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Por Vicent Albaro
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Pasa la vida y no te enteras

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    Pasa la vida y no te enteras- (foto 1)

    Me decía el otro día un buen amigo, que ya conoce a más gente dentro del camposanto que fuera.  ¿Y eso es bueno o es malo?, le preguntaba. Pues según se mire, malo porque te haces viejo y bueno porque otros de tu quinta han entrado antes que tu a hacer compañía a los pinos. Bueno porque la vida es siempre una oportunidad y malo porque cuanto más mayor eres,  las oportunidades se desvanecen y todo lo nuevo cuesta mucho asimilar. Cumplir años no es oneroso si gozas de salud y vas aceptando la nueva situación vital que se te plantea, entre otras muchas cosas, porque ya no llegas a hacer la mitad de lo que hacías hace unos años. A eso le llamaríamos cansancio físico, y después está el otro cansancio que podríamos llamar emocional. Ese que te mueve al encierro, al claustro monacal y hace que pases de ir a la mayoría de sitios que tenías por costumbre ir, donde siempre hacen lo mismo, las mismas caras, los mismos gestos y hasta el mismo sonsonete. ¿Y eso es bueno o es malo?  Pues también depende, malo si te quieres aferrar a ello como prolongación tuya, con lo cual te mortificas inútilmente, y bueno, porque te liberas de citas incómodas y monótonas. A cierta edad, apetece mucho más estar solo que aguantar majaderías.

    Con los años todo se ve con mayor claridad y con cierta complacencia observas la de cosas que hiciste y que jamás harías ahora. Esas cosas que seguramente tus viejos ya te explicaron, a los que no les hiciste ni caso, porque debías experimentar en carne propia para aleccionarte. Y tras la caída llega el súbito aprendizaje, mal que nos pese. Los humanos somos así de imbéciles y no hay remedio. Vamos de listos y de sabihondos. No te cuento ahora con los móviles y el internet, cualquiera hoy es catedrático en la materia. ¿Cuál? La que sea. Por eso con los años, esas competiciones de “quítate tú que me pongo yo” o las reuniones interminables donde se sacan los egos a pasear mudados de domingo, donde las hipocresías se exhiben con una finura exquisita y elegancia extrema, donde la vanidad campea a espuertas, ya te patean el hígado. Por eso de pronto te surge el eslogan de moda, ese del “No es no”. Vamos que no voy, te pongas como te pongas.

    Cumplir años te va recortando las alas o te las llena de plomo. Un especie de pereza te inunda y ya no saltas de bruces ante cualquier desafío, ni te ilusionas como un novicio por una invitación a bote pronto. Porque después de visto lo visto, la mayoría de actitudes humanas tienen gato encerrado. Pasados los dulces y alocados años de la adolescencia, donde todo es entusiasmo, nobleza y fogosidad, llega la madurez cargada de desengaños y quiebras. Esos años de discriminación racional en que vas situando a cada cual en su sitio. A aquellos de, por el interés te quiero Andrés. A los de verdad que resultan ser muy pocos. A los que has llevado pegados como lapas, lamibranquios susurrándote al oído lo que querías oír, y en cuanto tienen oportunidad te la meten doblada. “Errare humanum est”.

    Pasan los años y se acumulan los desencantos. La muerte y la enfermedad te rodean con tus seres más queridos, hasta experimentas contigo mismo. La frescura desaparece y las perspectivas cambian. Tu escala de valores va desplazando activos e incorpora de nuevos. La familia va creciendo y se incorporan nuevos elementos que te relegan a un segundo y hasta tercer plano. Y de ser un tipo activo y casi un trueno indomable, te ves en el rincón del abuelo, con las pantuflas y el batín, sentado en el sofá y tragando estopa de una insoportable televisión. Pero como aún queda algo de esa rebeldía de antaño, pasas de la caja tonta y abres un buen libro para reconciliarte con la raza humana, que últimamente anda un tanto desnortada y azorada.

