha fe, que el PP quiere acabar con la corrupción. Su propuesta estrella para acabar con la corrupción ha sido prohibir o acotar al máximo la práctica de la ''acusación popular''. ¿Nos quieren hacer pensar que la acusación popular ha sido la culpable de la corrupción en España? Quizás, y esto es lo que les molesta, que gracias a esta figura jurídica se han denunciado y han saltado a la luz tantos y tantos casos de corrupción, muchas veces, con denominación de origen Partido Popular.

    Con el ejercicio de la acción popular cualquier ciudadano, está legitimado para instar la actuación de la administración de justicia en defensa de intereses colectivos. Constituyéndose con su uso, en cauce de participación del elector en la administración de justicia; y, no se olvide por su importancia, de control del ejercicio de la misma.

    La acción popular se he revelado como una institución de máxima eficacia para la pervivencia de la democracia, al imponer la actuación y control popular de la administración de justicia frente a la alianza entre los poderes económicos (aquellos que luego facilitan las puertas giratorias que tanto gustan a los González, Acebes, Zaplana, Aznar, Piqué...), el Gobierno y el Ministerio Fiscal.

    Los casos Gürtel, Bankia, Tarjetas Black, Noos, Preferentes, Curso de formación, Caja Burgos, Caja Segovia, y un largo etc., son ejemplos evidentes en los que la acción popular ha sido una salvaguarda de los intereses del pueblo soberano en conocer, perseguir a los culpables, y controlar el sometimiento a legalidad de las actuaciones procesales.

    No se pueden olvidar supuestos tan palmarios como la sustitución de los jueces incómodos, o actuaciones en las que el mejor abogado de la defensa es el Ministerio Fiscal, para darse cuenta de la importancia que, en la España de la criminalidad política, tiene la pervivencia de un resorte independiente que permita, con un correcto uso, la tutela judicial del interés nacional en la persecución y desenmascaramiento de los vividores y desaprensivos, que acceden a la política sin más ánimo que esquilmar las arcas públicas, o hacer del ejercicio del poder un abuso gregario y espurio de las atribuciones que les han sido delegadas.

    Asistimos a la enésima puesta en cuestión de la institución de la acusación popular por parte de los principales partidos políticos de nuestro país. Se fundamenta esta oleada de críticas en el indudable mal uso que de la citada institución se ha hecho a lo largo de los últimos años por entidades como Manos Limpias o Ausbanc, las cuales han incurrido en presuntos ilícitos penales de semejante envergadura a aquellos que en apariencia trataban de combatir. La cuestión no es dilucidar si esos abusos de derecho son o no aceptables, puesto que no cabe ninguna duda de que no lo son y de que el Estado de derecho ha de reaccionar con todos y cada uno de los resortes de la legalidad contra los mismos; la verdadera pregunta que subyace tras estos escándalos es la que nos interroga sobre la conveniencia de reformar la acusación popular para limitarla y restringirla de manera directa como se pretende.

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