    Y el buen libro te reafirma en la realidad del tema. Que los años no pasan en balde  y que cada día tiene su afán. Que no se ganan las batallas perdidas sino las que se plantean de nuevo cuño. Y uno ya no está para batallitas del género inútil. Porque ha aprendido con los años que todas están perdidas antes de comenzarlas. Es como sembrar en terreno de otro, desbrozas el bancal, lo labras, abonas, plantas con inusitado mimo y cuando la cosecha está a punto, un mal día llega el dueño del bancal o que dice ser el dueño, y te echa a patadas de allí. Oigan, y ni las gracias por el trabajo realizado. Y es así, una, y otra, y otra vez más… Y qué más da, sigue diciendo el buen libro, ¿no disfrutaste haciendo esas labores, con sus sudores y frescuras? pues que te quiten lo bailado. Porque aún es más triste llegar a viejo sin nada que contar. Poder decir aquello de…yo estuve allí, o…yo hice aquello y lo otro…hasta lo de más allá. Son un cúmulo de experiencias vitales únicas e irrepetibles. Porque ya nada volverá a ser como era. Y al final todo se tornará polvo y olvido.

    Van pasando los años y los que vienen por atrás aprietan con fuerza, los miras intentando esbozar un dibujo de lo que fuiste un día, cada vez más lejano. Todo es poco para situarte de nuevo en las coordenadas que te corresponden. No a los espejismos, pero sí a los recuerdos, en especial a aquellos que nos ayudan a soportar los envites del desamor. Y todo es cuestión de cambiar de sitio, de paisaje, de entorno para reencontrarte. La vida sigue con su paso inexorable arrasando con todo de manera lenta, a veces imperceptible pero cruel e inevitable. Es cuestión de acomodarse, adaptabilidad y mimetismo con el paisaje. Cada año retorna la primavera con su explosión de color y de vida, la luz lo inunda todo, el color repinta los añosos blasones y los estímulos cobran fuerza, eso sí la fuerza justa para seguir caminando por terrenos llanos y asequibles, lo abrupto es pasado intransitable. 

    Estabas rodeado de un bosque hermoso, querido y valorado. Mirabas los grandes árboles con estupor y admiración. Con el tiempo resultó que muchos estaban podridos y enfermos. Otros no dieron mayor fruto y se desvaneció su altanería al primer vendaval. De los sanos y frondosos aprendiste que los apedrearon por su fruto, o los talaron por su cotizada madera. Unos y otros fueron cayendo. Caen los árboles del bosque con un chasquido de desolación, clarean con mayor nostalgia los que te abrazaron con sus afectivas ramas. Leña para el fuego del braserillo doméstico que alienta a seguir adelante con la mirada cansina. Al final, te quedas casi solo, rodeado de pimpollos que pugnan por alzarse entre la espesura, luchando por ganar altivez. Una altura que ya alcanzaste sobradamente  con anillos y rugosidades en el alma, que te sensibilizan para acabar aceptando con resignación, sin remedio, que eres un superviviente como los últimos ejemplares inhiestos, que aguantaron temporales y la zozobra de huracanes. Y está claro que detrás de esos pocos que aún resisten, porque la pimpollada no cuenta, detrás de esos pocos ya vamos nosotros. 

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    comentario 1 comentario
    Vicent Bosch i Paús
    Vicent Bosch i Paús
    03/03/2017 07:03
    Nihil novum sub sole!

    Efectivament, amb els anys, els cercles, es fan més menuts. I el que t'abellia fa temps, ara, no et diu res. Les galetes Artiach de nata, m'agradaven molt. Ara les puc comprar, tanmateix... Sobre els dotze anys pensava, alguna vegada, que tenir una Derbi de 50cc, uns allargavistes i un rifle de balins, era... En els anys setanta, al Quintín, era com anar a un lloc "meravellós". Actualment cap bar enyora. Fa temps que m'avorreixen quasi tota mena de programes de TV. Internet m'ajuda a passar l'estona. Principalment llegit articles d'opinió. Des de l'any passat que he baixat el fons i la velocitat, quan camina, en aquests dies gaudeix i frueix més del paisatge i faig un munt de fotografies (de les flors dels ametller, del pla de Vinyer, de les nostre muntanyes). I el més curiós, a l'anar més lent, les costeres em pareixen més lleugeres. Els músculs de les cames els tinc més carregats a l'acabar. Cal adaptar-se. I quina sort poder caminar encara fins a Llucena i les Useres i Fig...

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